El taller de Rocha y Cuñapirú fue visitado por la policía y su dueño detenido.
Cuando aflojó la actividad policial, “Faccia” salió en libertad y se embarcó para la Argentina.
La elección de Gatti había sido acertada. El Tano no tenía ni idea de las oportunidades políticas; no había logrado estructurar una ética como la que tenían otros integrantes del anarquismo extremo; no discernía sobre ideologías. Contaba con una rebeldía elemental que caía frecuentemente en la criminalidad común. Poseía un coraje primitivo que lo colocaba siempre en las grandes tensiones, en las sacudidas bruscas, en un permanente vivir en peligro.
Ese respirar persistente del aire brutal, lo hacía inigualable para una acción que reclamaba reflejos y determinación.
* * *
El azar condujo a Edgardo Gariboni, habitual chofer de Pardeiro, a cortejar a una joven vecina de Eugenio Roverano.
Este fortuito incidente facilitó los movimientos de los vindicadores de Miguel Arcángel.
Pero además tuvo otros efectos inmerecidos.
Para Seluja significó anudar su destino al luctuoso final del Comisario.
Para Gariboni fue la oportunidad de zafar de aquel momento ensangrentado el veinticuatro de febrero de 1932 en Pagola y Bulevar, pues los anarquistas previnieron a su novia para que no se presentara al trabajo por unos días.
¿Se lo puede culpar de que en tales circunstancias haya elegido la ausencia y el silencio?
* * *
“Faccia Brutta” había dirimido un duelo comenzado antes de que los protagonistas supieran el uno del otro.
Un laberinto de acciones y de opciones los puso cara a cara aquel aciago 26 de marzo de 1931. En esa fecha, por la impensada ligereza de un hecho que en ninguna circunstancia puede ser trivial, un cachetazo, se quebraron los códigos.
Se astilló el canon de principios infranqueables de unos hombres románticos y se engendró un complejo mecanismo de causalidades.
Para atrás, años en que los dos fueron moldeándose en lo opuesto.
Miguel Arcángel empujado por ideales febriles y justicias evasivas, había abusado del coraje y las transgresiones.
El comisario, obsesionado por instruir el orden, se sentía el elegido para disciplinar a quienes querían quebrantarlo, en el desmadre de un tiempo tumultuoso.
Los dos, prototipo en su oficio. Era inevitable que se sintieran los peores enemigos.
¿Qué rayo cargó la mano de Pardeiro y lo llevó a ejecutar aquella bofetada?
Acaso, fueron los recientes años de búsqueda y escape y siempre sin poder corporizar al contendiente.
O la necesidad malsana de cerciorar su predominio con un golpe sobre aquel legendario opositor.
No le alcanzó con la humillación de su traje impecable, sobre aquel piyama a rayas que denotaba premura, revés, indefensión.
Lo cierto es que con el fuerte estallido de una mano en la cara se desató una intriga donde el rencor y el honor signaron el después.
O acaso nada tuvo que ver aquella bofetada en el decurso de sus vidas, y la trama debemos buscarla en esos tiempos donde demasiados podían afirmar: “y no tuvimos miedo…”
En la mañana del 27 de mayo de 1932, fue hallado en el Parque Durandeau -Parque Rivera- el cadáver de Roque Lecaldare.
Empleado del Cambio Fortuna de 18 de Julio y Paraguay, Lecaldare era el encargado de cerrar el local a las doce de la noche.
Cinco meses antes, el Cambio había tenido la fortuna de vender el número 8.683 premiado con seiscientos mil pesos, la grande de fin de año.
A la hora de cierre, desconocidos abordaron al inadvertido funcionario, intimándolo a abrir la caja fuerte. La combinación de la caja sólo era del conocimiento del propietario, Sanssone y, supuestamente también de Lecaldare. No obstante, los asaltantes no consiguieron abrirla. La policía supuso que los ladrones decidieron eliminar al empleado de Sanssone para no dejar testigos.
Para esa fecha tres importantes hechos delictivos se acumulan sin solución y sin que la policía tenga pistas firmes sobre sus autores.
En sólo seis meses se había producido el asalto al pagador del Frigorífico Nacional, el crimen de Pardeiro y Seluja y el asesinato de Lecaldare, con un saldo total de cinco muertos, y dos procesados por el primer caso pero muy lejos del esclarecimiento de los hechos.
La situación de la policía era difícil. Estaba cuestionada su eficiencia y simultáneamente una comisión investigadora de la Cámara de Representantes indagaba sobre denuncias de malos tratos.
El 4 de junio de 1932, los diarios de Montevideo, informan que “por la investigación del asesinato de Lecaldare, se encuentra una banda que reconoce el crimen de Pardeiro”.
Las oficinas tenían una decoración inspiradora. Sobre las paredes lucían dos escudos con armas correspondientes a causas criminales. No hay leones rampantes, ni flores, ni campos verdes o dorados. Es el linaje del delito el que se expone, en una nutrida exhibición de armas de fuego y puñales que en algún instante fueron instrumentos de transgresión de la ley.
Sobre un armario hay un muestreo de los famosos pacos usados por los cuentistas para atrapar mixtos.
En un lugar destacado de la sala, el maniquí de cera de Petrona López, en tamaño natural, dentro de una vitrina.
El ámbito tiene el aire sombrío del taller de un taxidermista en donde se ha tratado de disecar el crimen.
Son las oficinas de la Policía de Investigaciones que por esa época se encontraban en el Cuartel Centenario.
Allí se trabaja, a fines de mayo del 32, acuciados por tres graves casos sin resolver.
Una noche -de las tantas que pasábamos en vela estudiando distintas pistas- recibí una llamada telefónica en mi despacho y para mi sorpresa era un viejo conocido de la crónica policial, el que, sin embargo, no tenía en esos momentos problemas aparentes con las autoridades. El sujeto en cuestión ofreció informes sobre el asalto al pagador del Nacional, el crimen de Pardeiro y el asesinato de Lecaldare, siempre y cuando se le entregaran los cuatro mil pesos de recompensa ofrecidos públicamente para quien colaborara con el esclarecimiento del atentado a Pardeiro, además de garantía de reserva sobre su identidad.
Por supuesto que acepté y en sucesivas entrevistas, en las que incluso llegué a vestirme de gaucho, realizándolas preferentemente en zonas rurales cercanas a Montevideo para no despertar sospechas, obtuve importantes datos. [27]
Quien explica cómo llegó la delación a la policía, es José Pascasio Casas Rodríguez, el jefe de Investigaciones en 1932. Su testimonio es de cuando Casas contaba ya con ochenta y ocho años y vivía su vejez en una casa de La Blanqueada. De su relato no surge si los cuatro mil pesos llegaron a manos del soplón.
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Los periodistas responsables de la crónica policial son citados al cuartel Centenario para la mañana del 7 de junio de 1932.
En el contorno del patio central del Cuartel de la Plaza Artola, se fueron ubicando decenas de policías que presenciarían el reconocimiento de los integrantes de una “banda de ácratas” acusados de los principales delitos de sangre pendientes de resolución de los últimos meses.
En la policía existía un clima de euforia. En sus manos estaban, supuestamente, los asesinos que faltaban del sereno Lazcano y el conductor Ursi, víctimas del asalto al camión pagador del frigorífico, los responsables de la emboscada a Pardeiro y Seluja y los autores del crimen de Lecaldare.
Mientras los policías y los periodistas se acomodaban para el reconocimiento, un tano se coló en el espectáculo y empezó a vender fainá entre los asistentes, con una asadera redonda de chapa, con tapa en forma de semicírculo.
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