José Santos - La Amante Francesa
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– Y tú, ¿de dónde eres?
– Yo soy de Lamas de Olo, mi mayor.
– ¿Dónde queda?
– En Tras-os-Montes, mi mayor.
– Hombre, eso ya lo sé, aquí todos somos de Tras-os-Montes. Pero ¿dónde queda ese pueblo?
– Lamas de Olo está cerca de Alvao, mi mayor. Entre el Támega y el Corgo.
– ¿Y es bonito?
– ¿Si es bonito? ¡ Es un paraíso, mi mayor, un paraíso! Ahí se vive en medio de la sierra, uno puede darse unos baños en las Fisgas de Ermelo, pasear hasta el Alto das Caravelas, salir de caza, comer perdiz con uvas, faisán con castañas…, yo qué sé. -El hombre suspiró-. Ah, mi mayor, cómo lo echo de menos…
– No me habléis de comida, caramba, no me habléis de papeo -interrumpió el primer soldado-. ¡Con el hambre que tengo, hasta la mierda del cornobif me sabría a cabrito asado!
Una nueva explosión interrumpió el diálogo, era un Minenwerfer que había dado en el blockhaus con estruendo. El resplandor de la explosión iluminó las aspilleras, ahora que la noche había caído y toda la luz brillaba con más fuerza.
El soldado alemán apuntó al teniente portugués con el Mauser y gritó:
– Die Jacke her!
El teniente se quedó absorto, sin entender qué quería el hombre.
– Dele la gabardina -le dijo Afonso-. Quiere la gabardina.
Atolondrado, el teniente se quitó la gabardina, el alemán se quedó con ella y se marchó.
– Ahora esto -se quejó el teniente-. Ahora me han birlado la gabardina, fijaos…
Nadie dijo nada, las órdenes insistían en guardar silencio. El grupo prosiguió la marcha y los guardias se desentendían de los soldados que robaban a los prisioneros. Rodearon el Bois du Biez, la posición alemana tantas veces bombardeada por la artillería portuguesa, y observaron con curiosidad los sólidos búnkeres instalados en el bosque y los muchos cañones que se encontraban dispersos por allí: un auténtico mar. No se veían cuerpos de hombres, pero había en abundancia cadáveres de caballos, víctimas inocentes de los bombardeos portugueses. Prosiguieron el camino por la Fauquissart Road y llegaron a Aubert. La población estaba aniquilada, las casas reducidas a ruinas, parecía Neuve Chapelle.
Después de Aubert siguieron hasta Illies, donde los llevaron hasta unos barracones montados en un perímetro protegido por alambre de espinos. Al cabo de una hora, les sirvieron la cena, pan de centeno con una salchicha y un poco de mantequilla. Fue su primer contacto con los bratwurst. Para beber, los guardias distribuyeron agua. Cuando los prisioneros acabaron su frugal menú, recibieron la visita de un general de aspecto bonachón.
– Guten Abend. Willkommen in Illies -los saludó el oficial-. Mein name ist General Albert Zeitz. -Los portugueses lo miraron con cara de quien no entiende nada. El general se puso a hablar en el chapurrado francés de las trincheras-. Moi general Zeitz. Allemands bonnes. Portugais promenade aujourd'hui á Lille. Compris?
Un mayor portugués levantó el brazo y el general le hizo una seña para que hablase.
– Compris. Portugais cansés, promenade pas bonne. Dormir bonne. Compris?
El general asintió. No sabía qué demonios quería decir «canses», nunca había oído semejante palabra, pero admitió que se trataba de una expresión sofisticada, rebuscada, acaso propia de un francés de calidad literaria. Lo que importaba, pensó, es que las demás palabras le resultaban familiares. Sonrió con franqueza, satisfecho por poder comunicarse con tanta fluidez con los prisioneros, y no le costó, por eso, ceder a su voluntad.
– Compris -concedió, magnánimo.
Algunos hombres dormían acostados sobre el cemento. El bombardeo contra el blockhaus había parado, pero todos se sentían débiles, soñolientos, afectados por el cansancio y el hambre.
– En este momento daría cualquier cosa por el corned-beef y las mermeladas de los gringos -se desahogó el alférez Viegas, que se sentía débil y hambriento.
