José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– Mi mayor, han aparecido más desertores en la carretera, vienen huyendo de las primeras líneas. ¿Qué hacemos?

Mascarenhas vaciló. Miró al contramaestre de los cornetas del 17, comprobó que la historia que había contado era verdadera, sólo podía ser verdadera, dado su estado de nervios y la aparición de más fugitivos, y se volvió hacia el centinela.

– Juntadme a todos esos desertores y recoged la información que traigan -ordenó-. Después preparadlos para resistir. Es el momento de que estos tipos dejen de huir y vayan a combatir. -Señaló al soldado Fonseca-. Y llevaos a este soldado también.

El mayor hizo una seña a los oficiales de su Estado Mayor para que se acercasen y fue a buscar un mapa, que extendió sobre una de las mesas de la sala. Cogió un lápiz y señaló la situación en el terreno antes del ataque.

– Por tanto, en la línea de Ferme du Bois estaba el 17 en Lansdowne Post y el 10 en Path Post, con el 4 detrás, en Chavattes Post -dijo, escribiendo los números de los respectivos batallones en el punto que ellos supuestamente guarnecían-. Ahora bien, de creer a ese idiota, todo indica que está diciendo realmente la verdad, el 17 y el 4 han dejado de combatir. No tenemos noticias del 10, pero, si el 4, que está atrás, fue aniquilado, el 10 también debe de encontrarse fuera de combate. -Marcó con una cruz Lansdowne, Path y Chavatte, asumiendo que no podía contar con esas fuerzas. Alzó la cabeza y miró a sus oficiales-. Eso significa que nosotros somos ahora la línea del frente y que los boches vienen de un momento a otro. -Se hizo silencio-. ¿Alguna sugerencia?

El capitán Ambrosio carraspeó.

– Mi mayor, ¿no deberíamos aplicar el plan de defensa?

– Sí -asintió Mascarenhas-. El problema es que no tenemos plan de defensa. Se lo pedimos ayer al mayor Passos e Souza; él dijo que se ocuparía del asunto, pero no se ha vuelto a comunicar con nosotros. Por tanto, no hay plan y nosotros tendremos que inventarnos uno. -Miró de nuevo el mapa y suspiró-. Sólo veo un camino. Tenemos que avanzar en el terreno y establecer contacto con el enemigo. -Volvió a mirar a sus oficiales-. ¿Voluntarios?

– Yo, mi mayor -exclamó de inmediato el teniente Alcídio de Almeida, comandante de la segunda compañía.

– Muy bien, Alcídio -dijo Mascarenhas en tono de aprobación, y volvió con el lápiz al mapa-. La segunda compañía va a ocupar aquí la trinchera 5 y enviar patrullas para explorar el terreno de enfrente. La misión de esas patrullas es localizar al enemigo, reunirse con cualquiera de nuestros hombres que lleguen a encontrar y resistir hasta el límite. -El mayor alzó la cabeza y miró al alférez Martins, ayudante del batallón-. Además, lo mismo deben hacer la primera y la tercera compañía. Por ello, señor alférez, transmita estas órdenes al teniente Gonçalves y al capitán Magno. -Se enderezó, dando muestras de que la reunión había concluido-. Señores, vamos a resistir hasta que lleguen los refuerzos. Está previsto que los ingleses nos sustituyan esta tarde. Una hora o sólo diez minutos pueden marcar la diferencia. Tenemos que esperarlos y después, de forma compacta, mandar a los boches al Infierno. Por ello, amigos, cuento con vosotros para aguantar lo más posible, aguantar hasta que lleguen los ingleses. Buena suerte a todos.

Los oficiales se dispersaron. Mascarenhas acompañó al teniente Alcídio hasta donde se reunían los hombres de la segunda compañía y comprobó que las municiones estaban en situación crítica. Faltaban cartuchos, cada soldado estaba provisto de su dotación individual. Además, no había granadas de mano ni de fusil. El mayor se acordó entonces de que los hombres de la Infantería 24, que antes ocupaban Senechal Farm, habían dejado varias cajas de cartuchos abandonadas, distribuidas por el acantonamiento de Lacouture, y fue con los soldados a buscar esas municiones, que se recogieron y guardaron por el momento en el despacho. Se distribuyeron cartuchos entre todos. Cuando finalmente partió la segunda compañía, Mascarenhas salió en busca de más municiones.

