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Yasmina Khadra: La parte del muerto

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Yasmina Khadra La parte del muerto

La parte del muerto: краткое содержание, описание и аннотация

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Un peligroso asesino en serie es liberado por una negligencia de la Administración. Un joven policía disputa los amores de una mujer a un poderoso y temido miembro de la nomenklatura argelina. Cuando este último sufre un atentado, todas las pruebas apuntan a un crimen pasional fallido. Pero no siempre lo que resulta evidente tiene que ver con la realidad. Para rescatar de las mazmorras del régimen a su joven teniente, el comisario Llob emprende una investigación del caso con la oposición de sus superiores.

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Abre el puño y lo hace girar a la vez que libera sus dedos:

– ¿Entonces, dónde está esa jodida santa verdad, comisario? ¿En la lección que los hombres jamás han sabido asimilar? ¿En la banalización de las tragedias, hasta que las generaciones de supervivientes se consideren afectadas y reclamen su parte de condenación eterna? ¿En la piedad que espera de las estrellas lo que la tierra le niega a diario? Si una mañana de éstas la Verdad viniera a unirse a nosotros, al anochecer nos tendría muertos de aburrimiento. La mentira es lo que nos permite aguantar. Sólo ella nos entiende y se apiada de nosotros… La Mentira es nuestra salvación. ¿Qué es la esperanza, la tolerancia, el sueño; qué es la fraternidad, la equidad, la fidelidad; qué es el perdón, la justicia, el arrepentimiento sino esa exquisita mentira que nos permite pasar varias veces por la misma derrota sin que se nos colapse el cerebro?

La perorata lo deja sin aliento. Echa el pecho hacia atrás para recuperarlo. No lo suelto y, mirándolo fijamente a los ojos, le digo a quemarropa:

– Frecuenta usted demasiado este manicomio, señor Wadah.

En ese momento, como si mi grosería lo hubiese sacado de quicio, surge Joe de vaya uno a saber dónde y me apunta en la sien con una escopeta de caza.

– ¿Le salto la tapa de los sesos?

Joe está como loco. Las muecas le arrasan la cara y le cuesta contener el dedo sobre el gatillo.

– Suelta el arma, hijo -le recomienda su protector.

– Te ha faltado al respeto. No permito que nadie te falte al respeto. Ni siquiera mi madre. Sólo es un polizonte de mierda. No tiene derecho a levantarte la voz.

– ¡He dicho que sueltes la escopeta!

Joe se estremece ante la orden de su padrino. Sus ojos me acribillan las entrañas. Tengo la sensación de estar convirtiéndome en humo. Un sudor frío me chorrea por la espalda. Tras un largo estremecimiento se le calma el dedo, que se va paulatinamente alejando del gatillo y replegando sobre sí mismo. No obstante, espero que haya apartado completamente el cañón de mi sien para reponerme del susto.

Furtivo como un espectro, Joe retrocede a regañadientes y desaparece tras una puerta.

– Ya veo que aquí todo el mundo está dispuesto a liarla, señor Wadah.

– Ya le dije que no tiene la cabeza del todo bien.

– Por desgracia, no es el único.

– Deja las cosas como están, comisario -me suelta el profesor-. Un tren se dispone a lanzarse por una nueva vía, y el que se ponga por medio sabe que lo tendrán que recoger con cucharilla. Hay asuntos que escapan al contribuyente de a pie. A menudo, no se da cuenta de que es por su bien, y por el bien de las generaciones venideras. La muerte de un hombre no debe desbaratar las oportunidades de una nación entera. Cuando Hach Thobane estaba vivo, las impedía todas. Ahora queda por ocupar su espacio de poder, algo que vamos a hacer de inmediato.

– Yo, en su lugar -prosigue Cherif Wadah para tenerme para sí solo-, volvería a mi casa para hacer las maletas. Bulgaria es un país bonito.

– No necesito cursillos.

– Le buscaremos otro destino: Francia, Italia, Rusia, Estados Unidos…

– Yo no como de esa mano, señor.

– Lástima.

Cuando llego a la puerta, la voz de Wadah me agarra por el oído.

