José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– ¡Afonso…, qué sorpresa! ¿Qué estás haciendo aquí?

– He venido a hablar con tu madre. ¿ Está?

Los ojos de Carolina revelaron cierta decepción, contenida a duras penas, porque Afonso hubiese ido en busca de su madre y no de ella.

– Sí, sí, entra -dijo, abriendo totalmente la puerta-. Disculpa que te reciba así, con estas pintas, pero sinceramente no te esperaba.

Subieron las escaleras y Carolina lo llevó ante la presencia de su madre. Doña Isilda le pareció mucho más vieja, acabada, con su cuerpo menudo envuelto en una manta junto a la chimenea. Le brillaron los ojos cuando vio a su antiguo protegido entrar en la sala, garboso con aquel uniforme azul de militar.

– ¡Mira quién ha llegado! -exclamó-. Nuestro héroe.

Afonso le besó la mano.

– ¿Cómo está, doña Isilda?

– Mejor -sonrió ella-. Mejor ahora que te veo. Estás hecho un hombre, muchacho, un hombre.

– Y usted sigue saludable…

– No digas disparates, Afonso. La edad no perdona.

– ¿Cómo anda su hermano?

– Bien, anda bien. Fue trasladado a Chaves, fíjate, pero se encuentra bien. Y pregunta muchas veces por ti, ¡vaya si pregunta!

– Transmítale mis saludos, doña Isilda. Dígale que lo echo de menos.

– Así lo haré. Se pondrá contento cuando sepa que has vuelto de la guerra. Qué cosa terrible la guerra, ¿no? Terrible.

Afonso suspiró.

– Sí, es algo inimaginable. -Hizo una pausa-. A propósito, he hecho muchas amistades en Francia, y mi madre me dijo que había recibido una carta para mí escrita en una lengua que ella no identificó, supongo que será francés, y que se la trajo para que usted se la leyese. ¿Tiene esa carta?

Doña Isilda se agitó en la silla, incómoda. Su rostro se ensombreció y miró de soslayo a Carolina, que seguía la conversación de pie.

– Carolina, hija mía, ve a preparar una infusión para tu madre y para Afonso, ¿sí?

Carolina bajó la cabeza en señal de asentimiento y se fue a la cocina. En cuanto su hija abandonó la sala, doña Isilda le hizo una seña a Afonso para que se sentase y le cogió la mano.

– Hijo mío, tienes que ser fuerte -dijo simplemente.

Afonso la miró con horror, con un pavoroso presentimiento que le oprimía el alma.

– ¿Qué ocurrió, doña Isilda?

– Yo quemé esa carta.

– ¿Que quemó la carta? Pero ¿por qué motivo?

– Quemé la carta porque era terrible, Afonso, terrible.

El capitán sintió que el corazón le daba un vuelco.

– ¿Qué quiere usted decir con eso? ¿Qué decía la carta?

La vieja bajó los ojos y suspiró.

– No me acuerdo de los detalles, sólo de lo esencial. La carta venía de Lille y estaba firmada por un señor.

– ¿Un hombre?

– Sí, un hombre.

Sólo podía ser Paul Chevallier, pensó Afonso.

– ¿Y qué decía?

Doña Isilda le apretó la mano aún con más fuerza.

– Decía que su hija había muerto.

Afonso abrió la boca, horrorizado. No quería creer en lo que estaba oyendo.

– ¿Qué…, qué hija? -balbució.

– Me acuerdo de que se llamaba Agnès -dijo doña Isilda-. Ella murió. Ella y… la niña. ¿Entiendes? La niña. Contrajeron la gripe española y murieron en Lille.

Afonso se quedó un largo rato paralizado, boquiabierto, en estado de choque. Intentó hablar, pero no consiguió decir nada. Se acordó de la última imagen que guardaba de Agnès, la francesa en el portón del hospital, sonriente, con sus ojos enamorados, despidiéndose de él con expresión feliz, alegre por la noticia de que Afonso pronto abandonaría las trincheras. El capitán se levantó con brusquedad y se arrastró por la sala, sintió que perdía el equilibrio, oyó vagas voces a su alrededor, eran doña Isilda y Carolina hablando, pero no las entendió, se tambaleó por las escaleras tropezando varias veces con el pasamanos, se sintió hundido en una pesadilla, caminó como un sonámbulo y, cuando finalmente salió a la calle, la noche se puso turbia de lágrimas y lloró, lloró como nunca había llorado desde su infancia, lloró con abandono, con desesperación, lloró perdidamente, y su voz lanzaba terribles gemidos, sumido en un sufrimiento atroz. Se sintió perdido, repudiado por la suerte, hostigado por el destino. Se descubrió horriblemente solo.

