José Santos - La Amante Francesa
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Guedes cogió la Lewis y subió al tejado de la casa que se levantaba por encima del blockhaus. Se acercó a la chimenea y se quedó al acecho, observando la evolución de los aparatos sobre Lacouture. Un avión se acercó finalmente por delante, descendió y, casi en vuelo rasante, comenzó a ametrallar el refugio de hormigón. El cabo levantó la Lewis, apuntó y lanzó una ráfaga. El aparato viró hacia la derecha y ganó altura, esquivando el fuego del tejado. Decepcionado, Guedes regresó al blockhaus.
Afonso y Matias, el Grande, caminaban uno al lado del otro sin intercambiar palabra. Se sentían demasiado cansados para eso. Marchaban como máquinas, ajenos a lo que los rodeaba, la mente sólo fija en los acontecimientos de la mañana, recordando cada episodio, los instantes de los bombardeos y las circunstancias que envolvieron la muerte de sus amigos. Caminaban como sonámbulos, tropezando por el camino, con la mente ausente, estaban ya sumergidos en el pasado, en los recuerdos de aquella mañana brutal, revivían aún cada sentimiento, cada sensación, el terror y el miedo, los olores y los sonidos, las explosiones y los gritos.
Ya se había despejado la neblina, revelando un paisaje lunar humeante, las trincheras removidas por las bombas y las granadas hasta el punto de haberse vuelto irreconocibles. Los prisioneros seguían solos, sin escolta, cruzándose con miles y miles de soldados alemanes que marchaban por Fauquissart rumbo al frente de combate. Un oficial les quitó las máscaras antigás, por lo que ambos vigilaban el terreno de una forma inconsciente, parecían ajenos a todo y, no obstante, en algún rincón de su mente se mantenían vigilantes, preocupados por detectar a tiempo cualquier nube sospechosa. Avanzaron por la Great Northern y pasaron al lado de Flank Post. Afonso lanzó una mirada ausente sobre el refugio, pero la desolación de aquel sitio familiar le despertó la atención, el puesto se encontraba totalmente devastado. Se veían algunos muertos, cuerpos despedazados, caídos de bruces o en posiciones extrañas. Los soldados alemanes paraban aquí y allá para examinar los cadáveres. Les sacaban dinero, algunas prendas de ropa, botas, relojes y, sobre todo, comida.
Afonso y Matías llegaron a la antigua línea del frente y comprobaron que, de las trincheras portuguesas, sólo quedaba ahora un vago alineamiento. Su interés por lo que los rodeaba aumentó considerablemente a partir de ese punto, fue como si comenzasen a brotar de un sueño. Entraron en la Tierra de Nadie y tomaron la dirección de las antiguas líneas enemigas. A Afonso le resultó extraño estar paseando así, a la luz del día y tan apaciblemente, por sectores donde antes sólo se circulaba por la noche y con mucho miedo.
Un soldado alemán, corpulento por añadidura, se acercó a los dos y le gritó a Matías, apuntándole a los pies.
– Gib mir deine Stiefel!
– Quiere sus botas -tradujo Afonso.
Matías se quedó sorprendido, pero obedeció. Se sentó en el suelo y se quitó maquinalmente las botas, que entregó al soldado enemigo. El alemán se quitó las suyas y se puso las del portugués, que eran aproximadamente del mismo tamaño. Se levantó y afirmó bien los pies en el suelo.
– Mist, die sind kaputt! -vociferó disgustado.
Se quitó las botas de Matías y las tiró furiosamente contra el cabo. Enseguida, se calzó de nuevo las suyas y se marchó.
– El tipo debía de creer que nuestras botas eran iguales a las de los gringos -comentó Matías mientras se calzaba.
– ¿ Qué tienen tus botas?
– Están descosidas por delante -explicó el cabo, mostrándole la suela abierta-. ¿Lo ves? -estiró la pierna y acercó la bota a los ojos del capitán-. El boche quedó peor que una cucaracha.
Llegaron a la primera línea alemana en Nut Trench y se internaron por una hilera de trincheras hasta llegar a la curva de un camino. Haciendo un esfuerzo para recordar el trazado de las líneas enemigas en los mapas, Afonso concluyó que aquélla era la Rué Deleval, una calle con tanta importancia para los alemanes como la Rué Tilleloy para los portugueses. Si ésta era la Rué Deleval, razonó Afonso, a la izquierda estaba situada la Farm Delaporte y Orchard, y la curva en la que se encontraban correspondía a Irma's Elephant.
