José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– Muy bien -replicó Afonso-. Dile al comandante que he tomado nota y voy a transmitir esa información. -Se volvió hacia el teniente Pinto-. Zanahoria, hazme el favor, llama a Augusto. Quiero que se reúna con el mayor Montalvão para transmitirle esta información y solicitarle instrucciones.

– Mi capitán -interrumpió André, sosteniendo el teléfono-. El cabo Veloso de la primera línea al habla.

Afonso miró todos los rostros vueltos hacia él, ansiosos, multiplicándose en demandas, y pensó que iba a tener un día muy difícil.

Sacudida la Senechal Farm por sucesivas detonaciones, sus ocupantes comenzaron a sentirse seriamente preocupados. Hacía casi tres horas que el alférez Viegas había salido a reparar las líneas telefónicas, pero lo cierto es que los teléfonos seguían mudos.

– Son las siete de la mañana, ya llevan tres horas de bombardeo -se impacientó Mascarenhas-. Esto parece algo más que una venganza.

– Es un raid, mi mayor, sólo puede ser un raid más -aventuró el capitán Ambrosio-. ¡Y qué raid! La puerta de entrada se abrió con brusquedad y entró un soldado despavorido; otros venían detrás.

– ¿Me permite, mi mayor?

– ¿Qué ocurre?

– Tenemos heridos, mi mayor.

– Entren, entren -dijo.

Por la puerta pasaron cuatro hombres que llevaban a hombros a otros tres con sus ropas desgarradas, manchas de sangre en los brazos, en las piernas, en la cabeza. El capitán Ambrosio los llevó a los cuartos y ayudó a colocarles las vendas. El sargento Cacheira, uno de los amanuenses que se encontraban en la sala, se había acercado a una ventana a observar las explosiones cuando lanzó la alarma.

– Acaban de caer unos cilindros vacíos -anunció-. ¡Tienen humo dentro! -Estiró la cabeza para ver mejor-. ¡Atención! ¡Es gas! ¡Es gas!

Todos se pusieron las máscaras, incluso los heridos. Los militares sintieron la respiración pesada, el aire enrarecido, las gafas se empañaron, pero resistieron el impulso de arrancarse las máscaras y se mantuvieron así.

El sol se alzó por detrás de las líneas alemanas, pero nadie llegaba a verlo. La claridad del día brotaba pálidamente de la niebla cerrada que se había abatido sobre las trincheras, una neblina tan densa y opaca que sólo permitía una visibilidad de treinta metros, a lo sumo cincuenta. Afonso se cansó de usar los prismáticos para intentar observar lo que ocurría, sus ojos tropezaban con una barrera nublada que las lentes no lograban penetrar. El bombardeo había disminuido sensiblemente de intensidad sobre las primeras líneas, con la artillería alemana concentrada ahora en la retaguardia del sector portugués. Esta evolución, por un lado encarada con alivio, era en realidad muy preocupante, porque significaba que el enemigo, con alta probabilidad, hacía avanzar a su infantería. El problema es que la densa niebla impedía observar lo que ocurría en la Tierra de Nadie, dando así una enorme ventaja a las fuerzas atacantes.

– André, ¿no puedes conectarme con la primera línea? -preguntó Afonso.

El sargento meneó la cabeza.

– Creo que han cortado los hilos telefónicos, mi capitán. Nadie responde.

Afonso suspiró. Necesitaba hablar con urgencia con la línea del frente para saber si habían avistado a soldados enemigos, pero sin comunicaciones era difícil determinar la situación de la compañía. Los teléfonos no funcionaban y la neblina no permitía ver los «Very Lights» lanzados por los diferentes pelotones y compañías pidiendo socorro o informando del abandono de las líneas. Al darse cuenta de que no podía operar sin disponer de alguna información, el capitán fue hasta la puerta del refugio y llamó a su ordenanza.

– ¡Joaquim! ¡Joaquim!

El soldado salió de su búnker y se acercó a paso rápido.

– ¿Sí, mi capitán?

– Quiero que vayas a la primera línea a ver qué está ocurriendo. Si ves algún boche, no quiero tiroteos. Vuelves corriendo y me informas, ¿entendido?

– Sí, mi capitán.

– Ve, pues, anda.

Afonso regresó pensativo al refugio. Si el bombardeo se había atenuado, volvió a razonar, se debía sin duda a que la infantería alemana avanzaba. La neblina sólo servía para ocultar el avance de las tropas.