Me tutea:

– No tienes el menor motivo para poner en duda nuestro programa, Brahim. Está inspirado en los errores y pretende recuperar el tiempo perdido. El país va a renacer, bello y sano. La gente competente volverá a tener un ámbito de acción y se valorarán los méritos. La nueva política nos devolverá al concierto de las naciones. Regresarán a casa los cerebros que tuvieron que exiliarse por culpa del egoísmo y de la fatuidad de algunos dirigentes. Nuestras escuelas y universidades recuperarán su nobleza vocacional. Nuestros artistas se lo van a pasar bomba y todos los talentos tendrán medios para expresarse plenamente. Cada cual tendrá su oportunidad. Los mejores serán puestos por las nubes. Se acabaron el despotismo y los discursos estereotipados, el nepotismo y los atropellos, el favoritismo y la exclusión. Van a nacer partidos como hongos -no es una utopía, te garantizo que ya se están constituyendo en secreto- y el poder tendrá enfrente una oposición efectiva que le pedirá cuentas y lo tendrá controlado. La democracia es la madurez de las repúblicas, la auténtica solución. Haces mal en ser tan escéptico, comisario. Tenemos la salvación al alcance de la mano; basta con hacerse con ella.

– Ahí también estará de acuerdo conmigo, señor Wadah, en que no hay nada más seductor que la mentira.

Se le estrecha la sonrisa.

Abro la puerta. Fuera, una luna radiante galantea a los vergeles abrasados por la sequía. Hace un tiempo espléndido para sonámbulos e insomnes, pero para el campesino de manos cuarteadas la cosecha ya se intuye desastrosa.

Antes de alcanzar mi coche, me quedan fuerzas para darme la vuelta, mirar al profeta de los amaneceres siniestros y decirle:

– No todo lo que brilla es oro, eso es una norma. Quiero a mi país y a su gente. Soy desgraciado cuando las cosas van mal, y a menudo me da por rezar para que nos libremos sin demasiados palos de los asuntos feos. Yo también sueño con una patria bella y sana, y estoy dispuesto a echar toda la carne en el asador para que mejore nuestra grisura cotidiana, aunque sea un mínimo, pero, por fervorosa que sea mi fe, no me permito someterme a las profecías que legitiman el asesinato.

Ignoro lo que he hecho el resto del día. Sólo recuerdo haber estado caminando como un enajenado, con las manos a la espalda y la mirada velada. Me dolía la cabeza y sobre todo el vientre. El rumor de la ciudad revoloteaba a mi alrededor. No sabía dónde ir pero seguía con mi deriva, convencido de que era el único modo de tomar distancia con respecto a mis incertidumbres. Quizá esperara así poder contemplar mis propias convicciones con cierta perspectiva y comprobar si eran capaces de darme alcance. La noche me sorprendió acodado a una barandilla del paseo marítimo. Necesité una eternidad para recordar dónde había dejado aparcado el coche. Regresé a casa como quien viene de lejos pero aún no ha visto la salida del túnel.

Son más de las once de la noche y Argel se ahoga de calor. Diríase que el infierno se ha instalado justo a la salida de la ciudad. Acurrucado en mi sillón, con la panza sobre las rodillas y los pies sobre un puf medio destripado, intento repetidamente emborracharme con una Hammud Bualem, la gaseosa nacional de la que estamos tan orgullosos a pesar de que no consiga subírsenos a la cabeza.

Puedo ver las luces de la Casbah por la ventana. En aquel secular barrio, la noche parece un renunciamiento. La gente, sofocada por el bochorno, tiene la mente al rojo vivo. Sus preocupaciones perturban su memoria y sus suspiros son como huidas hacia delante. Se han pasado el día consumiendo a crédito en los cafetines, maldiciendo el aguachirle que les han servido y el futuro que parece mirar hacia otra parte. Las callejuelas están vacías y mortalmente tristes, y se apresuran a perderse por los recovecos para ocultar a las estrellas sus horribles reptaciones. Los tenderos han cerrado su quiosco y el parloteo se ha ido difuminando. El silencio lo cubre todo y retumba tontamente contra las persianas.

Más abajo, Bab El Ued se traga su propia bilis, agazapada tras sus penumbras, y espera con paciencia que los debates se enreden en su telaraña. Las farolas están apagadas, pero no por pudor sino porque el negro es el color preferido de los complots. Bab El Ued tiene una vieja cuenta que saldar. Le importa un pito lo que se piense de su susceptibilidad o de la higiene de su amor propio. Va consolidando su amargura sin preocuparse de lo demás, y con los medios que están a su alcance: unos cuantos maltrechos principios, un orgullo rudimentario y una patética tenacidad. No es como para erigir una estela, pero suficiente para levantar un montón de cadalsos.

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