Hacia las dos de la tarde, los hombres del 8 fueron alcanzados simultáneamente por el frente y en la retaguardia. Afonso se dio cuenta de que ya sólo le quedaba una carta en la manga, una carta frágil, incierta, débil. Pero era la única.
– Los heridos que pueden caminar van a proseguir la retirada -gritó, tendido en el suelo mientras las balas zumbaban sobre las cabezas de los portugueses-. Serán escoltados por el cabo Esperanza y un hombre más. Los restantes se quedan conmigo para atraer al enemigo y cubrir la retirada. Cuando los heridos estén lejos, también nos retiraremos nosotros. ¿Entendido?
– ¿Y los heridos que no pueden andar, mi capitán? -preguntó Rosa, señalando a los tres hombres acostados en las camillas.
– Van a tener que rendirse, no veo otra posibilidad.
Los hombres asintieron, sabían que no quedaban alternativas. El cabo Esperanza se arrastró hasta los heridos que podían andar y desde allí, a la distancia, llamó a Afonso.
– ¿ Cuál es el hombre que llevo conmigo, mi capitán?
– Yo qué sé -respondió Afonso, encogiéndose de hombros con indiferencia-. Elíjalo usted, me da igual.
El cabo eligió a un soldado de su confianza y ambos fueron trasladando a los heridos hasta llegar a una zona de trinchera con los parapetos altos. Se pusieron todos de pie y partieron: los que tenían una pierna inutilizada apoyados en fusiles, usados como si fuesen bastones. Acostado en el barro, Afonso contó los soldados de los que disponía. Tenía allí al cabo Matias, al sargento Rosa, al soldado Baltazar y a otro más a quien sólo conocía de vista. Sumaban cinco hombres.
– ¿Cuántas balas tenemos? -preguntó Afonso.
Los soldados contaron los cartuchos. Había, en total, veintidós balas.
– Aún alcanzan para liquidar a veintidós boches -bromeó Baltazar-. Qué categoría, ¿no?
Nadie se rio.
– Cuando vengan, sólo disparen a lo seguro, en el momento en que estén realmente cerca. ¿Han entendido? -Afonso cerró ruidosamente la culata de su fusil-. Un tiro: un tipo.
Los alemanes disparaban furiosamente sobre la posición portuguesa, protegida por sacos de tierra, y la ausencia de fuego de respuesta aumentó su coraje. Comenzaron a acercarse, despacio, muy despacio. Cuando se encontraban a cincuenta metros, Afonso mandó disparar y varios alemanes cayeron a tierra. Los restantes se refugiaron y volvieron a atacar a los portugueses con tiros de Mauser. En cierto momento, se sumó una Maxim al tiroteo. Después de la segunda ráfaga, esta vez certera, el sargento Rosa fue alcanzado en la cabeza y cayó muerto, el otro hombre recibió varios tiros en la espalda y ya no dio señales de vida. Uno de los heridos, que se encontraba acostado en la camilla, también fue alcanzado y agonizaba, moribundo. Afonso, Matias y Baltazar se miraron. Se dieron cuenta de que habían llegado al fin de la línea. Antes de que sonase el disparo de la tercera ráfaga, Afonso estiró el cuello y gritó:
– Kamerad!
El primero en levantarse, con las manos hacia arriba, fue Baltazar. El Viejo se puso de pie y lo abatieron inmediatamente varios tiros de fusil. Matias lo vio caer a su lado sin soltar un gemido, se le reviraron los ojos y quedaron en blanco, tenía un orificio en la frente y otros tal vez en el tronco, la nuca abierta por la salida de la bala, se veía la materia blanca y esponjosa de la masa encefálica que se escurría fuera del cráneo. El cabo lo observó, estupefacto, se negaba a creer que aquél fuese su amigo Baltazar, que había caído muerto, abatido como un perro cuando se rendía. A Matias le parecía estar viviendo un sueño, experimentó una sensación de profunda irrealidad, de una extrañeza aturdida, tuvo la impresión de que nada de aquello estaba ocurriendo, lo veía y no podía creerlo. Primero había sido el Canijo, después el Manitas, ahora el Viejo; su mermado pelotón ya no existía, había sido diezmado en pocas horas, los amigos transformados en pedazos de carne inerte. Meneó la cabeza, cerró los ojos y los abrió nuevamente, con la ilusión de que despertaría así del sueño, pero Baltazar seguía tumbado, con la mirada opaca. Estaba realmente muerto. Lo miró atolondrado, aturdido, perdido en una incredulidad absorta.
