Yasmina Khadra - La parte del muerto

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Un peligroso asesino en serie es liberado por una negligencia de la Administración. Un joven policía disputa los amores de una mujer a un poderoso y temido miembro de la nomenklatura argelina. Cuando este último sufre un atentado, todas las pruebas apuntan a un crimen pasional fallido. Pero no siempre lo que resulta evidente tiene que ver con la realidad. Para rescatar de las mazmorras del régimen a su joven teniente, el comisario Llob emprende una investigación del caso con la oposición de sus superiores.

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– ¿Participó en las matanzas de harkis?

– Sin duda. Esto fue una merendola, amigo. Todo el mundo se apuntó a la fiesta.

– ¿Tú también?

– Yo no operaba en la comarca. Y tampoco esperé al 19 de marzo para tomar las armas. Fui uno de los escasos letrados que ingresaron en el maquis. Estudiaba en el liceo y prendí fuego a mi centro antes de ir a guerrear. En 1957, para que lo sepa. Me hirieron dos veces (se abre el abrigo con orgullo y se sube el jersey para enseñarme dos agujeros parduzcos en su pecho). En 1960 me nombraron adjunto del comandante de mi compañía en Melaab, en el Uarsenis. Regresé a Sidi Ba una semana después de las masacres. Pero estaba aquí cuando el asunto de los Talbi.

Soria se estremece de pies a cabeza.

– Me llamo Zubir, señora, Tarek Zubir. Es usted historiadora, ¿cierto? Al menos es lo que dicen en la ciudad.

– Es cierto.

– Quiero ayudarles. Hay que meter mano a esta gentuza. Son prevaricadores, seres inmundos, perros y lobos hambrientos. A pesar de toda la pasta que han amasado, siguen arrasando. Esta región era el granero del país en tiempos de los franceses. De aquí salía el cuarenta por ciento de la carne roja que se vendía en el norte de África. Por intentar salvarla, me destituyeron y me soltaron sus perros. Di la señal de alarma en 1970. Dije que esta región tenía una vocación pastoril. No se debía desnaturalizarla con fábricas. Redacté un informe que preparé junto con un formidable equipo de expertos. No hubo nada que hacer, Hach Thobane estaba empeñado en industrializar su terruño. Para él, eso significaba emancipación. Quería abolir el estatuto de pastor que le recordaba su antigua condición. Me opuse a sus proyectos. De un papirotazo, me mandó destituir y dio instrucciones para que se me amargara la vida. Por su culpa estoy tocando fondo hoy.

– ¿Y si nos hablaras de los Talbi?

– A eso voy. No estaban únicamente los Talbi en este asunto. También estaban Kaíd Allal y su familia, que tenían tierras por toda la llanura y fueron asimismo dados por desaparecidos. Y los Bahass, que producían el mejor aceite de las Mesetas Altas: desaparecidos. Lo mismo que los Ghanem, que poseían varios miles de cabezas de ganado. En una sola noche, sin dejar huellas ni señales de vida. Como si se los hubiera tragado la tierra. La gente de aquí sospecha lo que ocurrió pero no se atreve a decirlo. Les da miedo pensarlo, recordarlo. Hubo otras desapariciones de ese tipo en los primeros años de la independencia. No gente con dinero, sino simples curiosos que intentaron averiguar lo que ocurrió aquella noche del 12 al 13 de agosto de 1962. No se volvió a saber de ellos. Yo no tengo miedo. Tampoco nada que perder. No tengo hijos, y mi mujer me dejó por un notable hace más de veinte años. No tengo una verdadera vida, ni ganas de prolongarla. Ojalá hubiese caído en el maquis. Esto ya no es vida. Por lo tanto, si hay que morir, más vale que sea por una buena causa. Con tal de hundir a Hach Thobane, que me corten el cuello ahora mismo. Es un criminal y un cabrón de altos vuelos. Me juego lo que sea a que su imperio financiero procede directamente de la purga nocturna de agosto de 1962.

– Lo que estás diciendo es muy grave.

– Esto no es nada al lado de lo que ha hecho.

– ¿Lo has conocido personalmente?

– ¡Y tanto!

– ¿Piensas que está estrechamente vinculado a este asunto?

– Tan estrechamente como al diablo.

Esbozo una mueca evasiva.

– No se hace desaparecer a gente sólo para quedarse con sus bienes. Tiene que haber algo más; si no, la gente ya habría empezado a largar.

– Eran familias acomodadas y por eso se las cargaron.

– ