Yasmina Khadra - La parte del muerto

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Un peligroso asesino en serie es liberado por una negligencia de la Administración. Un joven policía disputa los amores de una mujer a un poderoso y temido miembro de la nomenklatura argelina. Cuando este último sufre un atentado, todas las pruebas apuntan a un crimen pasional fallido. Pero no siempre lo que resulta evidente tiene que ver con la realidad. Para rescatar de las mazmorras del régimen a su joven teniente, el comisario Llob emprende una investigación del caso con la oposición de sus superiores.

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Fuera, el cielo está lívido. No hay la menor nube que se preste a velarle la cara. Muy pronto el sol alumbrará con su antorcha el desastre en toda su amplitud. No todos los días se consigue arrastrar por el fango a un dinosaurio. Las gigantescas salpicaduras van a llegar muy lejos. Se siente curiosidad por saber qué tipo de follón se va a montar.

Aparco mi Zastava delante del número 7. Aquí especialmente el silencio tiene algo de irreversible. Se parece un poco al que le invade a uno cuando de repente se da cuenta de que se halla en medio de un campo de minas. No me dejo llevar por el desaliento. Apago la colilla en el cenicero y me bajo del coche dando un portazo para darme ánimos. Me siento lúcido, en perfecto dominio de mis facultades. Va a hacer sol. Algunos pájaros afinan sus cuerdas vocales, ocultos en el follaje. Que no cunda el pánico.

Nedjma me abre antes de que haya acabado de acariciar el timbre. Duchada, maquillada y peinada, no parece estar dispuesta a llevar el luto. Con su ropa de casa, exhalando delicados perfumes, semeja un hada surgida de una voluta de humo. Sus ojos de hegeria resplandecen como joyas, sus labios encarnan todas las tentaciones. Ahora que me permito mirarla de cerca, no recuerdo haber contemplado una belleza tan depurada. Su frescor encumbra sus veinticinco años como si fuera una diadema. Todo en ella roza la perfección: la pureza de sus rasgos, la posición de sus pómulos, la limpieza de su mirada y la excelente configuración de su silueta. Un pedazo de mujer.

– ¿Qué tal? -le pregunto.

– Aún no me lo he planteado, comisario.

Me ruega que la siga. Lino la habría seguido hasta el infierno. Cuando se va detrás de esta mujer, el resto del mundo queda oculto, sobre todo sus trampas y artimañas. Si se pusiera a caminar sobre las aguas, uno se sorprendería haciendo lo mismo. Su gracia es una delicia y su garbo una epopeya.

Intento no perder la cabeza, pero me resulta imposible sustraer mi mirada al hipnótico contoneo de sus caderas.

Busco a los gorilas, o a algún lacayo apostado en espera de una orden o una señal. No hay un alma en el jardín.

– ¿Está usted sola?

– Sí.

– ¿Dónde se han metido los guardaespaldas?

– Hach los despidió a todos ayer.

Entramos en el palacio. Hasta el rey de Jordania se moriría de envidia si se diera una vuelta por aquí. Tanto fasto encelaría incluso a los dioses subidos en sus cometas. Es increíble lo que los hombres son capaces de amasar en torno a su mísera persona para vivir una vida tan efímera. Aún más increíble que, tras tanta ostentación y fortuna blasfematoria, consientan en pudrirse en un agujero oscuro por toda la eternidad.

Nedjma me lleva directamente a la guarida privada de su amante. Allí está Hach Thobane, rodeado de sus tesoros de caoba, sus objetos artísticos de cristal y sus cuadros pagados en divisas. Está sentado sobre una silla acolchada, en bata, con el pecho caído sobre la mesa de su despacho, con la cabeza sobre el brazo derecho doblado encima de un periódico y el brazo izquierdo caído por encima del brazo de la silla, con una enorme pistola en la mano. La bala le ha reventado la sien y arrancado parte del cráneo, cuyos fragmentos salpican la pared formando una especie de adobe de seso y sangre.

Me acerco.

El periódico está abierto en una doble página dedicada a la fosa común de Sidi Ba.

– Creo que la lectura de este artículo lo ha rematado -suspira Nedjma.

– Eso es lo que salta a la vista de entrada -reconozco-. ¿Puede contarme qué ha ocurrido?

– Estaba durmiendo cuando oí un disparo. Bajé corriendo y me lo encontré tal como lo está viendo. No he tocado nada.

– ¿Y la servidumbre?