– Zanahoria -dijo, dirigiéndose al teniente Pinto-. Ve a decirles a los hombres de las ametralladoras que quiero que rieguen la Tierra de Nadie con ráfagas sucesivas. Que disparen hacia allá, aunque no distingan ningún objetivo.

Matías se agitaba en la trinchera, preocupado porque no lograba ver la Tierra de Nadie. Se oían disparos de ametralladora y fusiles, pero nada se podía observar, eran sólo sonidos que venían de alguna parte. El problema no era únicamente aquella neblina densa que empañaba su visión, también lo era la posición en la que el pelotón se encontraba. La Burlington Arcade podía incluso ser más segura que la primera línea durante un bombardeo pesado, pero, debido a su trazado perpendicular, no constituía sin duda el mejor sitio para observar un eventual avance de la infantería enemiga. No era casual, además, que no se hubiera concebido la Burlington como una trinchera de combate, sino sólo de comunicación.

– Mi sargento -llamó hacia atrás.

Ya no había necesidad de gritar, las granadas seguían estallando por allí, pero sin la intensidad de las tres primeras horas.

– ¿Qué, Matías?

– La infantería boche debe de estar a punto de avanzar en cualquier momento, si es que no ha avanzado ya -indicó el cabo-. En esta trinchera no podemos distinguirlos. Oímos los tiros, pero no vemos nada. Tenemos que marcharnos.

– ¿Y adonde quieres ir, Matías? -se sorprendió el sargento Rosa-. ¿No ves que la primera línea ha quedado inutilizada? Además, ya ni siquiera hay primera línea.

– Lo sé, mi sargento. Lo mejor es que vayamos a la línea B.

– El capitán Brandão ha ordenado resistir hasta el final.

– Sí, mi sargento -asintió Matías-, pero aquí no resistimos nada. Si los boches aparecen, desde el punto que ocupamos sólo llegaremos a verlos cuando se nos vengan encima. Además, como la artillería boche ya ha reducido su acción en esta zona, es muy posible incluso que estén intentando rodearnos, para pillarnos por detrás. Por eso tenemos que ir a la línea B. Allí resistiremos mejor.

– El tiene razón, mi sargento -coincidió Baltazar, tumbado detrás de Matías.

Rosa se quedó meditando en el asunto. Alzó la cabeza, miró a un lado y al otro, comprobó que, realmente, no lograba ver lo que ocurría ni a la derecha ni a la izquierda y se volvió hacia el pelotón.

– Está bien -exclamó finalmente-. Vamos allá.

Eran las ocho de la mañana cuando el pelotón del sargento Rosa abandonó su posición en la Burlington Arcade, junto a la línea del frente, y retrocedió por aquella trinchera de comunicación rumbo a la línea B. Los hombres avanzaron a paso rápido, siempre agachados, y fueron a desembocar en la Rué Tilleloy, donde se formaba la segunda línea. Siguieron corriendo para atravesar la gran carretera, pero, a mitad de camino, sintieron que proyectiles rasantes cortaban el aire. Se inmovilizaron, sorprendidos, oyeron el matraqueo de una ametralladora a la derecha, se desorientaron; uno de ellos cayó al suelo con un sonido seco, fue alcanzado, Rosa saltó hacia delante y se lanzó al arcén, el resto del pelotón retrocedió y quedó del otro lado.

– ¡Boches! -gritó Matias, jadeante, pegado al suelo-. ¡Hay boches en la Tilleloy!

Los hombres alzaron la cabeza y observaron al compañero que había caído en plena carretera, alcanzado por la ametralladora enemiga. Era Abel, el muchacho delgaducho y callado que había venido de Gondizalves. La herida era seria, su situación parecía desesperada. El Canijo se agarraba el cuello, de donde brotaban, en pavorosos chorros, chisguetes de sangre oscura, las manos teñidas de rojo intentaban parar la hemorragia, el agujero en la garganta emitía horribles ruidos de aire que se esforzaba en entrar y salir. Abel se asfixiaba en silencio, incapaz de proferir, aunque más no fuese, un gemido, y nadie podía ayudarlo. Vicente se incorporó para saltar a la carretera e ir a socorrer al amigo, la ametralladora abrió fuego y Matias lo atrapó por las piernas y lo tiró al suelo.

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