Yasmina Khadra - La parte del muerto

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Un peligroso asesino en serie es liberado por una negligencia de la Administración. Un joven policía disputa los amores de una mujer a un poderoso y temido miembro de la nomenklatura argelina. Cuando este último sufre un atentado, todas las pruebas apuntan a un crimen pasional fallido. Pero no siempre lo que resulta evidente tiene que ver con la realidad. Para rescatar de las mazmorras del régimen a su joven teniente, el comisario Llob emprende una investigación del caso con la oposición de sus superiores.

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– Las familias que ha citado colaboraron con el enemigo. Fueron juzgadas y condenadas por el Tribunal militar del FLN. Su fortuna no nos interesaba. Los Talbi eran más pobres que Job. Eso lo sabe todo Sidi Ba. Entonces, ¿por qué los iban a ejecutar si el objetivo de aquella operación era exclusivamente la fortuna de los condenados?

Esgrimo mi carpeta antes de tirársela sobre las rodillas.

Con toda calma, saca de ella un paquete de fotocopias.

– ¿Qué es?

– Lea, se le va a refrescar la memoria.

Se da la vuelta hacia el interior de la villa y pide que le traigan sus gafas. El gorila cojitranco acude de inmediato. Hach Thobane se pone las gafas, cuyos cristales le agrandan exageradamente los ojos, y hojea los documentos, que no parecen impresionarle.

– No veo lo que significa esto, comisario.

– Se trata de una copia del libro de contabilidad que Ameur Talbi llevó durante la guerra. Aquí está registrado el conjunto de los depósitos en metálico que gestionaba en provecho de su batallón, así como los descargos firmados por usted. Resulta sencillo evaluar las entradas y salidas de dinero, la suma de los distintos donativos, colectas y contribuciones financieras de la ciudadanía, musulmanes y cristianos -incluida la extorsión-, recaudados en la comarca de Sidi Ba de marzo de 1956 a junio de 1962. A saber, cuarenta y cinco millones de francos antiguos en metálico, mil ciento treinta y siete luises de oro, doce kilos de oro, cincuenta y dos joyas por una suma de tres millones… En resumen, la totalidad de un botín de guerra que jamás ha declarado al FLN y que se quedó cuando acabó la guerra.

– Váyase…

– Ameur Talbi era su tesorero secreto. Lo mandó ejecutar, así como a su familia, para no dejar testigos…

Se rompe el puente. Hach Thobane se pone de pie, conmocionado, completamente derrumbado, con una pistola en la mano.

– Llevo un micro oculto, y hay bastante gente siguiendo con interés nuestra conversación en este preciso momento. Lo siento, pero tenía que tomar algunas precauciones. Esta semana han sido eliminados dos hombres en Sidi Ba por menos que esto. Su asesino olvida -como todos los asesinos- que se puede matar a miles de testigos, pero que jamás se puede matar del todo la verdad.

Los nudillos de su puño armado se tornan blanquecinos a la vez que se estremecen.

– ¡No irá a dispararme!

– No me perdonaría mancharme las manos con la sangre de un perro -refunfuña-. Hay gente que se encarga de ese tipo de trabajo.

– Me andaré con cuidado.

– Demasiado tarde.

– ¿Cree usted que he hecho muy mal en hacerle esta visita, señor Thobane?

– Lárguese de aquí. Vaya en busca de su premio antes de que sus amos cambien de opinión.

Los dos gorilas me agarran por los hombros y me conducen a empellones hacia la salida.

Me tuerzo el cuello para mofarme de la deidad plebeya:

– Puede quedarse con el documento como recuerdo. El original está en lugar seguro. Hasta muy pronto.

– Ahueca el ala -me escupe el gorila en la nuca.

Hach Thobane observa, con una mirada tenebrosa, cómo sus hombres me llevan a rastras por la selva tropical. Debe de estar haciéndose dos preguntas fundamentales: con qué salsa me va a cocinar y cuándo piensa comerme.

