Yasmina Khadra - La parte del muerto

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Un peligroso asesino en serie es liberado por una negligencia de la Administración. Un joven policía disputa los amores de una mujer a un poderoso y temido miembro de la nomenklatura argelina. Cuando este último sufre un atentado, todas las pruebas apuntan a un crimen pasional fallido. Pero no siempre lo que resulta evidente tiene que ver con la realidad. Para rescatar de las mazmorras del régimen a su joven teniente, el comisario Llob emprende una investigación del caso con la oposición de sus superiores.

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– ¿También se durmió usted?

– ¡Ya me dirá, después de una noche así!

– ¿Nadie vino mientras tanto?

– Nadie.

– Quizá no lo oyera usted.

– Imposible. Si alguien hubiese venido, el timbre me habría despertado. El interfono está en mi mesilla de noche.

– ¿Entonces, quién le trajo el periódico a una hora en que los quioscos están cerrados?

Nedjma se enreda. Ya iba siendo hora. Su sobriedad me estaba resultando excesiva para una amante que acaba de perder a su santo patrono. Frunce sus deliciosas cejas, rebusca con rapidez en su cabeza, pero no encuentra escapatoria. Al mirarme me doy cuenta de que tiene los labios descompuestos, retorcidos por una mueca de incomodidad.

– Es verdad -reconoce-. Quizá salió mientras yo dormía.

– Los quioscos no abren hasta dentro de media hora.

– A veces, cuando se trata de asuntos importantes, llama a la imprenta. Sabía que lo de la tele iba a salir en la prensa escrita.

– Eso no se sostiene. Si hubiese llamado al impresor, lo habría usted llamado a él cuando apretó la tecla «bis».

– En ese caso, alguien se lo debió de traer esta mañana -me concede.

Nedjma no está a gusto en su pellejo.

Le ruego que me lleve al dormitorio donde pasaron la noche. Obedece con la cabeza en otra parte. El tema del periódico la tiene preocupada. No le había prestado la debida atención. La sigo por un pasillo tapizado con frescos revolucionarios que ponderan el valor de nuestra guerrilla; unas pinturas de escasa calidad pero suficientemente patrioteras para infundir respeto. Nedjma camina delante de mí. Su porte ya no es tan noble; no se sabe si pretende huir o sobreponerse.

El dormitorio es inmenso, con no menos de cuatro puertas vidriadas tapadas por cortinas de terciopelo recogidas con imponentes cordones dorados. En el centro, una gran cama con baldaquín cubierto de sederías, flanqueada por dos mesillas de noche y un sofá a la romana. Enfrente, un espejo monumental refleja la luz del día por toda la habitación. Las paredes son de color blanco roto. En cuanto a las dos arañas que caen en cascada del alto techo, son puras maravillas que deben de costar el riñón de un millar de funcionarios íntegros.

Nedjma me pide permiso para ausentarse un par de segundos, que le concedo de buena gana. Ya más tranquilo, inspecciono el lugar a mis anchas. Distingo sobre una cómoda las gafas de Hach Thobane, un vaso sobre la mesilla de noche -que deslizo en el bolsillo de mi abrigo-, una libreta al pie de una lamparilla. Curioseo en los cajones, remuevo algunas pilas de informes, me topo con algunas naderías, nada demasiado interesante. El ruido de la cadena del váter despierta mi atención. Nedjma me pilla contemplando un óleo que representa al difunto en sus mejores tiempos.

– Es de Alessandro Cutti, un famoso pintor italiano -me informa con una pizca de agresividad.

– Me hubiese extrañado que fuera de Denis Martínez.

– ¿Quién es?

– Un famoso pintor argelino.

El timbre de la puerta nos interrumpe. Nedjma pone cara de extrañeza antes de contestar por el interfono.

– Debe de ser el equipo científico de la Central -le señalo-. Yo les pedí que vinieran.

– ¿Por qué un equipo científico, comisario? Se trata de un suicidio.

– Una simple formalidad, señora -la tranquilizo.

A Hach Thobane lo han enterrado en menos de veinticuatro horas. Ignoro si por respeto a la tradición musulmana o por pasar rápidamente página sobre un episodio odioso de la leyenda revolucionaria, el caso es que ha sido muy rápido. Un certificado de inhumación expedido por un desaliñado ordenanza municipal, unos cuantos palazos en la tierra, un par de ridículas baldosas a modo de lápida, y se acabó la ceremonia fúnebre… Ni fanfarria ni pelotón de honor, ni siquiera una corona de flores. Los notables de Sidi Ba no han sido convocados, ni siquiera su alcalde. Poca gente, unos cincuenta paletos polvorientos traídos a la carrera de su pueblo, un grupo de antiguos combatientes seniles y ajados, y un siniestro imán que se da mucha importancia y no para de liarse con los versículos. Algunos visitantes pasan una y otra vez delante del grupo hurgándose la nariz. Los camilleros esperan con impaciencia que les devuelvan la camilla para largarse. Sólo un vejete lloriquea, un poco apartado, sostenido por un chico. Debe de ser el hermano del difunto. Algunos compañeros intentan sin convicción consolarlo y alguno que otro le reprocha que esté dando la nota.

