José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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En compañía de Montalvão, Afonso se mudó meses más tarde al campo de Breensen, en Mecklemburg, el último destino de los permanentes tránsitos por el interior de Alemania. Pasó allí el mes de octubre con una monótona existencia, sólo animada por una divertida representación de una pieza de teatro, puesta en escena, en tres actos, por el teniente coronel Malheiro, con el título El amor en la base del CEP. La acción transcurría en las playas de Tréport y Paris-Plage, en Francia, hecho que al capitán le pareció significativo. En realidad, la elección de esos lugares de veraneo para el lugar de la acción era muy representativa de la forma en que algunos oficiales encaraban sus deberes en la guerra, aquélla era realmente una historia de carboneros y palmípedos, oficiales de la retaguardia habituados al ocio y a la vida au grand air en la placentera costa francesa. Afonso conocía a algunos que hasta se jactaban de que les pagasen para ir a disfrutar de la playa, beneficiándose de un absurdo sistema de subvenciones que premiaba la negligencia. Mientras que un capitán que arriesgaba la vida en las trincheras se limitaba a ganar la subvención de campaña, aquellos que iban a pasear por los grandes centros de veraneo se beneficiaban de un subsidio extra de veinte francos diarios para pagar casa y comida, además de recibir una buena calderilla para el combustible.

Aunque la pieza le volvió a traer a la memoria algunos de los aspectos más grotescos y lamentables de la organización del CEP, la verdad es que la representación teatral tuvo la virtud de, aunque más no fuera por un breve instante, permitirle evadirse de sus preocupaciones obsesivas. Aquél fue, indudablemente, un acontecimiento en el campo de prisioneros, por añadidura muy divertido, sobre todo porque los distintos personajes femeninos eran interpretados, como no podía ser de otra manera, por oficiales. Fue de reírse hasta las lágrimas ver al capitán Grilo, con su enorme bigote y los brazos gordos y peludos, personificar a una joven actriz parisiense, supuestamente esbelta y deslumbrante, y hacer arrebatadas declaraciones de amor al esmirriado teniente Santos. Sólo faltó que los dos oficiales se besaran para que el excitado público echase abajo el barracón.

La representación sólo fue para Afonso, sin embargo, una fugaz distracción, siempre con la mente concentrada en el embarazo de Agnès. Por lo cálculos que habían hecho los médicos, el parto debería de producirse por aquella fecha; el capitán se desesperaba por no poder estar presente. Había momentos en que lo sofocaba la ansiedad, le apetecía huir, dejar atrás el portón, corriendo, saltar las vallas, tenía sed de libertad y hambre de amor, le faltaba el aire en aquella prisión, quería salir de allí a toda costa, no había forma de que terminase la guerra.

Este estado de ánimo sólo se alteró una mañana gris de noviembre. Afonso se despertó temprano, como todos los prisioneros, se vistió y salió del barracón, enfrentando el frío cortante y agreste del amanecer para dirigirse a las letrinas. Cuando pasaba cerca del portón reparó en que todos los guardias alemanes del campo de Breensen sostenían periódicos, con la expresión circunspecta, sombría, intercambiando comentarios con murmullos sigilosos. Ya en la víspera notó que el ambiente era extraño entre los carceleros, pero no le otorgó gran importancia a ese hecho. Ahora, sin embargo, el comportamiento de los guardias se había vuelto más pesado y parecía tener los periódicos como epicentro. Lleno de curiosidad, Afonso se acercó al grupo, formado por cuatro soldados.

– Hallo -dijo con un suspiro-. Wie geht's?

Un soldado respondió con un gruñido malhumorado, los otros se mantuvieron en silencio, ignorándolo, con los ojos siempre fijos en el periódico, perdidos en las noticias del frente. Extrañado por aquella actitud, Afonso bajó la cabeza, miró la primera página y sintió que el corazón le daba un vuelco. El periódico, con fecha de ese día, 12 de noviembre de 1918, anunciaba que la guerra había acabado en la víspera. Los aliados habían vencido.

