Yasmina Khadra - La parte del muerto

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La parte del muerto: краткое содержание, описание и аннотация

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Un peligroso asesino en serie es liberado por una negligencia de la Administración. Un joven policía disputa los amores de una mujer a un poderoso y temido miembro de la nomenklatura argelina. Cuando este último sufre un atentado, todas las pruebas apuntan a un crimen pasional fallido. Pero no siempre lo que resulta evidente tiene que ver con la realidad. Para rescatar de las mazmorras del régimen a su joven teniente, el comisario Llob emprende una investigación del caso con la oposición de sus superiores.

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– Supongo que está bien respaldado, señor Llob.

– No faltaría más.

– ¿Puedo ver su orden de misión?

– Yo, en su lugar, me abstendría.

Aparta el teléfono.

– Vale -suspira gimiendo.

– Si no es mucho pedirle, ¿me puedo ir ya?

Aparta los brazos, rindiéndose.

Antes de salir, echo una mirada por encima de mi hombro. Prefiero no contarles lo que veo.

Al día siguiente, Soria y yo nos adentramos en el bosque, en busca de Rachid Debbah, el famoso matarife que Tarek Zubir quería presentarnos en su casa. Acabamos dando con su cobijo, ya avanzada la tarde, gracias a unos pastorcillos. Vive al otro lado de la colina, en medio de matorrales y de escombros. El Lada no cabe por el sendero de cabras que lleva hasta su casa. Dejamos el coche junto a un huerto y escalamos el terraplén a pie. Soria corre más que yo, como si temiera llegar demasiado tarde.

Allí debieron de vivir varias familias antes de que todo quedara incendiado. Por el estado ruinoso de los cuchitriles, la mala hierba y las ratas, el siniestro debe remontarse a la noche de los tiempos. De un estanque quebrado fluye un reguero fétido que se pierde tras una muralla de chumberas. Ahí también el cadáver de un perro está a punto de descomponerse. Un poco más allá, la casucha. La puerta ha sido arrancada y tirada a una zanja. El zumbido de las moscas nos da muy mala espina. Soria está abatida. Suelta un taco y se sienta sobre una piedra.

– No puede ser -gime-. No puede ser.

Se pone a llorar.

Entro en el cuchitril.

Rachid Debbah está acurrucado sobre un jergón, en el fondo de una habitación vacía e invadida por una luz agresiva. El único mobiliario es un cajón colocado boca abajo a modo de mesilla de noche. Encima, una vela ahogada en su cera y una botella de vino vacía. El durmiente apesta; no se ha bañado desde el diluvio de Noé. Sus pies descalzos, que la minúscula manta no llega a cubrir, están negros de mugre. Me agacho para apartar la manta y veo la cabeza del pobre diablo: alguien le ha hundido el cráneo tan profundamente que la pared está salpicada de grumos de su cerebro.

Soria está exangüe. Se calla para contener la rabia que la invade. «No me toque», me suelta cuando le propongo ayudarla a bajar por el abrupto sendero. Y ni una palabra más. Sólo los espasmos de sus mandíbulas masticando en vacío, triturando ferozmente los gritos que escapan de su garganta. Renuncia a conducir. Lo hago yo, mirando de frente, mientras ella mira a lo lejos, terca y encogida, cruzada de brazos, como una cría enojada.

Un mutismo tormentoso nos acompaña durante todo el camino de regreso a Sidi Ba. La menor chispa lo haría saltar todo por los aires. Tengo la impresión de que me considera responsable de nuestra mala pata, de que piensa que tengo gafe.

La dejo en el hotel y voy a aparcar el coche en el patio de la carpintería. Es de noche. Una farola tuerta acentúa la oscuridad del suelo. Apago el motor y enciendo un pitillo. Justo cuando abro la puerta, se me echa encima una sombra profiriendo «hijo de puta». Recibo un golpe en la nuca, otro en la mandíbula y pierdo el conocimiento.

Cuando me despierto, reconozco el techo de mi habitación. Estoy tumbado en mi cama, con una barbacoa pegada a la sien. A mi alrededor, las paredes ondean lentamente. Me llevo la mano a la cara, me topo con zonas ardientes y chichones debajo de la oreja y en las mejillas. Intento levantarme, pero no consigo sino intensificar mi migraña y renuncio de inmediato. Sólo entonces comprendo que he sido agredido.

Soria viene con una cacerola llena de cubitos de hielo. Se sienta a mi lado, empapa unas compresas en agua fría y las pone con cuidado sobre mis magulladuras.

