José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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Afonso se detuvo varias veces, saludando aquí y acullá, subió las amplias escalinatas cruzadas del patio central y se acercó lánguidamente a la ventanilla de la oficina.

– Muy buenos días -saludó, observando el interior.

Un alférez se inclinaba sobre la mesa mecanografiando documentos. El hombre alzó la cabeza y se levantó cuando vio a su superior jerárquico.

– Buenos días, mi capitán -dijo, haciendo el típico saludo militar, avanzó unos pasos y se acercó a la ventanilla-. ¿Puedo ayudarlo?

Afonso miró a su alrededor y fijó la vista en el alférez.

– ¿Qué tengo que hacer para salir del Ejército?

– ¿Cómo?

– Quiero salir del Ejército. ¿Qué tengo que hacer?

El alférez vaciló.

– Bien…, pues… tiene que rellenar unos documentos y elevar una instancia al señor comandante.

– ¿Y cuáles son los términos de la instancia?

– Tengo aquí un borrador, ¿quiere verlo?

– Pásemelo, por favor.

El alférez fue hasta un cajón, sacó un folio y se lo entregó.

– Aquí está. Pero, por favor, capitán, devuélvamelo después, es la única copia que tengo.

– Quédese tranquilo.

El alférez afinó la voz con un «hum, hum» arrastrado.

– Debe saber que el señor comandante puede rechazar su petición…

– Quédese tranquilo -sonrió Afonso-. Hablaré con el comandante y no tendrá razones para oponerse. Después de lo que he pasado en Flandes, era lo que me faltaba.

El capitán dimisionario rellenaba los documentos en el pasillo del primer piso del cuartel, sentado en un banco junto a la ventanilla de la oficina, cuando sintió que un bulto se plantaba frente a él.

– ¿Y, capitán? Escribiéndole una carta a una demoiselle, ¿no?

Alzó la cabeza y reconoció al ahora coronel Eugenio Mardel, el hombre que había comandado la Brigada del Miño durante la gran batalla. Se levantó de golpe, recibiéndolo con una amplia sonrisa.

– Mi comandante -exclamó, haciendo el saludo militar-. Benditos los ojos que lo ven.

Mardel extendió la mano informalmente.

– ¿Cómo se encuentra, capitán? ¿Y? ¿Cómo fue su paso por Alemania? ¿Los boches lo trataron bien?

Se dieron un vigoroso apretón de manos.

– Cinco estrellas, mi comandante. Cinco estrellas. Hasta distribuían caviar de aperitivo y champagne para aplacar la sed.

Mardel se rio.

– Me lo imaginaba.

– ¿Qué está haciendo aquí, señor comandante, en el Pópulo?

– Mire, he venido a visitar los regimientos de la brigada, una especie de paseo nostálgico, ¿entiende?

– Ah, muy bien, muy bien.

– ¿Ya ha almorzado?

– No, aún no. Pero confieso que ya tengo bastante hambre…

– Entonces, venga conmigo. ¿ Hay por aquí algún sitio que valga la pena?

– Tenemos el restaurante del hotel, al otro lado de la plaza.

– ¿Se come bien?

– Mejor que en las trincheras, mi comandante.

Abandonaron las instalaciones del Pópulo y fueron a almorzar juntos al restaurante del Grande Hotel Maia, justo enfrente del cuartel, al otro lado del Campo del Conde Agrolongo. Pidieron unos filetes de hígado a la moda de Braga y se sumergieron en los recuerdos del pasado. Por petición de Mardel, Afonso le contó todo lo que le había ocurrido desde el día de la batalla. Cuando concluyó el relato, el coronel se mantuvo silencioso, con la mirada ausente.

– ¿En qué piensa, mi comandante?

Mardel carraspeó.

– Me pregunto si todo esto habrá merecido la pena -dijo-. Hemos cumplido con nuestro deber, es cierto, pero ¿habrá servido para algo?

Afonso lo miró a los ojos.

– La guerra la hacen los jóvenes, que se matan para la gloria de los viejos. Para los jóvenes, está claro que no ha merecido la pena. Para los viejos…

La frase quedó suspendida y fue Mardel quien la concluyó.

