José Santos - La Amante Francesa
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– ¡Maciel! -volvió a llamar.
– ¿Sí, mi mayor?
– Envía ordenanzas con barriles de municiones para las compañías del frente.
El alférez Maciel fue a ejecutar la orden y Mascarenhas volvió a los prismáticos.
El puesto de Picantin ya sólo tenía un puñado de hombres resistiendo. Afonso los contó: eran unos veinte; además las tres Vickers estaban fuera de servicio: una destruida por la granada que había matado a Vicente, el Manitas, y a Sergio, otra que se había bloqueado, la tercera tenía el cañón derretido. En cuanto a ametralladoras, sólo funcionaban dos Lewis, una de ellas manejada por Matias, el Grande.
– Mi capitán -gritó el cabo-. Ya sólo me queda un disco.
La Lewis era alimentada por un disco con noventa y siete balas. La guarnición de Picantin ya había saqueado un polvorín y se había llevado todos los discos para las Lewis, cintas para las Vickers y depósitos para las Lee-Enfield, pero las municiones estaban a punto de agotarse y la defensa del puesto se hacía insostenible. Afonso sabía que era imposible resistir con bayonetas. Sin balas no valía la pena permanecer en Picantin.
– ¡Vamos a evacuar el puesto! -gritó-. Que todo el mundo ayude a los heridos a salir. Llévenlos a cuestas si es preciso -señaló a Matias-. Cabo, usted quédese ahí para darnos cobertura con la «Luisa»; sólo salga cuando el último hombre abandone el puesto. -Señaló a su ordenanza-. Joaquim, ayúdalo.
Joaquim se acomodó en el sitio de la Vickers bloqueada, con la Lee-Enfield acechando por la aspillera. Matias, el Grande, se colocó en un punto desde donde podía observar a la vez la izquierda y la derecha. Cuando el resto de la guarnición dejó de disparar y comenzó a retirarse, Joaquim comenzó a apuntar a los bultos que se movían enfrente, mientras que Matias abría fuego en diversas direcciones con ráfagas muy cortas. El objetivo de los dos portugueses ya no era ahora abatir a soldados enemigos, sino simplemente crear la impresión de que aquella posición aún tenía muchos hombres encargados de su defensa.
Afonso registró la hora en que el puesto quedó abandonado. Eran las once de la mañana. La guarnición de Picantin Post avanzó por las trincheras casi sin municiones y cargando a dos decenas de heridos. La mayoría siguió por su propio pie, algunos apoyándose en sus compañeros cuando las heridas eran en una pierna o les impedían andar normalmente. Tres iban en camillas improvisadas, no estaban en condiciones de caminar. Con la columna en marcha, Afonso lanzó una postrera mirada al puesto y se preguntó cuánto tiempo conseguirían resistir solos Matías y Joaquim.
Danzando en una dirección y en otra, el cabo seguía manteniendo al enemigo ocupado, mientras que Joaquim permanecía quieto en el rincón de la Vickers. Pero la ilusión de que el puesto aún permanecía guarnecido duró sólo cinco minutos, acabados los cuales se agotó el último disco de la ametralladora de Matías. La Lewis se había calentado al rojo vivo, el cañón estaba a punto de fundirse, y el cabo dejó caer al suelo el arma que tanto le había servido en los últimos meses, agarró una Lee-Enfield abandonada por un compañero. Le extrañó no volver a oír los disparos del fusil de Joaquim, fue al recinto de la Vickers y vio a su camarada tumbado en el suelo, acribillado por el tiro certero de un Mauser enemigo. Le tomó el pulso y comprobó que Joaquim estaba muerto. Le acarició el pelo, con una fugaz caricia de despedida y, sin perder más tiempo, echó a correr en pos de la columna que huía hacia Red House.
