José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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Al final de la mañana, la columna entró en Lille por la Porte de Béthune, al sur de la gran ciudad, y se internó por la Rué d'Isly, la cual, más adelante, después de la Place de Tourcoing, se transformaba en el Boulevard Vauban. Unos soldados alemanes montaron cordones de seguridad en todo lo ancho de la avenida, impidiendo también que los civiles entrasen en contacto con los prisioneros. Los habitantes del pueblo llenaban las aceras, mirando con tristeza a los soldados capturados. Algunos arrojaban panes o chorizos a la columna, otros lloraban amargamente, con la mano en la boca, lloraban con tal emoción que Afonso se sintió conmovido y lloró también. En algunos puntos, el cordón de los soldados estaba roto, supuestamente por falta de efectivos, y algunos civiles arriesgaban algunas palabras, lanzadas con cariño, arrojadas como flores.

– T'es anglais? -preguntó una mujer joven, mirando a Afonso con intensidad.

– Non -dijo el capitán, meneando la cabeza sin dejar de caminar-. Je suis portugais.

La mujer vaciló, sorprendida. No sabía que había portugueses combatiendo por Francia. Era joven, pero su rostro parecía prematuramente envejecido, no era fácil la vida bajo la ocupación enemiga. Viendo desfilar a los soldados vencidos frente a ella, lamentando su derrota pero deseando confortarlos, se iluminó con una sonrisa triste. Casi corriendo por la acera, en un conmovedor esfuerzo por acompañar la marcha de los prisioneros, la francesa lanzó besos al aire en dirección a Afonso.

– Merci, le Portugal.

Cuando los prisioneros cruzaron la Rué Colbert, los civiles que llenaban las aceras empezaron a cantar. La Marseillaise estaba prohibida por las autoridades ocupantes, pero los franceses tenían otras opciones para animar a los prisioneros y desafiar a sus carceleros. Las voces se elevaron a coro, desafinadas, desafiantes, con las miradas fijas en los hombres derrotados que marchaban miserablemente por el suelo adoquinado del Boulevard Vauban:

Ou t'en vas-tu, soldat de Frunce,

tout équipé, prét au combat?

Ou t'en vas-tu, petit soldat?

C'est comme il plaît à la Patrie,

je n'ai qu'à suivre les tambours.

Gloire au drapeau, gloire au drapeau.

J'aimerais bien revoir la France,

mais bravement mourir est beau.

A Afonso la letra le pareció inadecuada, era una canción para militares franceses que partían a la guerra, no para soldados portugueses que venían de ella en cautiverio. No obstante, el capitán entendió la intención, sintió el calor humano que brotaba de aquellas voces, el orgullo que vibraba en el coro, la multitud agradecida, rindiendo homenaje a los extranjeros que combatieron por ella. El oficial portugués dejó de caminar encorvado, con los ojos fijos en el suelo, arrastrándose por el empedrado, abatido y cabizbajo, no era ésa la postura que esperaban de él aquellos franceses. Alzó la cabeza, enderezó el tronco, atravesó la verdeante Esplanade y entró con altivez por la majestuosa Porte Royale, cruzando los muros fortificados de la Citadelle.

El tiroteo se reanudó a las ocho de la mañana, pero esta vez los sitiados pudieron responder al fuego enemigo. Ya había salido el sol, iluminando los campos calcinados de Lacouture y las posiciones donde los alemanes abrían fuego sin cesar. Las municiones se acabaron. Mascarenhas fue al refugio donde se albergaba el comandante del batallón británico y pidió más cartuchos.

– Take it -dijo el mayor inglés, señalando unas cajas de municiones-. Les derniers, compris? Les derniers.

Mascarenhas contó los cartuchos, eran dos mil. Los últimos. Las municiones se distribuyeron entre los hombres que guarnecían las aspilleras, con la recomendación de ser prudentes en el uso del gatillo y de sólo disparar a blancos seguros. El mayor observó los terrenos circundantes y comprobó que había alemanes por todas partes, el blockhaus se encontraba totalmente cercado. A las once de la mañana, se agotaron las municiones, cada fusil quedó convertido en una bayoneta y reducido a dos o tres balas, guardadas para usarlas en caso de extrema necesidad.