– Ya se lo he dicho. Hach echó a todo el mundo ayer. Quería estar solo. Me pidió que me fuera. Me negué a dejarlo solo en el estado en que estaba.

– ¿Cómo estaba?

– Raro.

– ¿Cómo?

– Cuando empezaron a machacarle en la tele, ni siquiera se movió. Tampoco dijo nada. Tan sólo pidió un vaso de agua. Permanecía en su sillón, tranquilo, como si estuviese viendo cualquier asunto banal. Por supuesto, no se perdió una palabra de todo lo que soltaron a lo largo del telediario. Pero era como si estuviesen ensañándose con alguien que no conocía. Después, apagó y pidió a sus guardias y a la servidumbre que se fueran a su casa. Estaba tranquilo. Quería estar solo y meditar sobre lo que se le venía encima. Se acercó a mí, me besó en la frente y me pidió que me largara de aquí. Me negué. No insistió. Era como si de repente se hubiera cansado de la vida. Cuando se fue el personal, le llamó a usted por teléfono, luego colgó y se encerró en su despacho. Pensé que si me había quedado, no era para encerrarme en mis aposentos y dejarle solo con su pena. Fui, pues, a su despacho a consolarle. Estaba de pie junto a la puerta acristalada, con las manos tras la espalda, y miraba la luna. Creo que esperaba que le llamara algún que otro amigo. A veces, se volvía hacia el teléfono y lo contemplaba largamente. Como nadie llamaba, levantó el auricular para comprobar que funcionaba y lo volvió a soltar sonriéndome. Jamás he visto una sonrisa más triste. Aquello me dejó trastornada y corrí a refugiarme en sus brazos. Sentía más pena por el abandono de sus amigos que enfado contra los que habían conspirado contra él… Ya sabe usted cómo son las cosas en nuestro país. A las deidades se las venera mientras no se demuestre su vulnerabilidad. De repente, los que te han lamido las botas se abalanzan para devorarte por los pies. Eso lo entristeció mucho.

– ¿Estuvo toda la noche en su despacho?

– Conseguí llevarlo al salón. Hablamos de los días que hemos compartido juntos. Quería saber si tenía algo que reprocharle, si no había sido correcto conmigo, si me había herido de algún modo. Le dije que era yo la que no había sabido ser digna de su amabilidad y de su generosidad, que me había mimado tanto que había estado a punto de echar a perder nuestra felicidad. No le mentí, comisario. Era un hombre bueno, caritativo y sensible. No soportaba ver sufrir a los demás y cualquiera podía pedirle ayuda. La gente que le ha impulsado a suicidarse son unos perros. Se los comerán sus pulgas antes que sus remordimientos.

Vamos al salón. Ordenado como para una ceremonia. Ni la menor señal de violencia ni la menor nota discordante.

– ¿Por qué me ha llamado a mí?

Aparta los brazos.

– Yo era la amante de Hach, no su secretaria. No conozco su agenda. Tampoco a sus amigos, y tenía prohibido coger el teléfono cuando sonaba. No es que fuera celoso, sino púdico. Cuando lo descubrí en medio de un charco de sangre, me quedé aterrada. ¿A quién podía llamar? No conozco a sus parientes. Entonces recordé la última llamada que hizo. Fue a usted. Le di al botón «bis» y usted contestó.

– ¿Debo entender que nadie está al corriente de este drama?

– Nadie.

– Pues va a haber que menear a todo el mundo.

– Haga lo que tenga que hacer, comisario.

– ¿Cuánto tiempo se quedaron en el salón?

– No sé. Quizá hasta medianoche.

– ¿Y luego?

– Subimos a nuestro dormitorio. Me daba cuenta de que algo horrible le rondaba por la cabeza.

– ¿Como qué?

– Su calma me tenía intrigada. No solía ser así. Se enfadaba por cualquier cosa. Hasta era impulsivo. Su cólera le daba confianza en sí mismo. Tras una buena bronca se quedaba más tranquilo. Esta noche su silencio me tenía asustada. Me temía lo peor.

– ¿Tenía usted la impresión de que iba a matarse?

– De que iba a reaccionar de una manera extremadamente violenta. Matarse o matarnos a los dos. Lo conozco muy bien. Jamás lo había visto como estaba anoche. Resultaba muy, muy angustioso. Se tumbó en la cama. Puse un somnífero en su agua con gas y me quedé junto a él hasta que se durmió. Ya conoce usted lo demás. Me despertó un disparo. Hach acababa de suicidarse.

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