Los aviones alemanes irrumpieron en vuelo bajo sobre Senechal Farm. Los Gotha, los Halberstadt, los Roland y todos los demás descendieron sobre las posiciones portuguesas, que regaron con ametralladoras y bombas; enviaron señales luminosas para regular el fuego de la artillería. Mascarenhas comenzó a convencerse de que no lograría mantener Senechal Farm por mucho tiempo más. Ninguno de los ordenanzas enviados para reabastecer de municiones a las compañías del frente había regresado. Además, el hecho de que aparecieran cada vez más soldados alemanes por el frente hacía suponer lo peor. Llegó la confirmación de que Senechal Farm era ahora, literalmente, la línea del frente, cuando apareció en el lugar un puñado de sobrevivientes de la primera compañía y algunos hombres de las restantes.
– Mi mayor -dijo un cabo recién llegado, con la mirada alucinada-, nos barrieron cuando los atacamos con una carga de bayoneta. Hay aún algunos del 13 resistiendo en las trincheras, pero están rodeados y no van a durar mucho.
Mascarenhas miró a su alrededor.
– ¡Maciel! -llamó-. Distribuye cartuchos entre estos hombres.
El fuego enemigo se volvió más nutrido hacia las doce y media, los alemanes disponían visiblemente de más soldados en el sector. Los aviones parecían moscardones espolvoreando el cielo. Mascarenhas los observó uno a uno y sólo identificó enormes cruces negras dibujadas en las alas y en la carlinga.
– Pero ¿dónde están los gringos? -se preguntó en voz alta, abriendo los brazos en señal de frustración-. ¡ Sólo se ven aeroplanos boches!
La Infantería 13 y una compañía de la Infantería 15 resistían allí con sólo dos Lewis y las Lee-Enfield de cada soldado. Los portugueses atacaban a los alemanes de flanco, intentando contener su avance. A la una de la tarde, la resistencia de los defensores estaba circunscrita, a la izquierda, al blockhaus, donde se refugiaba el batallón de ciclistas ingleses, y al cementerio, donde había otros ingleses. En el medio permanecían los portugueses, ocupando Senechal Farm; a la derecha, junto a King George's Street, otra fuerza portuguesa. En cierto momento, el alférez Se- vivas, que empuñaba una de las Lewis en Senechal, desapareció, y la resistencia quedó circunscrita a una única ametralladora ligera. El alférez Maciel, visiblemente consternado, se acercó a su segundo comandante.
– Mi mayor, vamos a ser rodeados -dijo.
– Lo sé, ya me he dado cuenta. -Mascarenhas miró el compacto refugio de cemento que se encontraba junto a la iglesia de Lacouture-. Tenemos que retirarnos hasta el blockhaus. -Observó la disposición de sus fuerzas-. ¿Quién es aquél? -preguntó, señalando al soldado que tenía la única Lewis operativa en sus manos.
– Es el sargento Carvalho, mi mayor.
– Que nos cubra.
La orden de evacuación se dio de inmediato. Decenas y decenas de soldados portugueses convergieron en el sector de la iglesia, corriendo agachados entre la arboleda, saltando sobre los cráteres, rodeando el alambre de espinos, cruzando la ribera Loisne, y entraron en el blockhaus. El sargento Carvalho quedó atrás, solo, con la Lewis manteniendo a las formaciones alemanas en jaque en aquel terreno accidentado y cubierto de vegetación. Cuando comprobó que todos los compañeros se habían retirado de Senechal Farm, Carvalho se deslizó entre los arbustos, corrió, corrió, corrió y entró por fin, también él, en el macizo refugio de hormigón.
Hacía casi dos horas que la columna encabezada por Afonso erraba por la laberíntica red de trincheras, intentando desesperadamente evitar el contacto con el enemigo. Las municiones se encontraban prácticamente agotadas y el volumen de heridos hacía de aquellos hombres una ineficaz fuerza de combate. La columna estaba ahora reducida a la mitad desde que abandonara el Picantin Post. Los alemanes flagelaban implacablemente a la unidad, que fue perdiendo hombres a medida que los sobrevivientes de la Infantería 8 se enfrentaban con las fuerzas enemigas. La idea inicial de Afonso era retirarse hacia Red House, donde se encontraba el comando de la Infantería 29, pero, por el momento, ese plan se había desbaratado por completo. Todos los caminos estaban bloqueados, las posiciones y puestos portugueses habían caído en manos del enemigo y la columna que había evacuado Picantin ya sólo pretendía retroceder, fuera a donde fuese con tal de retroceder.
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