Un hombre se acercó entonces con una bandera blanca en la mano izquierda. Mascarenhas lo observó con los prismáticos. El individuo llevaba un uniforme kakhi, era un soldado británico. Se abrieron las puertas del blockhaus para dar paso al hombre. Se trataba de un camillero inglés aprisionado por los alemanes que venía con un mensaje del enemigo. Entregó el mensaje al mayor inglés, que se reunió a puertas cerradas con los comandantes de la Infantería 13 y de la Infantería 15. La reunión terminó media hora más tarde, y el comandante del 13 llamó a los hombres y anunció que el comando del reducto había decidido que se rendirían. Ya no había municiones y el enemigo, dándose cuenta de que el fuego del blockhaus estaba casi interrumpido, amenazaba con hacer volar todo por los aires. El camillero salió con la respuesta de los sitiados y volvió más tarde con las instrucciones de los alemanes.

Mascarenhas desarmó a los cien soldados de la Infantería 13, mientras que los oficiales del 15 y del batallón inglés hacían lo mismo con sus integrantes. Las Lee-Enfield, las Lewis y las Vickers quedaron amontonadas en un rincón. Los hombres lloraban convulsivamente al formar en el interior del blockhaus. También lloraron cuando se abrieron las puertas y salieron fuera del refugio para entregarse al enemigo. El mayor se quedó a la zaga del grupo y fue de los últimos en abandonar el reducto. De repente, oyó armas que abrían fuego y vio retroceder a los hombres que iban delante, presas del pánico, en un tropel acongojado, con los brazos levantados en señal de rendición, pero también de desesperación.

– ¡Están disparando! -gritó un soldado que intentaba a toda costa volver a entrar en el blockhaus -. Nos están matando.

Mascarenhas también vio, estupefacto e indignado, cómo los alemanes descargaban las armas en los prisioneros, pero intervino un oficial enemigo y se suspendió el fuego. Algunos hombres se revolcaban en el suelo, heridos. El oficial alemán, con una cinta blanca en el brazo y empuñando una pistola, gritaba con sus soldados. Después, hizo una seña a los sitiados para que saliesen, pero parecía más preocupado por vigilar a sus soldados que a los portugueses y a los ingleses.

Los prisioneros recibieron la orden de marchar y avanzaron por la carretera rumbo al cautiverio. Los hombres de la Infantería 13, tramontanos rudos y obstinados, gente de campo habituada a la vida dura en Boticas, en Alfándega, en Mogadouro, en Romeu y en Moncorvo, rústicos de modales bruscos y palabras toscas, alzaron las voces como niños y empezaron, muy bajo, en un coro suave, a entonar el himno del batallón:

Un pecho de acero palpita en cada uniforme,

no dará del 13 un paso atrás ni un solo hombre.

Un alemán los mandó callar. Eran poco más de las doce del día 10 de abril.

Capítulo 2

El cautiverio en Lille duró sólo unos días. A Afonso lo colocaron con tres mil prisioneros portugueses detrás de las puertas de hierro del cuartel del antiguo regimiento de coraceros franceses, instalaciones militares incrustadas en la gigantesca Citadelle. Se trataba de una enorme fortificación en forma de estrella pentagonal, situada al noroeste de Lille y separada de la ciudad por el río Deüle y sus respectivos canales.

Fueron días duros, con los hombres alimentados a pan, agua y sopas aguadas. Dormían en el suelo y tiritaban de frío por falta de abrigos. Estaban prohibidos los contactos con civiles franceses, una orden innecesaria, por otra parte, debido al aislamiento en que se encontraban los prisioneros. Aun así, Afonso descubrió a un francés que trabajaba en la cantina y no tardó en entablar conversación con él.

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