Fue al hacerse la toilette de la mañana cuando Agnès se dio cuenta por primera vez de que algo anormal estaba ocurriendo. Al acercarse a la ventana del anexo reparó en que el rumor de la artillería había recrudecido con mayor intensidad que de costumbre. Se detuvo en medio de un movimiento y se quedó estática, atenta a los sonidos distantes. En vez de los habituales estampidos que caracterizaban los lejanos disparos de cañón, notó ahora un rumor permanente, un murmullo ininterrumpido y aterrador. Abrió la puerta, asomó la cabeza fuera y confirmó esa impresión. Se quedó con miedo y pensó inmediatamente en un raid. Para calmarse se repitió varias veces que Afonso desempeñaba funciones administrativas y que no ocupaba las primeras líneas. Además, nada aseguraba que, de ser un raid, se tratase de un raid enemigo. Muy bien podía ser una operación de los portugueses. Se calmó. El pánico dio lugar a un incontenible nerviosismo.

Salió a la calle quince minutos después, en un estado de gran inquietud, ansiosa y perturbada. Cogió la bicicleta y se dirigió deprisa al hospital para asegurarse del turno que le habían asignado. Pedaleó con los ojos vueltos hacia el este, hacia la fuente del fragor de la batalla, y entendió por la reacción de los transeúntes que también éstos consideraban que el ruido de la artillería era más intenso que de costumbre. Igualmente el tráfico de vehículos militares parecía anormalmente elevado, lo que contribuía al estado de nerviosismo general que se había adueñado de todos.

En cuanto entró en el hospital, Agnès notó que el ambiente era caótico, el movimiento intenso, el patio se encontraba repleto de heridos y se cernía en el aire una inquietud indefinible. Con un mal presentimiento que le pesaba en el alma, la francesa pasó por el despacho.

– ¡Oh, mademoiselle ! -llamó la enfermera jefe portuguesa cuando la vio en la puerta de su despacho-. ¡Hoy la necesitamos en la sala de traumatología, hay que ver el trajín que hay allí!

– ¿En traumatología? ¿Por qué?

La enfermera jefe se detuvo, sorprendida.

– ¿Por qué? ¡Vaya pregunta! ¿No ha visto que hoy tenemos muchos heridos?

Agnès se sintió paralizada. Quería formular la pregunta que tenía en la mente, la pregunta crucial, la pregunta que la consumía desde que por primera vez oyera el fragor anormalmente intenso de la artillería. Experimentaba, sin embargo, un pavor que la inmovilizaba, temía la respuesta, le daba miedo la verdad. Vaciló un buen rato, angustiada e indecisa, pero acabó pronunciando las palabras que la sofocaban.

– ¿Qué ocurre?

La enfermera jefe llenaba el registro de las admisiones de último momento y no levantó la cabeza.

– Así pues, ¿no lo sabe? Los boches han lanzado una gran ofensiva.

El corazón de Agnès se aceleró.

– ¿Dónde?

– En todo el sector portugués. Ferme du Bois, Neuve Chapelle, Fauquissart. Es una catástrofe, hay muchos muertos y no paran de llegar heridos a centenares.

Agnès miró aterrorizada el registro que estaba haciendo la enfermera jefe, lo arrancó con brusquedad de las manos de su superiora jerárquica, que se quedó boquiabierta, y buscó con angustia y en gran estado de ansiedad el nombre del capitán Afonso Brandão. Recorrió la lista tres veces. Después de comprobar que no constaba en el registro, dejó caer el documento al suelo y se fue corriendo hasta el patio. Con los ojos bañados en lágrimas y la mano derecha pegada a la boca, se quedó inmóvil mirando el horizonte.

– Alphonse -murmuró conmovida.

Quiso gritar, pero le faltaban las fuerzas, sólo asomó un sollozo a su garganta. Allí se quedó paralizada, con la mirada perdida, invadida por presentimientos tumultuosos, la desesperación adueñada de su alma, la esperanza sumida en un rincón, rota y olvidada. Se sentía perdida, amedrentada, abandonada por el destino, rodeada por el siniestro fragor de la batalla, aplastada por las tenebrosas columnas de humo negro que se extendían hacia el cielo en un pavoroso augurio de muerte: eran en definitiva el oráculo, la profecía de una terrible tragedia.

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