José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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A medida que la fila avanzaba, Afonso se dio cuenta de que, instaladas detrás de una mesa, unas señoras de mediana edad entregaban a los oficiales unos papeles pequeños. Cuando llegó su turno, una de las mujeres también le dio un montón de papeles.

– ¿Qué es esto, señora?

– Son bonos, señor oficial.

– ¿Bonos? ¿Bonos para qué?

– Corresponden a donativos de vestuario y dinero. Con esos bonos, usted puede adquirir los productos que necesite, señor oficial.

Afonso guardó los bonos en el bolsillo y siguió al grupo de oficiales. Se aglomeraban todos alrededor de otra mesa instalada en el muelle, discutiendo animadamente, algunos se mostraban irritados y alzaban la voz, otros abrían los brazos sumidos en un desconsuelo resignado. Al capitán le extrañó el rumor y fue a reunirse con Montalvão.

– ¿Qué pasa, comandante?

El mayor se encogió de hombros.

– No lo sé muy bien -dijo con vacilación-. Parece que hay algún problema y no podemos ir a Braga.

– ¿No podemos ir a Braga? ¿Por qué?

– No lo sé, no lo sé, no lo he entendido.

Afonso se abrió paso entre el grupo y fue a hablar con un teniente que estaba sentado a la mesa. Era un muchacho joven, con bigote fino y con un tic en la boca. El teniente tomaba nota de los nombres de los recién llegados.

– ¿Qué ocurre, teniente?

El teniente no levantó la vista.

– Van a tener que quedarse acuartelados aquí en Lisboa -dijo, atareado, sin parar de escribir-. Vuelva a la cola, por favor.

Afonso miró con intensidad a ese jovenzuelo recién salido de la Escuela de Guerra, se puso a pensar en que el chico no había oído nunca un tiro disparado con furia, evidentemente no sabía cuán desesperada era la angustia que atormentaba a los hombres que esperaban frente a él, ignoraba sin duda aquella dolorosa y punzante ansiedad de quien sufre por el reencuentro con su familia. Se mantenía fríamente ajeno al hambre de afecto y a la sed de bienestar que les invadía el cuerpo y les inquietaba el alma. En vez de respetarlos, el joven teniente se comportaba incluso como si estuviera haciéndoles un favor, gastando su preciosa atención con un hatajo de andrajosos malolientes. El capitán sintió que una furia ciega, poderosa y liberadora le crecía en el estómago, le llenaba el pecho, le subía a la cabeza y se hacía dueña de él.

– Teniente -gritó de pronto, con voz de comando-. ¡ Cuádrese frente a su superior!

El teniente se estremeció del susto, miró alarmado a Afonso, se levantó atropelladamente de la silla y se puso muy rígido, cuadrándose. Se hizo un silencio alrededor.

– Pero ¿qué mierda es ésta? -insistió Afonso con tono amenazador-. ¿Así que no se saluda como corresponde a un superior jerárquico?

– Sí, mi capitán -dijo por fin el teniente, lívido, alzando la mano para hacer el saludo militar.

Afonso lo miró de arriba abajo, examinándolo. Le señaló los pies.

– ¿Y usted con esas botas? ¿Eh? ¿Cómo se atreve a ponerse esas botas?

El teniente miró de reojo las botas.

– Mi capitán…, eh…, le pido que me disculpe -titubeó, sin entender qué tenían de malo las botas.

– Cuando acabe de ocuparme de usted, quiero que esas botas brillen como la bayoneta de un boche, ¿me ha oído? ¡Como la bayoneta de un boche!

– Sí, mi capitán.

Afonso estaba morado. Respiró hondo y se calmó, repentinamente sorprendido por su acceso de furia, más aún por haber soltado un taco, desde los tiempos del seminario era incapaz de decir «mierda».

– Ahora cuéntenos por qué razón tenemos que quedarnos acuartelados en Lisboa -ordenó el capitán con un tono de voz más tranquilo.

Un clamor de aprobación se alzó desde el grupo de oficiales. El joven había sido llamado al orden y ahora tenía que responder a la pregunta que todos querían ver respondida.

– Son…, son órdenes del general Figueiredo, mi capitán.

