Soria saca ahora su grabadora portátil.
– Y ahora viene lo mejor de todo -anuncia apretando el botón.
El Che vuelve a sentarse. La voz de Alí Rabah invade el salón como una corriente de lava. A su alrededor, el universo retrocede, se descompone, se disipa. No existe nada sino la pequeña cinta dando vueltas dentro de su caja, liberando segundo a segundo el insostenible relato de nuestro testigo clave de Sidi Ba. El Che tarda unos minutos en percatarse de que la cinta se ha detenido. Llama a Joe, con una expresión insondable en la cara, y le pide que le traiga sus píldoras. El ex boxeador obedece. Tras haberse tomado su medicamento, el anciano pide que lo dejen un rato en su despacho para reflexionar. Ordenamos nuestros documentos y esperamos una eternidad. Por la ventana, se han eclipsado las últimas luces del día. La ciudad desaparece bajo una noche sin luna.
El Che nos pilla aburridos como ostras. Ha recobrado su color y se le nota relajado. Decreta:
– Ni Argelia ni Dios nos perdonarían que diésemos carpetazo a este asunto. Estas monstruosidades no quedarán impunes.
Soria suspira de alivio. El anciano le sugiere que no se haga ilusiones.
– Esto no va a ser coser y cantar.
– Tenemos pruebas de sobra para acabar con él -exclama la historiadora.
– Hach Thobane no es un ciudadano ordinario y no puede uno plantarse en su casa con una orden de arresto y unas esposas. Se trata de un miembro permanente del buró político.
– También es usted miembro del buró político -le recuerdo-. Su influencia es tan colosal como su carisma.
– En las altas esferas las cosas no funcionan tal como usted imagina. Es algo más complicado. Los intereses personales están íntimamente ligados, así como las complicidades y las tramas. Si cae un pilar, se produce un efecto dominó. Muchos dinosaurios del régimen se sentirían directamente apuntados si uno de ellos se viera en peligro, ya sea aliado o disidente. El Sistema debe su longevidad al hermetismo del microcosmos que ha construido a su medida. En buena lid, en esos centros de decisión pueden no estar de acuerdo entre sí y torpedearse alguna vez que otra, pero cuando la amenaza es externa, todos los antagonistas se apoyan mutuamente, como una piña compacta y solidaria. Por lo demás, un peso pesado como Thobane no sólo tiene intereses; dispone de un contingente de discípulos y de peones que no están dispuestos a quedarse sin su maná. No nos va a resultar fácil bajarle de su peana.
– Fácil, no, pero es posible -dice Soria-. No es más que un canalla con las manos ensangrentadas. Es fuerte porque la gente no sabe cómo ha llegado hasta donde está. La información que tenemos lo va a dejar en pelotas frente a la opinión pública. Sus mejores amigos se apartarán de él. Cuando se ha dado la estocada, cada uno intenta ponerse a salvo. Estoy segura de ello. Es cierto lo que usted dice, Sidi Cherif, pero sólo cuando la conspiración se descubre o se aborta. Cuando el daño está hecho, cada cual se mete en su cascarón, y si te he visto no me acuerdo. Allá arriba, en las altas esferas, los vuelcos son tremendos. No nos dejemos intimidar. Estamos a punto de conseguir nuestro objetivo. Sigamos adelante. Ya tengo escrito el artículo para mi periódico. Si cuenta con su apoyo, mi director aceptará publicarlo. Sabe perfectamente que nadie traga a ese abyecto y asqueroso engendro, ni siquiera su propia familia. A ese crápula no se le venera, sino que se le teme más que a la peste. El país nos agradecería que lo libráramos de él. Sería horrible no seguir adelante tras tantos esfuerzos.
– ¿Quién ha hablado de arrojar la toalla? -pregunta el Che con calma-. Si hay alguien aquí dispuesto a seguir adelante, ése soy yo. Sé lo que este individuo supone para el porvenir de la nación: el peor de los cataclismos. El problema es otro. La pregunta es cómo podemos ser más eficaces. Si damos un paso en falso se nos echarán todos encima. Él saldría fortalecido y ya jamás nadie se atreverá a meterse con él. Nos jugamos el todo por el todo.