– Para los viejos quedan glorias que no se merecen -dijo-. Lo sé. -Hizo una mueca-. Mire, capitán Brandão, sólo fueron condecorados seis batallones por su arrojo en el combate durante el 9 de abril. En ese número se contaban nuestros cuatro batallones de la Brigada del Miño, además de los dos batallones tramontanos, la Infantería 10, de Braga 1193, que combatió a la derecha de Ferme du Bois, y la Infantería 13, de Vila Real, que resistió en Lacouture.

– El segundo comandante del 13, el mayor Mascarenhas, es amigo mío desde la época de la Escuela del Ejército.

– ¿ Ah, sí? Pues, mire, su amigo fue un valiente.

– Lo sé.

– Bien, todo esto para decirle que sólo combatieron los soldados del Miño y los tramontanos. Los restantes batallones, incluidos todos los de la Brigada de Lisboa, además de los del Algarve, del 3, y los del Alentejo, del 11 y del 17, huyeron del enemigo o se rindieron casi sin oponer resistencia. No han recibido, desde luego, ninguna distinción.

Afonso frunció el ceño.

– Es curioso -comentó con lentitud-. ¿Acaso la gente del norte es más valiente que la del sur?

– No estoy seguro de que ésa sea la pregunta adecuada. Pienso que la verdadera cuestión es saber si la gente del campo es más valiente que la de las ciudades. -Mardel se pasó la mano por el pelo-. Capitán Brandão, ¿sabe?, no hay guerrero más temible que el agricultor. La gente del campo está habituada a la dureza de la vida, al trabajo de la tierra, a las contrariedades que impone la naturaleza, y no se deja impresionar fácilmente por las dificultades de la guerra. ¡Son duros, son tremendos! Los finolis de las ciudades ya se sabe cómo son, lo que quieren es juerga y fado, mujeres y buena vida, ocio y comida en la mesa. Cuando la cosa está que arde y la vida se pone dura, todos se las piran.

– Eso puede explicar el comportamiento de los lisboetas, no digo que no, pero ¿los habitantes del Algarve, los del Alentejo?

– Reconozco que no encuentro explicación para ellos. Me dicen que tienen una naturaleza más indolente, pero dudo de que haya sido la indolencia la que los hizo poner pies en polvorosa. Incluso porque Wellington tenía unidades del Algarve y no se cansaba de elogiarlas.

– Bien, no interesa -exclamó Afonso, haciendo un gesto impaciente con la mano-. Lo cierto es que fuimos la única fuerza que resistió en bloque. Pero ¿de qué ha servido?

– De nada, me parece. -Mardel suspiró y se encogió de hombros-. De nada. Murieron cuatrocientos portugueses en esa batalla y más de seis mil fueron hechos prisioneros. Si nos fijamos bien, los más listos fueron los lisboetas, que se las piraron y andan ahora paseándose con sus mujeres por el Rossio y por la Rotunda, vivitos y coleando. Los tramontanos y nosotros, que enfrentamos la lucha, estamos como estamos: en vez de estar saboreando la vida, lloramos a los muertos y consolamos a las viudas. Y lo trágico, estimado capitán, lo trágico es que el sacrificio de los que combatieron ha sido en vano. Los boches entraron en nuestras líneas como un huracán, las invadieron, los gringos las pasaron moradas para frenarlos y la situación se hizo tan crítica para los aliados que los ingleses llegaron a lanzar una orden diciéndoles a los soldados que se quedasen donde estaban hasta morir. ¿ Imagina lo que es eso, capitán Brandão, recibir la orden de morir sin vía de escape posible?

El capitán meneó la cabeza.

– Menos mal que nunca recibimos una orden semejante…

Mardel hizo un silencio pensativo.

– En eso se equivoca -dijo finalmente-. También nos dieron esa orden.

– ¿A nosotros, a los portugueses?

– Exacto.

– ¿De morir en el sitio en el que estábamos?

– Exacto.

– ¿Y esa orden la dieron los gringos?

– Exacto.

– ¿Durante la batalla?

– Antes de la batalla.

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