– Todos tenemos hambre, Viegas -dijo Mascarenhas- pero tenemos que aguantar, puede ser que lleguen refuerzos.
El alférez inclinó la cabeza.
– ¿Cree realmente en eso, mayor?
Mascarenhas suspiró.
– Creo que es posible.
– Posible es, mayor -admitió Viegas con una mueca de la boca-. Pero mire que esto está mal. Sólo se ven boches ahí fuera, los aeroplanos son todos de ellos y el sonido de la artillería se está alejando, da la impresión de que ellos siguen avanzando y nuestra primera línea retrocede.
El mayor se acercó a una aspillera, vigilada por un centinela del 15. Más allá de la pequeña abertura, la oscuridad era total.
– Sí, ahí fuera hay un movimiento tremendo -dijo, llamando al alférez con un gesto de la mano-. Ven aquí, ven aquí. ¿Quieres oír esto?
Se callaron y se quedaron atentos. En el exterior, a la distancia, se oía sonido de motores.
– Son camiones, mayor.
– Sí. Los tipos están reforzando las líneas y nosotros no somos más que un estorbo, una espina que les ha quedado clavada en la espalda.
De repente, estallaron unas cuantas de detonaciones y el blockhaus volvió a recibir sucesivamente el impacto de varias granadas. El refugio tembló hasta los cimientos y todos los soldados se despertaron, asustados por el fragor infernal del bombardeo. El reloj de pulsera de Mascarenhas, un Longines plateado, señalaba las cuatro de la mañana. Algunos hombres se sentían tan cansados que volvieron a dormirse, incluso bajo el estruendo de aquellas explosiones, pero la mayoría permaneció vigilante.
– ¡Gas! -gritó una voz dando la voz de alerta.
Se colocaron las máscaras deprisa, los dientes apretaron la boquilla, una pinza metálica bloqueó la nariz para imponer la respiración por la boca, las cintas elásticas ajustaron la tela de la máscara al rostro. Se quedaron así veinte minutos, con una gran molestia, les faltaba el aire, la respiración se hacía pesada y ruidosa. Cuando se quitaron las máscaras, primero un hombre, después los demás, el aire recuperó la circulación normal, la nariz sólo sintió el eterno olor a pólvora al que se habían habituado en zona de guerra.
El hambre, entretanto, empezó a apretar. A pesar de que el edificio seguía siendo atacado por la artillería enemiga, crujiendo terriblemente a cada impacto de granada, Mascarenhas decidió ordenar que saliera una patrulla para evaluar la situación y, entonces, buscar alimentos.
– ¿Voluntarios? -preguntó.
Se ofrecieron cinco hombres. El mayor determinó que comandaría el raid el militar de más alta graduación, el cabo Macedo. Abrieron la puerta y la patrulla se deslizó por la oscuridad con la misión de ir a registrar una casa próxima. El edificio estaba situado en la línea de tiro de las aspilleras del blockhaus, por lo que los alemanes no se habían aún atrevido a ocuparlo o incluso a inspeccionarlo. A las siete de la mañana, el bombardeo contra el reducto de Lacouture se suspendió y regresó la patrulla, que se anticipó al amanecer. Los hombres trajeron comida y la ofrecieron a los oficiales: era pan y queso.
Los prisioneros se levantaron al alba y formaron en el patio de los barracones tiritando de frío. Un oficial alemán dividió a los portugueses en dos grupos, de un lado los oficiales, del otro los soldados. La mayoría, con aspecto miserable, parecían vagabundos y pordioseros. Afonso y Matías se vieron así separados, hermanos de armas divididos por la jerarquía y por el destino. Se buscaron con los ojos, se despidieron con una seña a la distancia, en silencio se desearon mutuamente buena suerte y siguieron caminos diferentes.
La columna del capitán marchó hasta Fournes, los arcenes de la carretera estaban plagados de civiles franceses que miraban, callados, taciturnos, a los prisioneros de guerra. Algunos hacían señas con panes o se acercaban con escudillas de caldo, pero enseguida unos lanceros a caballo, que formaban la escolta de la columna, intervenían, interponiéndose entre los civiles y los prisioneros, impidiendo el contacto, ahuyentando a la multitud.
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