– ¿Y quién es ese sujeto?

– Es mi comandante, mi capitán.

– ¿No sabe el general Paneleiredo, [11]o como se llame ese tipo, que la gente de las trincheras no ve a su familia desde hace más de un año? ¿Eh? ¿No lo sabe?

El teniente bajó los ojos.

– Yo…, es que…, yo no sé nada de eso, mi capitán.

Afonso se quedó observándolo, con el ceño fruncido, la expresión desconfiada, íntimamente perplejo por haber soltado un segundo taco: nunca pensó que sería capaz de llamar «Paneleiredo» a un superior.

– ¿Y usted? -preguntó finalmente-. ¿Sabe al menos por qué razón no podemos ir a Braga?

– Debido a la sublevación, mi capitán.

– ¿La sublevación? ¿Qué sublevación?

– La del Norte, mi capitán.

– ¿La sublevación del Norte? Pero ¿usted se ha vuelto loco? ¿Qué sublevación es ésa, eh? ¡Explíquese, hombre! ¡Vamos, desembuche!

El teniente sudaba. Miró a su alrededor, dejando escapar un rictus acongojado.

– Han sido los monárquicos, mi capitán -titubeó-. Se sublevaron hace unos diez días. La Junta Militar del Norte ha proclamado la Monarquía en Oporto y ha aclamado a don Manuel II como rey de Portugal. En Lisboa también se han sublevado, los monárquicos han acampado en Monsanto y ha habido enfrentamientos tremendos la semana pasada, pero los republicanos han acabado derrotándolos.

El teniente se calló y los oficiales se miraron, asombrados.

– Sí, señor, muy bonito cuadro -comentó un mayor-. Hemos salido de una y nos encontramos con otro desastre, ésa es la cosa.

– Es la estratagema de costumbre -aventuró otro oficial.

– Siempre la misma mierda.

– ¿Y Sidónio? ¿No hace nada? -preguntó Montalvão.

El teniente lo miró estupefacto.

– El presidente ha muerto.

Se hizo silencio en el grupo.

– ¿Qué dice? -preguntó una voz-. ¿Que Sidónio ha muerto?

– Fue asesinado en la estación del Rossio -aclaró el teniente-. Hace cosa de un mes y medio, antes de Navidad.

Con el país en pie de guerra y el Norte en rebeldía, los militares del Miño fueron instalados en un cuartel de Lisboa, donde aguardaron el desenlace de los acontecimientos. Pero Afonso no era del Miño y tenía a su familia en Rio Maior, del lado de acá de la frontera invisible que, durante los tormentosos veinticinco días que duró la Monarquía del Norte, dividía el país. Sin nada que lo atase a la capital, el capitán se presentó en el cuartel general, llenó los documentos que regularizaban su situación, solicitó un permiso, que le concedieron inmediatamente, y dos días después, ya bien dormido y comido, se dirigió a la estación del Rossio. Corrían los primeros días de febrero de 1919 cuando cogió un tren hasta Caldas da Rainha y siguió en calesa hasta Rio Maior, conteniendo a duras penas la ansiedad que le llenaba el pecho.

El reencuentro con su familia fue emotivo y triste. Afonso supo entonces que su padre había muerto el año anterior, como consecuencia de una caída cuando recogía frutas de un árbol. El capitán fue ese día al cementerio a visitar la tumba donde se encontraba sepultado. Depositó una corona de flores junto al túmulo, murmuró una oración y encargó una misa en memoria de Rafael Laureano.

Por la noche, la familia se reunió en Carrachana para cenar. Vinieron los hermanos, Manuel, Jesuína, João y Joaquim, con sus respectivas familias, todos juntos para celebrar el regreso del benjamín. Doña Mariana colocó en la mesa una olla con misturadas; Afonso devoró su ración con un placer que lo sorprendió, no se acordaba de haber apreciado tanto ese plato en su niñez.

– Está muy bueno, madre, está realmente sabroso -exclamó, acompañando la sopa con pan.

– ¿Y cómo no iba a estar bueno? -Se rio Manuel, el mayor-. Para quien ha estado comiendo todas esas porquerías en Francia y en Alemania, éste debe de ser un manjar de reyes.

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