Yasmina Khadra - La parte del muerto

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Un peligroso asesino en serie es liberado por una negligencia de la Administración. Un joven policía disputa los amores de una mujer a un poderoso y temido miembro de la nomenklatura argelina. Cuando este último sufre un atentado, todas las pruebas apuntan a un crimen pasional fallido. Pero no siempre lo que resulta evidente tiene que ver con la realidad. Para rescatar de las mazmorras del régimen a su joven teniente, el comisario Llob emprende una investigación del caso con la oposición de sus superiores.

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– ¿Y por qué no te pavoneas tú delante de un espejo?

Recupera su dedo para agarrarse las pelotas y se aleja contoneándose.

Por la tarde, Soria insiste en que regresemos a casa de Labras, el de la granja de pollos. Acaba convenciéndome. La obligo a seguir un itinerario complicado con la esperanza de ver el Peugeot 405 gris en mi retrovisor. Tras recorrer unos kilómetros de pista, comprobamos que no nos están siguiendo. Regresamos al puente romano y tomamos por el bosque para ir a la granja de Yelul Labras. Lo vemos sentado sobre una roca en el borde de la carretera, como si estuviese esperando nuestra visita. Nos acoge con cierta frialdad. Soria me pide que la deje a ella, y sale del coche. Desde mi asiento, los veo negociar una entrevista. El granjero no está muy por la labor. Sus gestos de hastío y las miradas que me dirige son desalentadores. Soria no se rinde. Se emplea a fondo, recurriendo a sus encantos y a sus argumentos. El otro se va ablandando, cada vez menos atento a lo que le dicen. Al final, no sé por qué milagro, se levanta y se dirige al eucalipto. Soria me hace una señal para que la siga. Asunto resuelto.

El granjero dispone tres sillas plegables en torno a la mesa, al pie del árbol. No me dirige la palabra. Evita mirarme. Me siento al lado de Soria; él se mantiene un poco al margen. Dice de sopetón:

– He estado en el entierro de Tarek Zubir. Su muerte me ha afectado mucho. Era un tipo decente.

– ¿Lo conocía?

– Sí… Es cierto que había caído muy bajo, pero en otros tiempos fue una persona respetada. Fue una autoridad local allá por los años sesenta. Idealista y limpio. Creía en el renacer de Argelia. Su compromiso no pudo hacer frente por mucho tiempo a la codicia de los carroñeros. De tanto oponerse a los proyectos mafiosos del Zurdo, que se había adueñado de la comarca, acabó en la alcantarilla. Así y todo, tuvo suerte de que no se lo cargaran antes… Tengo esta granja gracias a él. No tenía donde caerme muerto. Nadie quería contratarme. Nadie me tragaba, ni en la ciudad ni fuera de ella. Era un apestado, y lo sigo siendo aunque ya no me tiren piedras. No tenía trabajo, ni parientes, ni apoyos, mi casa fue confiscada por los felagas *

¡Felagas! La palabra explota dentro de mí como una bomba, haciéndome perder la compostura. En una fracción de segundo se me enturbia la mirada y se me hinchan las sienes. Estallo de indignación como un volcán:

– ¿Cómo has llamado a los luchadores por la libertad?

– Felagas…

Esta vez se me incendia el estómago. Una ira incandescente se apodera de mí.

– Retira esa palabra ahora mismo.

– Eso no los disculparía, ¿sabes? -contesta un tanto intrigado por mi reacción.

– No te permito que hables así de ellos.

– Si te parece, me voy a cortar. No necesito tu permiso, y llamo como quiero a quien quiero. Si para ti eran héroes, para mí eran demonios.

– ¿Porque los harkis eran unos angelitos?

– Eran lo que eran, y en el peor de los casos, menos bárbaros que tus felagas.

Se me dispara el puño. Labras lo recibe justo debajo de la oreja izquierda. Cae hacia atrás. Antes de que se sobreponga, le doy con mi 43 en la barbilla. Soria intenta interponerse, pero la mando a volar por los aires. Labras se pone fuera de mi alcance y me apunta con el dedo:

– ¿Te atreverías a ponerme la mano encima si no fueras un polizonte? Te aplastaría como a una calabaza podrida. Pero la ley está de tu parte, ¿no es así? La hicieron a tu medida, ¿verdad, comisario? Pegas el primero y luego te amparas en ella. ¿No te resulta facilona esta prueba? Anda, guarda tu placa y tu pipa, y demuéstrame que tienes algo más que mierda en las tripas.