La voz del capitán, ronca y gutural, lo despertó del letargo.
– Kamerad! -gritó Afonso a pleno pulmón-. Kamerad! -El tiroteo se había acabado por fin. Aprovechando la pausa, el capitán volvió a gritar-: Ich bin Kamerad!
Se oyó un leve rumor a la distancia y una voz le respondió a Afonso.
– Ergebt euch! -gritó-. Legt die Waffen nieder! Los! Los!
Después, una segunda voz adoptó el francés de las trincheras.
– Armes pas bonnes. Portugais prisoniers, bonnes. Portugais guerre, pas bonnes! Jetez les armes!
Afonso miró a Matias. El cabo se encontraba en estado de choque, aunque ya estaba saliendo del breve trance en que se había sumido. La sensación de irrealidad seguía siendo intensa, aún pensaba que todo aquello no podía ser más que un mal sueño, pero, guiado por la cautela, algo dentro de sí decidió que debería comportarse con prudencia; a fin de cuentas, lo que estaba ocurriendo a su alrededor comenzaba a parecer muy real.
– Quieren que tiremos las armas -le explicó Afonso.
Los dos cogieron las respectivas Lee-Enfield y las arrojaron hacia delante, de manera lo bastante alta para que fuesen vistas a la distancia. Después, despacio, con miedo, se irguieron con las manos levantadas, primero se quedaron agachados, esperando en todo momento lo peor, y después, más confiados, enderezaron el tronco, con los brazos siempre elevados hacia el cielo.
Mascarenhas espió por la aspillera y miró en la dirección que le indicaba el alférez Viegas. Al fondo circulaban camionetas que transportaban soldados y se veían hombres con banderolas regulando el tránsito, eran los alemanes que enviaban refuerzos aprovechando las brechas abiertas por la ofensiva de esa mañana. El cielo estaba cubierto de aviones enemigos, lo que consternaba a los sitiados.
– ¡Es impresionante! -exclamó Mascarenhas-. No se ve un solo aeroplano nuestro.
Viegas asintió.
– Estamos totalmente aislados, mi mayor. Somos una isla en un mar de boches.
Ya eran más de las cuatro de la tarde y el mayor decidió inspeccionar el blockhaus. El refugio de cemento donde se encontraba encerrado estaba camuflado por una casa. Lo formaban dos pisos, ambos con aspilleras en donde los ciclistas británicos encajaban unas ametralladoras pesadas y disparaban sobre las posiciones enemigas. Mascarenhas hizo balance de los soldados y contó setenta ingleses y casi ciento setenta portugueses, la mayoría del 13 y algunos del 15. Muchos de los portugueses estaban heridos y tenían vendadas distintas partes del cuerpo. Dentro del blockhaus había también una zona de seguridad adicional, un refugio de hormigón con cámara de explosión, donde se había atrincherado el comandante británico con la mayor parte de las municiones. Mascarenhas fue allí a solicitar un reabastecimiento de municiones, y el mayor inglés le cedió cinco mil cartuchos. El mayor del 13 distribuyó las balas entre los hombres y, ya sin nada que hacer, volvió a las aspilleras.
La sombra de la noche surgió en el horizonte como un bulto umbroso, sobre todo del lado de donde venía el enemigo, pero los aviones se mantenían en el aire con sus vuelos rasantes.
– Parecen moscas -le comentó Mascarenhas al cabo Guedes.
– Me gustaría derribar uno con mi «Luisa» -comentó el cabo.
– Desde aquí no es posible -le explicó el mayor-. Necesitarías estar en un lugar más alto.
El cabo frunció el ceño.
– Mi mayor, acaba de darme una idea -dijo con una sonrisa maliciosa-. Me voy ahí arriba, al tejado. Puede ser que tenga suerte.
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