Un oficial se acercó a los dos y les ordenó que se dirigiesen hacia un punto a la derecha, en la Rué Deleval. Obedecieron y se encontraron con un lugar donde había un puñado de militares portugueses.
– Hola -saludó Afonso.
– Ruhe! -ordenó un guardia, mandándolo callar.
El grupo permaneció en silencio a la espera de instrucciones. La noche caía y apareció un segundo oficial que los mandó seguir a dos soldados. Se dirigieron hacia el oeste y tomaron la curva hacia el sur en un lugar que Afonso identificó como «Sousa», una casa señalada en el mapa del CEP y que, por ironía, había pertenecido a un portugués que vivió en Flandes. Bajaron por la carretera, caminando paralelamente a las antiguas primeras líneas alemanas, vieron la Rué Dante a la izquierda, pero los guardias la ignoraron y prosiguieron por la Rué Deleval. Seguían viéndose aquí muchas formaciones de soldados marchando con aplomo hacia el combate, hombres flanqueados por oficiales a caballo que lanzaban sobre los prisioneros miradas llenas de curiosidad. Diversos oficiales alemanes llegaron a ablandar la marcha de las cabalgaduras para observar mejor a los soldados enemigos. Siguiendo mecánicamente a los guardias, los portugueses cruzaron Clara Trench y Butt House, pero, cuando llegaron a Fauquissart Road, la cogieron en dirección al este, rumbo a Aubert, alejándose definitivamente de la Rué Deleval y de la zona del frente.
Las granadas comenzaron a caer sobre el blockhaus con violencia a las seis y media de la tarde. Se oía el chillido de los proyectiles en vuelo. Con el impacto de las bombas, el edificio se estremecía, sacudiéndose hasta los cimientos, mientras un fragor terrible ocupaba el interior. La estructura crujía, algunas partes se desmoronaban, caían escombros por todas partes, una nube de polvo danzaba en el aire. Pero, en lo esencial, el refugio se resistía, era sólido y macizo.
Mascarenhas decidió recorrer los dos pisos del blockhaus, preocupado por mantener la moral de los hombres. Nada mejor que una conversación para distraer la mente y hacer que los hombres olvidasen las granadas que llovían sobre el edificio.
– No se preocupen, el refugio fue construido para soportar esto y mucho más -explicó a un grupo del 13 que guarnecía una de las aspilleras.
– Mi mayor, nosotros no tenemos miedo -dijo un soldado con una sonrisa forzada-. Pero, aunque estuviésemos cagados de miedo, no tendríamos por dónde escapar, ¿no?
– Quienes escaparán serán los boches, ustedes ya van a ver. Los gringos van a enviarnos refuerzos, correremos a todos esos cabrones y hasta acabaremos siendo tratados como unos héroes.
Una granada alcanzó el blockhaus, e hizo estremecer el edificio. Todos se callaron. Cayó un poco de polvo, pero no tuvo mayores consecuencias.
– A mí lo que más me agobia es el hambre -exclamó un soldado.
Mascarenhas sonrió.
– Si pudieses encargar un plato, ¿cuál elegirías?
– ¡Mi mayor, qué pregunta para hacer en este momento!
– ¿ Qué importa, muchacho? No tenemos comida, pero nada nos impide soñar con ella, ¿no?
– Ah, mi mayor, yo me chuparía los dedos con una buena feijoada a la tramontana, carajo, una de las que sabe hacer mi madre…
– ¿De dónde eres tú?
– Soy de Bisalhaes, mi mayor, justo allí al lado de Vila Real.
– Ya lo sé, ya lo sé -repuso Mascarenhas-. La tierra de los barros negros.
El mayor sabía que no había nada que le gustase más a un soldado que hablar de comida y soñar con su tierra. Esos eran dos temas que sin duda despertaban el interés de cualquier hombre, además de las mujeres, claro. Dadas las circunstancias, hablar sobre esos asuntos era el mejor modo de mantenerlos distraídos y animados. Se volvió, por ello, hacia otro soldado.
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