Yasmina Khadra - La parte del muerto

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Un peligroso asesino en serie es liberado por una negligencia de la Administración. Un joven policía disputa los amores de una mujer a un poderoso y temido miembro de la nomenklatura argelina. Cuando este último sufre un atentado, todas las pruebas apuntan a un crimen pasional fallido. Pero no siempre lo que resulta evidente tiene que ver con la realidad. Para rescatar de las mazmorras del régimen a su joven teniente, el comisario Llob emprende una investigación del caso con la oposición de sus superiores.

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Nos hace entrar en un salón cubierto por alfombras chaui * alumbradas por pantallas caladas de bronce. Nos sentamos en unos bancos acolchados. Yelul Labras prefiere quedarse de pie junto a la ventana.

– Para mi familia, estoy cazando perdices -nos explica Rabah con una voz entrecortada que contrasta con su fingido aplomo-. Lo cual tampoco es mentira. Dentro de unas horas llegarán unos amigos míos. A las cuatro de la mañana nos meteremos en el bosque. Toda esta escenificación es para no llamar la atención. Ya se lo he dicho, señor Llob. No quiero tener nada que ver con esta historia, aunque sé que ya va siendo hora de que el tumor reviente. Yelul no ha tenido que insistir mucho para convencerme. Yo mismo estoy hasta las narices, así que acabemos ya de una vez con esto. Pero antes de proseguir, tengo que hacerles algunas preguntas.

– Me parece bien -le digo-. Pero yo también tengo una, absolutamente prioritaria. Luego, le doy la palabra y las riendas.

– Le estoy escuchando, señor Llob.

– La primera vez fue usted quien nos remitió a Labras. Esta noche, es él el que nos trae hasta usted. ¿Puedo saber qué los une?

Yelul levanta la mano para indicar a nuestro anfitrión que quiere contestar por él. Éste acepta. El criador de pollos se dirige a Soria:

– Rabah Alí es el hombre armado al que Debbah mandó que me saltara la tapa de los sesos aquella noche del 12 al 13 de julio.

A Soria la exaspera mi comportamiento. Esos detalles no le interesan. Está impaciente por entrar en el meollo del asunto. Pregunta a Rabah:

– ¿Puedo tomar notas, señor Alí?

– Por mí, no hay inconveniente.

– Gracias.

Saca de su bolso un cuaderno de notas y un bolígrafo, poniendo de paso en marcha la grabadora oculta en él. Totalmente dueña de sus gestos y de su mente, abre el debate:

– Estoy esperando sus preguntas, señor Alí.

– ¿Sabe con quién se la está jugando?

– Con Hach Thobane, alias El Zurdo, un personaje influyente a escala nacional y miembro del buró político.

– Muy bien, señora. ¿Hasta dónde está dispuesta a llegar?

– Yo, hasta el final -dice Soria.

– ¿Es decir?

– Lo que quiere decir.

– ¿Está segura de poder plantar cara a Hach Thobane? De ser así, dígame cómo.

– ¿Puedo saber de qué va esto? -gruño.

– ¡Haga usted el favor, comisario! -se rebela Soria-. Sé perfectamente de qué va, y tiene razón. Han muerto dos hombres por la investigación que estamos llevando a cabo. Juro que esas muertes no quedarán impunes… ¿Se pregunta usted, señor Alí, cómo pienso enfrentarme a una deidad como Thobane, que campa por sus respetos y no teme a las leyes ni a quienes las aplican? No se preocupe, no estoy sola. Estoy muy apoyada, autoridades importantes que están al tanto de mis investigaciones y dispuestas a defenderlas si consigo algo suficientemente gordo como para ponerle en un apuro. Jamás me habría embarcado en esto si no estuviese segura de movilizar a gente dispuesta a poner la palabra Fin a esta historia.

– Si quiere que se lo diga, lo suponía. Me quedo totalmente tranquilo ahora que me lo confirma, pues voy a revelar cosas que son capitales.

De repente, enronquece. Ha llegado para él el momento tan temido, y acaba de darse cuenta de los peligros que le acechan. Una sombra de duda cruza su mirada. Soria lo mira fijamente, como intentando insuflarle parte de su determinación. A Rabah Alí se le va desvaneciendo el orgullo, titubea, intenta serenarse. Le suda la frente y se le secan los labios.

– Hay que seguir adelante, Sidi Alí -le exhorta el criador de pollos-. Confío en esta señora.

Rabah Alí se queda meditabundo ante la incitación del granjero, consigue superar su confusión y se desplaza al cuarto contiguo. Regresa con un pequeño cuaderno de espiral y lo suelta sobre la mesa delante de Soria:

– He guardado esto durante veintiséis años. Ya no quiero tenerlo conmigo.