– ¿Qué ha ocurrido?

– El recepcionista le oyó gritar. Si no llega a acudir, esos dos canallas le habrían linchado. La emprendieron a patadas con sus riñones mientras estaba en el suelo.

– ¿Podría identificarlos?

– Todo estaba muy oscuro. Huyeron cuando le vieron aparecer.

Me duele tremendamente la mandíbula. De repente, busco mi pistola bajo el cinturón y no la encuentro. Soria me tranquiliza.

– La he guardado… ¿No le dio tiempo a verlos?

– No vi nada.

– Se está usted haciendo viejo, comisario.

– Yo también lo creo.

Lleva una bata vaporosa, blanca y transparente, dentro de la cual se mueve un cuerpo espléndido. Sus pechos de embrujo, bien recogidos en su sostén bordado, parecen dos soles saliendo tras una nube. Cuando se inclina sobre mí para aplicarme las compresas, se agitan como la gelatina y casi se me vuelcan encima. Es verdaderamente una real hembra. Ahora que parece haber digerido su cólera, tiene el rostro relajado, y sus ojos, esas relucientes joyas, me tienen fascinado. Su perfume me trastorna; tengo la vaga sensación de fluir corriente abajo hacia alguna ribera encantada. Se vuelve a inclinar y se le sale ligeramente el pecho más cercano a mí, con su pezón cual cereza sobre un pastel. De repente su mirada sorprende la mía y la desconcierta. Intento batirme en retirada como si fuera un chiquillo pillado con las manos en la masa. Me arrincona con su sonrisa, me desarma, me desnuda. No hay manera de hallar fuerzas para luchar contra esa extraña onda que me inunda por completo. Soria se percata de mi desasosiego y abusa de él impunemente. Sus dedos abandonan las compresas y se desperdigan por mi rostro, alisan el filo de mi nariz, se deslizan por mis labios, atizando una multitud de escalofríos por entre mis carnes y otras tantas llamaradas en mi espíritu. Ahora su seno se ha salido del todo y sobrevuela mi pecho como si fuera un fruto sagrado. Se me seca la garganta y mi corazón se desboca en su jaula como si fuera un gorrión asustado. Se inclina cada vez más, inundando mi cara con su pelo; nuestros alientos se mezclan en un silencioso baile; su mano va descendiendo hacia mi vientre, lúcida y soberana, sigue deslizándose sin el menor recato, movida por una fuerza irrefrenable. Me estremezco y me agito, totalmente desbordado. Los labios de Soria rozan los míos, neutralizando su temblor y bebiendo su desasosiego. El vértigo me vence y me apresa un delicioso tormento. Justo cuando inicio mi inmersión, sus manos se abalanzan brutalmente sobre mi bajo vientre y rompen el encantamiento. La agarro por la muñeca:

– Mina no me lo perdonaría.

– No tiene por qué enterarse -me murmura con su boca pegada a la mía.

– Pero yo sí lo sabría. No podría volver a mirarla con los mismos ojos. Con el tiempo lo iría sospechando y quedaría muy afectada, y yo jamás me lo perdonaría.

No insiste.

– Mina tiene mucha suerte -dice levantándose.

Capítulo 19

Kong sale del ayuntamiento a las cinco y media de la tarde. Se dirige a pie al centro de la ciudad, a pasos pesados y con la espalda encorvada. Basta con observarle para darse cuenta de que es un bruto. La gente cambia de acera cuando va a cruzarse con él; los chiquillos recogen su pelota y salen corriendo cuando se les acerca; los tenderos le hacen zalemas. En resumen, es una intimidación con patas. Cuando llega al zoco, se pide unos pinchos en un chiringuito, se los come en el mismo mostrador y se va sin llevarse la mano al bolsillo. A esto se le llama montárselo a expensas de la república. Luego se mete en un cafetín con mala pinta, expulsa a un jugador de dominó y ocupa su lugar. Al cabo de la tercera partida, la toma con su contrincante, que no ha sabido negociar su revancha. Al anochecer, se abastece en una tienda de comestibles y, con los brazos cargados de compras que no ha pagado, sube una callejuela infame y se mete en un edificio horrendo. Justo cuando abre la puerta de su pocilga, lo empujo hacia dentro y le golpeo la cara con mi pistola. Se derrumba como un oso electrocutado y sus paquetes se estrellan contra el suelo, llenándolo de clementinas y de huevos rotos.

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