Se abrevia el ceremonial hasta quedar reducido a la mínima expresión. Se está allí para comprobar que el ogro ha estirado realmente la pata, no para comentar sus maldades. Tampoco se han dignado aparecer los altos cargos del partido. El difunto no tiene derecho a la consideración que corresponde a su rango; el escándalo le ha hecho caer oficialmente en desgracia. Distingo a un par de periodistas y a un fotógrafo bizco. En la prensa vespertina apenas se le concederá una pequeña nota junto a la sección de necrológicas. Lo justo para confirmar el rumor y dar que pensar a los supervivientes.

Cuando introducen sus restos en la fosa, me doy la vuelta y me dirijo hacia el aparcamiento, donde Serdj está montando guardia junto a mi cacharro. No ha querido asistir a las honras fúnebres. Dice que las tumbas lo ponen enfermo.

– ¿Qué hacemos? -pregunta.

– Tú mandas.

Me propone que tomemos un café en el paseo marítimo. Me encojo de hombros. De camino, se percata de que tengo una depresión para desempalmar a un tanque y estima que lo mejor es llevarme a casa.

Didu me espera en la entrada de mi casa, con la cara descompuesta.

– ¿Qué ocurre ahora?

Didu es taxista. No pasa semana sin que lo multen.

– Te juro que esta vez no tengo nada que ver -empieza diciéndome-. Llevaba a un pasajero y, en un cruce de calles, me topé con un atasco. El que iba detrás de mí se puso a darle al claxon y a ametrallarme con sus luces. Parecía tener prisa, pero no podía ni adelantar ni echarme a un lado. Entonces me puso como un trapo. Te juro que ni siquiera reaccioné. Seguí tus consejos.

– No del todo, por lo que veo. Prueba de ello es que sigues dándole vueltas a lo que quieres pedirme.

Didu se quita su andrajosa gorra y la arruga entre sus manos. Mi impaciencia lo indispone y no le gusta andarse por las ramas.

– Era un cabo, Brahim. Me ha confiscado los papeles y ha metido mi ganapán en el depósito. No tengo con qué dar de comer a mis niños. Te juro que no tengo nada que ver. Había un atasco…

Luego me mira con esa cara de perro apaleado a la que jamás he sabido resistirme. Me sorprendo prometiéndole que resolveré su problema a primera hora de la mañana. Didu se siente tan aliviado que me agarra la cabeza con las manos y, casi entre sollozos, me da un beso en la coronilla.

Así es Argelia: un tirano menos y mil que toman el relevo sobre la marcha. En nuestro país, el abuso no es una desviación sino una cultura, una vocación, una ambición.

Mina me ha preparado un festín: tortilla con setas salvajes. Me como mi parte, la suya y un pellizco de la de los niños; luego me encierro en mi dormitorio para digerir a mis anchas. Cuando estoy en lo más profundo del sueño, mi hija me sacude.

– Papá, es la Central.

Voy titubeando hasta el vestíbulo y cojo el aparato.

– ¿Sí?

– Los muchachos del laboratorio piden que se ponga en contacto con ellos -me informa Serdj.

– ¿Qué hora es?

– Las tres y veinte.

– ¿Te importaría pasar a buscarme? Tengo el coche en el mecánico.

– Estaré abajo dentro de un cuarto de hora.

El laboratorio de la policía científica se encuentra en el sótano de un edificio administrativo en medio de la Comisaría Central. Antes era un almacén donde se guardaba de todo, una especie de enorme trastero donde podían llegar a parar archivos comprometedores, máquinas de escribir en desuso, cualquier tipo de antigualla y hasta unos borceguíes sin estrenar. Luego, debido a una inundación, hubo que limpiar a fondo los sótanos. Como la policía acababa de adquirir un nuevo material de investigación, sofisticado y codiciado por las demás direcciones, la jerarquía decidió crear allí un laboratorio. Desde entonces los muchachos que apencan aquí abajo pillan todo tipo de enfermedades, y nadie sabría decir si se debe a la maquinaria con que trabajan o a la humedad.

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