– ¿Qué es? -pregunta Soria palideciendo.

– Era de Ameur Talbi. A mí me tocó escoltarlos aquella noche. Y digo bien escoltarlos. Ignoraba que iba a producirse una cacería. Tenía apenas veinte años y las manos todavía limpias. Me ordenaron que fuera a casa de los Talbi para invitarles a hacer las maletas. Para esta misión me proporcionaron un camión. Por entonces, yo no sabía ni discutir órdenes ni hacerme preguntas. Llamé a casa de los Talbi a las nueve y media de la noche. Mi fusil no estaba cargado. Con esto les doy a entender lo poco que sabía yo de lo que se avecinaba. Ameur Talbi no se esperaba mi visita. Me dijo que se trataba de un malentendido, que jamás El Zurdo enviaría a nadie a buscarle a su casa. Le dije que había recibido órdenes estrictas y que debía llevarles, a él y a su familia, al puesto 32. Ameur Talbi me contestó que, de todos modos, no podía ir porque su mujer era medio paralítica y su hijo menor tenía cuarenta de fiebre. Yo no tenía radio ni teléfono para comunicarme con mis superiores. Ante mi apuro, me enseñó este registro para demostrarme que estaba equivocándome de persona. Lo abrí y le eché una ojeada. Entonces llegó un todoterreno. Era un suboficial. Sin bajarse del vehículo, me ordenó a voces que me diera prisa. Intenté explicarle que quizá nos estuviésemos equivocando de persona. Me gritó que si no estaba en el puesto 32 antes de las diez, me arrancaría la piel con unas tenazas. Ameur Talbi lo oyó todo. La orden era tajante. Le dije que cuando llegásemos al puesto 32 todo se aclararía y que no se preocupara. Asintió con la cabeza y fue en busca de sus hijos. Dos de mis hombres ayudaron a la madre. Subimos al puesto 32 y allí ya no pude hacer nada. Yelul le habrá contado lo que vino luego.

Soria quiere saber qué tenía El Zurdo contra Ameur Talbi. Azorado por la gravedad de su testimonio y comprendiendo que ya ha ido demasiado lejos como para echarse atrás, Rabah Alí da un manotazo al registro.

– ¿Aún no se ha enterado usted? Ameur Talbi era el colaborador más cercano del Zurdo, su hombre de confianza más importante: era su tesorero.

Nos alcanza un rayo. La descarga es tal que a Soria se le rompe el bolígrafo en la mano. Su cara se convierte en efigie de cera.

Me quedo anestesiado, y no oigo las siguientes palabras de Alí. Me conformo con mirar cómo su boca masca su hiel. Oigo en mi interior un silbido cósmico que se traga el tamborileo de la lluvia sobre el tejado y el ruido del viento en los árboles.

Capítulo 20

Me cuesta reconocer a Soria. Una extraña mezcla de cólera y de júbilo intenso desfigura su rostro. No ha dicho esta boca es mía mientras Labras nos llevaba de vuelta al hotel. Sólo percibía el incontenible temblor de su cuerpo transmitido por el cuero del asiento trasero. Ni siquiera dio las gracias al granjero cuando nos dejó. Nada más llegar a su habitación agarró su maleta, presa de un ataque de frenesí, y la llenó desordenadamente.

– ¿A qué viene esto? -le pregunto.

– Hago mi maleta y me largo.

– ¿Sabe qué hora es? Va a amanecer dentro de nada.

Se pone tiesa y tuerce la boca. Me atraviesa con su mirada desorbitada.

– ¿Todavía no se ha enterado, señor Llob? Por vez primera en su vida, ese ogro de Hach Thobane se encuentra en un serio apuro, que tengo la firme intención de convertir en pesadilla. Estas cosas hay que hacerlas en caliente. La menor prórroga, cualquier distracción, una simple pausa para café le pueden dar tiempo para maniobrar a su favor. No le daré esa oportunidad. Antes muerta. Quiero que caiga, y cuanto antes mejor.

– Necesitamos dormir un poco. La carretera es mala y hace un tiempo de perros.

– No hay descanso mientras dura la guerra. Le recuerdo que tiene que sacar a su teniente del agujero donde se está pudriendo, comisario. Está loco por volver a su casa cuanto antes. En su situación, el tiempo vale más que el oro; se trata de sobrevivir. De todos modos, estoy tan excitada que no conseguiría dormirme. Si está cansado, yo conduciré. Le prometo devolverlo entero a su casa.

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