José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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Eran poco más de las nueve de la mañana y Afonso sabía que la situación era muy crítica. El sargento Rosa le había traído la noticia de que los alemanes estaban flanqueando al batallón, entrando por el sector inglés de Fleurbaix, lo que implicaba que el puesto corría el riesgo de ser cercado.

– No entiendo por qué motivo los gringos no dijeron nada -se desahogó hablando con Pinto-. ¿O sea que retroceden y no avisan?

El teniente Pinto lo encaró con expresión alucinada.

– Deberíamos hacer como ellos, Afonso -dijo-. Si ellos se han ido, también tenemos que irnos nosotros, es peligroso estar aquí.

Afonso se quedó atónito ante este comentario hecho delante de los soldados.

– ¡Oiga, teniente, compórtese! -bramó el capitán, que asumió con firmeza su papel de superior jerárquico-. ¡No quiero oír aquí ese tipo de comentarios! Tenemos un deber que cumplir y vamos a cumplirlo. Haga el favor de asegurar que los hombres bajo este comando mantengan su espíritu de combate.

El teniente no dijo nada más y fue a sentarse junto al telefonista, cabizbajo. Afonso lo miró con preocupación. Se negaba a salir del refugio, alegando los más variados y absurdos pretextos, sudaba mucho y se mantenía ajeno a las funciones de comando a las que, por ser oficial, estaba obligado. El capitán consideró que, dadas las circunstancias, eso era normal, él mismo se encontraba terriblemente amedrentado, pero el Zanahoria no debería dejar traslucir de un modo tan visible su miedo, sobre todo frente a los hombres. Más que afectar al prestigio de los oficiales, esa actitud era, en aquellas circunstancias, tremendamente peligrosa.

Una intensa fusilería estalló en ese momento en el puesto. Las ametralladoras y los fusiles comenzaron a disparar, y se oían zumbidos por todos lados. Afonso salió del refugio de comando y fue corriendo hasta uno de los tres depósitos de Vickers existentes en el puesto. El encargado de la ametralladora disparaba furiosamente hacia delante, mientras el ayudante preparaba una segunda cinta de balas para encajar en el arma. El capitán se le acercó al oído, intentando hacerse entender en medio del estruendo.

– ¿Qué pasa?

– Boches, mi capitán -gritó el ayudante como respuesta. Señaló hacia delante; Afonso vio cascos que se movían en las líneas, eran varios centenares-. Están allí.

El capitán miró a su alrededor y vio a los soldados que defendían el puesto de Picantin abriendo fuego hacia el este y hacia el norte. Volvió al refugio de comando para coger, también él, un fusil, y coordinar la defensa. Asomó a la puerta y lanzó las órdenes.

– André, ve con un soldado hasta Red House a pedir auxilio. Diles que nos están rodeando y necesitamos refuerzos y municiones.

– Inmediatamente, mi capitán -exclamó el telefonista, que se levantó de la silla y se procuró un arma.

Afonso miró a su alrededor.

– ¿Dónde está el teniente Pinto?

André lo encaró turbado.

– El teniente… ha salido, mi capitán.

– ¿Que ha salido? ¿Adónde?

El telefonista se encogió de hombros y bajó los ojos. El capitán se dio cuenta de que no estaba diciendo toda la verdad.

– André, ve a llamarlo, anda. -Afonso fue hasta el armario del refugio y cogió la última Lee-Enfield que había ahí. Dio media vuelta para salir y vio a André inmóvil en el mismo sitio-. ¿Y? ¿Qué estás haciendo ahí?

– Mi capitán -titubeó el telefonista, que se calló enseguida.

– ¿Qué hay, hombre? -se impacientó Afonso, imperioso-. ¡Desembucha, anda!

– Mi capitán, el teniente Pinto no está aquí -dijo André con gran esfuerzo.

– Eso ya lo sé. Ve a buscarlo.

El telefonista vaciló.

– Mi capitán, el teniente Pinto se ha ido.