A pesar del armisticio, Afonso permaneció dos meses más en cautiverio. Lo liberaron en enero, en pleno invierno, con el cuerpo debilitado por el frío y la mala alimentación. Cogió un tren a Francia, planeando ir en busca de Agnès, pero no tenía dinero y se encontraba muy débil y con fiebre. Se dio cuenta de que no estaba en condiciones de ir en pos de su francesa y se dejó llevar hasta Brest con otros compañeros que habían salido con él de Breensen.

El día 25 cogió el paquebote Gil Eannes en el gran puerto francés rumbo a Portugal. El barco estaba atestado de ex prisioneros y enfermos, la mayoría tuberculosos. El capitán buscó entre los tuberculosos a los que habían estado ingresados en el hospital Mixto de Medicina y Cirugía y pronto encontró a uno que se acordaba de Agnès.

– Era una chica mucho buena, ¿no? -dijo uno de los tuberculosos, entre dos accesos de tos. Hablaba de manera confusa, como Vicente, una especie de Manitas con un cerrado acento del Algarve-. Me recuerdo de ella, claro que me recuerdo. ¿Cómo no iba a recordarme ? Esa era una mujer, caray, no era como unos adefesios ordinarios que andaban por ahí, unas tipas que hasta tenían bigotes encima la boca.

– ¿Qué le ocurrió?

– ¿A la francesa? Después del 9 de abril andaba mucho tristona, cuitada. -Tosió-. La muchacha estaba empreñada, creo que su hombre era un portugués que las diñó durante la batalla. -Volvió a toser-. Andaba desconsolada la pobrecita. Al cabo de un tiempo, pidió la baja y nunca más la volvimos a ver. -Más toses-. Fue una pena, aquella moza era capaz de resucitar a un muerto, caramba, era una alegría verla pasar por la enfermería moviendo su hermoso culito.

Capítulo 3

Colocaron la plancha con firmeza, estableciendo la conexión entre el Gil Eannes y el muelle del puerto de Lisboa. El oficial que comandaba la operación se rascó la barba rala mientras observaba a los hombres asegurándose de que el paso era transitable. Cuando concluyeron las comprobaciones y se completó el atraque, se volvió hacia la legión de militares miserables y andrajosos que observaba tierra con una incontenible avidez.

– Muy bien -gritó-. Primero bajan los oficiales, después los soldados y, por fin, salen los enfermos. Quiero un desembarco ordenado y sin confusiones. -Hizo un gesto dirigido a un sargento situado junto a la plancha-. Adelante.

Los oficiales se dirigieron hacia la plancha y la cruzaron. Afonso esperó su turno en la cola, paciente, con los ojos perdidos en el horizonte entrecortado por los familiares tejados rojos de Lisboa, el opaco color ladrillo que se explayaba bajo el azul pálido del cielo invernal. Su atención deambuló distraídamente por su alrededor, se fijó en las gaviotas que graznaban en medio de inquietas nubes, melancólicas, iban y venían como olas que cortasen el aire, a veces rasaban las aguas cristalinas del Tajo y se perdían en los centelleos de luz reflejada en la cresta de la espuma; el aroma salado del mar, en su encuentro amoroso con el río, le llenaba la nariz y le traía a los pulmones el olvidado perfume de su tierra, el efluvio fresco y vigorizante que flotaba en la brisa baja.

El capitán atravesó finalmente la plancha, pisó el suelo del muelle y comprobó, sorprendido, que se mantenía la fila de los oficiales.

– Mayor, ¿qué cola es ésta? -le preguntó a Montalvão, tres lugares más adelante.

– Es para la Comisión Protectora de los Prisioneros de Guerra.

– ¿Ah, sí? ¿Ya tenemos comisión protectora? ¿Y de qué nos protege?

– Debe de ser de los boches -bromeó Montalvão.

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