– ¿Está dispuesto a ayudarme a publicar mi artículo?
– En los principales periódicos -recalca-. En árabe, en francés, en chino si te apetece. Pero no será bastante.
– También necesitaré un equipo de televisión. Mañana regreso a Sidi Ba para filmar el desentierro de los cadáveres. Labras me llevará hasta allí. Filmaremos la exhumación de los cuerpos y todo el mundo podrá verlo por el telediario.
– Ante todo, no hay que precipitarse -dice el Che.
– De acuerdo, pero hay que actuar con mucha rapidez. El factor tiempo es la clave de nuestro éxito. Si ese canalla llegara a sospechar algo grave, se nos adelantaría y nos cortaría el paso.
– ¿Piensa que no está al tanto? -pregunto.
– Ignora lo más gordo. Cree que hemos fracasado, que hemos provocado una tormenta en un vaso de agua. Si no, ya nos habría soltado los perros.
El Che nos pide calma. Nuestro conciliábulo dura unas cuantas horas: Soria tendrá su equipo de televisión y su artículo saldrá en los principales periódicos del país. Pero, para ello, se impone una prueba añadida, sin la cual nuestra empresa fracasaría. «Y ahí es precisamente cuando entra usted en acción, comisario», me confía el Che. Tras lo cual nos encerramos en su despacho para ultimar los detalles de nuestro complot.
Argel está radiante, inspirada por la pureza de su cielo. Se complace en la vida, inmersa en su luz, y su bahía parece una enorme sonrisa. El sol saca pecho en la plaza y yo camino pavoneándome. Me encuentro bien en mi cabeza y en mi pellejo; estoy a punto de expulsar a una deidad de su Olimpo y, por ese mismo motivo, de entrar en la mitología. Para asegurarme de que nada me va a fallar, verifico con regularidad si mi Beretta sigue en su sitio y el micro debidamente pegado bajo mi jersey.
Hach Thobane me ha citado a las tres en punto. A las tres en punto aparco mi Zastava delante del número 7 del Camino de las Lilas. La verja tintinea justo cuando corto el contacto, confirmándome que se me espera con impaciencia. Un fulano achaparrado, muy ancho de espaldas, obstruye la entrada y se aparta para dejarme pasar. Cuando cierra la puerta procede a registrarme.
– No estamos en el aeropuerto de Roissy -le señalo.
No atiende mi observación, palpa la carpeta que llevo conmigo, registra con sus manazas expertas mis tobillos, mi entrepierna y descubre lo que anda buscando debajo de mi axila.
– ¡Aquí no entran armas de fuego! -me ladra tendiendo la mano.
– Estoy de servicio.
– Por favor, entrégueme su arma.
– ¡Ni hablar! Un poli no entrega su arma ni aunque se la estén metiendo.
Otro tipo cuadrado, de guardia en el porche, le hace una señal para que no insista. El gorila gruñe y se adelanta, renqueando ligeramente. Como un fogonazo, se me cruzan por la mente las palabras de Kong a propósito de los dos matones del Peugeot 405 gris de Sidi Ba: el otro, paticorto, cojea un poco… Atravesamos la propiedad de Hach Thobane, que me desvela todas sus maravillas. Toda una patria: avenidas de mármol en medio de un bosque tropical, pequeñas tapias de piedra tallada alrededor de palmeras enanas, hileras de farolas esculpidas, magníficos cuadros de flores delimitados por susurrantes riachuelos, un pequeño parque zoológico donde se contonean unos pavos reales entre un grupo de cuadrúpedos: una pareja de gacelas, una cierva, dos zorros del Sahara enjaulados, una joven cebra y otros adorables bichos traídos de países lejanos.
Hach Thobane está sentado sobre una imponente silla de mimbre, frente a sus animales de compañía. Está vestido con una gandura, la panza le llega a las rodillas y se está fumando un buen puro. A sus pies se extiende la piscina más bonita que jamás he visto en mi perra vida. Despide a su escolta con un dedo.
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