Capítulo 4

Alfonso estaba sentado en una banqueta en Picantin Post, fumando un cigarrillo, cuando oyó una sirena Strombo dando el alerta de gas tóxico. La alarma sonaba justo a su lado y parecía que iba a perforarle los tímpanos. Sobresaltado, el capitán miró el lugar de donde venía el sonido y descubrió, con estupefacción, que era Agnès quien hacía sonar la Strombo. Se agitó en la banqueta, confundido. No daba crédito a sus ojos. Pero, en el instante siguiente, se deshicieron las dudas, era realmente ella, sintió que un bálsamo de felicidad le llenaba el alma y que le recorría el cuerpo una liberadora sensación de euforia. Corrió hacia la mujer, inmensamente aliviado por verla viva, la tremenda alegría que lo invadía relegó a segundo plano la extrañeza de encontrarla allí, en las trincheras. Pero, cuando se acercaba a su adorada francesa, preparándose para ceñirla en un maravilloso abrazo de reencuentro, vio el bulto gris de un alemán que aparecía en las trincheras, justo detrás de Agnès. Empuñó la pistola y lo derribó. Luego apareció otro alemán, y otro más, y otro. Cubriendo el cuerpo de Agnès, fue abatiendo a uno tras otro. Pero los alemanes no paraban de llegar, parecían un hormiguero, avanzaban inexorablemente e intentaban rodearlos. Afonso comenzó a desesperar, a sentir que no lograría frenar aquella inevitable oleada de asaltantes. Protegía a Agnès con su cuerpo y abría fuego sin descanso a diestro y siniestro, febrilmente, los mataba uno a uno y ellos, aun así, avanzaban, eran tantos que el oficial portugués acabó presa del pánico, intentó abrazar a Agnès y disparar al mismo tiempo, sintió que querían llevársela, que intentaban robársela, que pretendían matarla, eso no podía ser, eso no lo podía permitir, ni pensarlo, ni pensarlo, una enorme congoja le llenó el alma, un indecible terror dominó su corazón antela perspectiva de volver a perderla. Se puso a llorar, implorando a la Divina Providencia que la salvase, que la dejase quedarse con él, Agnès era ahora un frágil bulto a sus espaldas, ambos rodeados por alemanes que avanzaban amenazadores, ella protegida débilmente por un desesperado Afonso.

– ¿Qué ocurre, hijo?

Afonso se descubrió sentado en la cama, gritando y llorando, con un nudo en la garganta, mientras su madre, junto a la puerta, lo miraba alarmada. Sintió gotas de sudor en la frente, estaba jadeante y con lágrimas en los ojos. Miró a su alrededor, momentáneamente confundido, atolondrado, pero acabó entendiendo. Suspiró.

– No es nada, madre. He tenido una pesadilla.

Doña Mariana se llevó la mano al pecho.

– Ay, qué susto me has dado, Afonso. Gritabas tanto que daba miedo, válgame Dios.

– Ha sido sólo una pesadilla.

– Es la segunda vez que te ocurre esta semana, hijo. A ver si sueñas con cosas más alegres, ¿me has oído?

– Sí, madre. Buenas noches.

– Buenas noches, hijo. Descansa, anda.

Afonso cerró los ojos, se recostó en la cama e intentó calmarse. Desde que se enteró de la muerte de Agnès, experimentaba esa pesadilla, siempre diferente y, no obstante, siempre la misma, repetitiva, recurrente. Se acordó de las conversaciones con su amada sobre Freud y la importancia de los sueños e intentó imaginar lo que Agnès le habría dicho sobre esa pesadilla en particular. Tal vez ocultaba un deseo y un sentimiento de culpa, el deseo de verla viva y los remordimientos por no haber sabido protegerla de la muerte, por no haber estado con ella en el momento de la enfermedad, quizá su presencia habría sido determinante para impedir el trágico desenlace. Asaltaban la mente de Afonso mundos alternativos, diferentes hipótesis, la palabra «si» lo atormentaba en todo momento. «Si al menos hubiese hecho algo diferente -pensaba-. Si no le hubiese conseguido aquel puesto en el hospital, o si me hubiese quedado con ella el día en que fui a verla al hospital por última vez, o si me hubiese escapado de los campos alemanes, o incluso si hubiese hecho algo diferente, algo que alterase la cadena de los acontecimientos, tal vez ella aún estaría viva.» Eran tantos los «síes», tantas las pequeñas cosas que no se habían alterado, tantas las minúsculas piedrecitas que provocaron aquel doloroso alud. Lo consumía la culpa, cruel e implacable, obsesiva e incansable.

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