Me quito la chaqueta y dejo placa y pistola sobre el suelo. Me suelta un gancho por sorpresa. Veo las estrellas. Me suelta otro. Me flaquean las piernas pero el orgullo me impide caer. Hago acopio de rabia y me vuelvo a lanzar contra él. Nos enredamos en inextricables contorsiones e insultos. Menuda fuerza tiene el criador de pollos. El aire sano del campo le sienta de maravilla. Muy pronto, mis energías van menguando entre jadeos desbocados; mis agarradas pierden efectividad y precisión, y se diluyen. La contaminación de Argel me agarrota las pantorrillas. Labras comprende que lleva las de ganar e introduce su brazo bajo mi muslo para tirarme; le clavo un dedo en un ojo y le obligo a soltarme. De repente, una detonación nos llama al orden. Es Soria, con mi Beretta entre las manos, apuntándonos:

– ¡Basta ya!

Labras y yo nos separamos, hipnotizados por el cañón del arma.

– ¡Eh! -digo a la historiadora-, esto no es un juguete para señoras.

– Vosotros dos tampoco. Vuestras peloteras me sacan de quicio. Sois ridículos. Lo que me desespera es que ni siquiera os dais cuenta. El rumbo de los tiempos ha cambiado, señores. Los ideales que defendieron ya no están vigentes hoy, y lo que está ocurriendo en el país está en las antípodas de sus utopías. Apiádense de sí mismos y ahórrenme sus gilipolleces. Estoy llevando a cabo una investigación seria y me importa un rábano la morralla que representan.

– El incumplimiento de los juramentos no es asunto mío. En cambio, no tolero que nadie llame felagas a hombres y mujeres que murieron por su patria.

– ¿Y tú que has hecho para honrar su memoria, guardián del templo? -me grita el granjero-. El país por el que murieron está en manos de inútiles y de perros y, aparte de perseguir a los tullidos y de pegar a los mancos, ¿qué has hecho para evitarlo, señor luchador por la libertad?

– Yo no era un felaga.

– ¿Has estado al menos en el maquis?

– ¿Y esto qué es? -atronó levantando mi jersey para que vea una cicatriz de bala a dos centímetros de mi corazón. ¿Acaso parece una quemadura de cigarrillo?

– ¿Y esto qué es? -me replica bajándose el pantalón-. ¿Acaso mi placa de eunuco?

Me quedo sin aliento.

Soria no se da la vuelta. Aunque sorprendida por la desnudez del hombre, se queda pasmada al contemplar el bajo vientre cubierto por un vello espeso, como para ocultar su invalidez: el granjero tiene amputados el pene y los testículos.

Un silencio sepulcral se abate sobre todo el lugar.

Labras se sube el pantalón y se sienta, jadeante pero comedido. Me da la espalda como para expulsarme del universo y se dirige exclusivamente a Soria:

– Debió usted dejarlo en su zoológico, señora. Las fieras se ponen muy nerviosas cuando se las saca al bosque…

– Lo siento muchísimo, señor Labras.

Le guiña un ojo, con tristeza.

– No es grave. En cierto modo es mejor así: al menos, permaneceré fiel a mi difunta esposa hasta el final… Haré una excepción por tratarse de Tarek Zubir-dice cambiando repentinamente de tono-. No se merecía acabar así. Le debo mucho. Fue el único responsable que aceptó recibirme. Me escuchó, y fue él quien me sugirió que me instalara aquí, lejos de los hombres y de su rencor. Si no hubiese intervenido personalmente, el banco no me habría prestado ni para una cuerda con la que ahorcarme. Los canallas que le han matado no se saldrán con la suya. Estoy dispuesto a correr todo tipo de riesgos con tal de que paguen. Dígame lo que quiere saber, señora, estoy listo.

Soria me devuelve la pistola. La guardo en la cintura y me levanto para tomar el aire, pero no tan lejos como para perderme la conversación.

– Tarek Zubir debía presentarnos a un testigo clave el día en que fue asesinado, señor Labras. Era a propósito de la familia Talbi, desaparecida la noche del 12 al 13 de agosto de 1962. Quería cooperar a fondo con nosotros. Desgraciadamente, se nos adelantaron. Y Debbah…

– No me hable de ese perro. Ha muerto como siempre vivió. Era un carnicero, un canalla de la peor especie. Muchos inocentes han pasado por el filo de su cuchilla. Sólo con pensar en él me dan ganas de ir a cagar sobre su tumba.

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