Soria me llama para anunciarme su regreso de Sidi Ba y que todo fue muy bien. Su artículo de tres páginas saldrá mañana en los principales diarios nacionales. Me aconseja que me quede clavado en mi sillón y que no pierda de vista la pantalla de mi televisor; su reportaje saldrá en el noticiario de las ocho de la tarde. A las ocho menos cinco decreto el toque de queda en casa. Mina y nuestros hijos se reúnen conmigo en el salón, tan tensos como yo. No les he dicho nada, pero mi agitación les ha puesto la mosca detrás de la oreja. El pequeño es el único que se queda en su habitación, echando pestes contra sus deberes escolares. Las noticias se abren con un único titular: Hallada una fosa común en Sidi Ba, veintisiete restos humanos desenterrados, entre ellos quince niños. Las imágenes muestran una excavadora removiendo la tierra, a hombres exhumando cráneos humanos y varios montones de huesos, a testigos contando su versión de los hechos, todos la misma, la saben de memoria; una vista panorámica de las montañas de Sidi Ba, un zoom de la ciudad aderezado con un comentario abrumador. Unas imágenes de archivo remiten a los años de la guerra: pelotones de muyahidin avanzando por la nieve, aviones de combate del ejército francés bombardeando con napalm pueblos musulmanes, rostros quemados, campesinos huyendo de sus aldeas devastadas, mujeres y niños apiñados con sus hatos en carretas improvisadas; luego, vuelta a la fosa común, donde un anciano tambaleante cuenta el drama a la vez que señala un sendero y los alrededores. Reaparece el periodista para desarrollar el testimonio de las personas consultadas y se eclipsa, dando paso a una foto reciente de Hach Thobane, e inmediatamente después a otras, más antiguas, tomadas en el maquis, en las que aparece el famoso Zurdo exhibiendo una emisora de campaña tomada al enemigo durante una emboscada, pasando revista a su regimiento, apuntando con su subfusil, todo comentado en tono cavernoso de oración fúnebre… A mi alrededor, un silencio sideral. Mis dos hijos mayores y mi hija están anonadados. Mina tiene las manos pegadas a las mejillas y los ojos inundados de lágrimas. Ha dejado de oírse el ruido de los vecinos de al lado; habitualmente, a esta hora, sólo se oyen broncas y carreras de niños. Todo el edificio parece estar conteniendo la respiración. Pienso que lo mismo debe ocurrir en el resto del país.

– ¡Papá! -grita el pequeño desde su habitación-, ¿cómo quieres que haga los deberes con este follón? El teléfono lleva una hora sonando.

Tengo la impresión de estar emergiendo de un abismo, y me lleva mi tiempo asimilar los gritos de mi hijo. Al final percibo el ruido del teléfono. Llego hasta él y descuelgo; es Hach Thobane.

– Imbécil -me dice con una voz extraordinariamente serena.

Y añade, tras una pausa:

– Diga a sus comanditarios que no hay que vender la piel del oso antes de haberlo cazado.

Cuelga.

Mina me encuentra hecho un cascajo en nuestro dormitorio, con el auricular en la mano y la mirada perdida.

A las seis menos cuarto de la mañana, el teléfono me saca de un bote de la cama.

Es Nedjma, la amiguita de Hach Thobane:

– Venga rápidamente -me dice sollozando-, ha ocurrido una desgracia.

Tercera parte

Morir es el peor favor que se pueda hacer a una Causa. Porque impepinablemente habrá, por encima de los escombros y de los sacrificios, una raza de buitres lo suficientemente espabilados para hacerse pasar por aves fénix. Éstos no dudarán un segundo en utilizar las cenizas de los mártires como abono para sus jardines edénicos, en construir con las tumbas de los ausentes sus propios monumentos y en convertir en agua para sus molinos las lágrimas de las viudas.

Brahim Llob

El otoño de las quimeras

Capítulo 21

El día se despereza con cautela en el Camino de las Lilas. Parece que la noche ha sido movida por aquí. Algunos se han atiborrado de tranquilizantes para poder pegar un ojo. Normal, cuando linchan a un vecino es que anda rondando la ira popular. Me imagino la impresión de los nababs de Argel cuando encendieron su tele la víspera. No es tanto el escándalo de Hach Thobane lo que les ha encogido las tripas como el hecho de comprobar que nadie está del todo a salvo. Si se han atrevido a dejar en pelotas a un mito viviente, es que se puede desplumar sin problema a cualquier reyezuelo. Esto explica por qué la gente se resiste a abandonar las sábanas en esta parcela del paraíso. No saldrán de casa sin haber llamado por teléfono a diestro y siniestro para evaluar la magnitud del maremoto que va a devastar la ciudad. Mientras tanto, ya que las calles han dejado de estar seguras, prefieren quedarse calentitos en la cama, husmeando sus sábanas y olisqueando su transpiración.

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