El mayor Gustavo Mascarenhas miró las cajas de municiones que había logrado reunir. Eran ahora las diez de la mañana y el segundo comandante de la Infantería 13 había juntado solamente tres mil cartuchos, mendigados al comandante de un batallón de ciclistas ingleses que se encontraba en el blockhaus de Lacouture, al lado de la iglesia. No eran muchas balas, pensó, pero tendrían que arreglárselas con lo que había. El problema era ahora hacer llegar estas municiones a las compañías que habían salido en busca del enemigo.

– ¿Me permite, mi mayor?

Mascarenhas se volvió y vio al alférez Viegas.

– ¿Qué ocurre, Viegas?

– Han aparecido soldados del 15, mi mayor.

El mayor siguió al alférez y encontró a los integrantes de la Infantería 15, de Tomar, junto a la iglesia. Ese batallón se mantenía en reserva detrás de Vieille Chapelle y su aparición era la primera buena noticia del día. Mascarenhas fue a reunirse con el comandante del 15, el mayor Peres, que se encontraba en el sótano de una casa de los alrededores, y le expuso el problema de la falta de municiones.

– No tengo cartuchos para darle -respondió Peres.

Mascarenhas suspiró, desalentado.

– Entonces no sé cómo podremos resistir -repuso-. Sin balas no tenemos cómo oponernos al avance del enemigo.

El mayor Peres se quedó pensativo, desplegó un mapa sobre la mesa e indicó un punto.

– Mayor Mascarenhas, lo mejor que podemos hacer es montar un servicio de reabastecimiento de municiones a través de los puestos hasta aquí, en Vieille Chapelle. Vosotros vais a los puestos a buscar las municiones y las distribuís entre las tropas. ¿De acuerdo?

– Es mejor que nada -se consoló Mascarenhas-. Pero necesitaría también refuerzos.

El mayor Peres tamborileó sobre la mesa donde se extendía el mapa, sopesando las opciones. Acabó decidiéndose.

– Os doy una compañía -dijo-. La del capitán Brito.

El alférez Viegas entró en ese momento en el sótano, acompañado por un soldado jadeante.

– ¿Me permite, mi mayor? -dijo dirigiéndose a Mascarenhas.

– Dime.

– Está aquí el soldado Camacho, de la segunda compañía, que acaba de llegar con informaciones.

– ¿Qué pasa?

El soldado hizo el saludo militar; su pecho jadeaba pesadamente por haber llegado a la carrera.

– Mi mayor, los desertores dicen que los boches avanzan por los intervalos entre los puestos, rodeándolos y apresando a todo el mundo. -Hizo una pausa para respirar-. El teniente Alcídio pregunta qué hacer. -Alcídio era el comandante de la segunda compañía-. El también pide municiones.

– Muy bien, Camacho -dijo Mascarenhas-. Vas a volver a las líneas; llevarás algunas municiones contigo. Dile al teniente Alcídio que vamos a enviarle soldados del 15 para que lo apoyen. ¿Ya han tenido contacto con el enemigo?

– Aún no, mi mayor.

– Cuando lo tengan, las órdenes son resistir, siempre resistir. ¿Has entendido?

– Sí, mi mayor.

– Ve, pues.

Vicente, el Manitas, sentía cansados los músculos del brazo derecho de tanto repetir el movimiento. Apuntaba a un alemán, disparaba, abría la culata, tiraba de ella, dejaba que la bala entrase en el cañón, cerraba la culata, apuntaba, disparaba, abría la culata, tiraba de ella, dejaba que la bala siguiente entrase en el cañón, cerraba la culata, apuntaba, disparaba, y así sucesivamente, hasta agotar, en el lapso de dos minutos, las diez balas del depósito de la Lee-Enfield. En ese momento sustituía el depósito y recomenzaba el proceso de abrir la culata, tirar de ella, dejar que la bala entrase en el cañón, cerrar la culata, apuntar y disparar. En realidad, el proceso de vaciar un depósito duraba dos minutos porque el capitán Brandão había dado órdenes para ahorrar balas y sólo disparar en caso necesario. De lo contrario, los soldados eran capaces de gastar las diez balas en sólo cincuenta segundos, dado que el proceso de cargar el fusil duraba apenas cinco segundos.

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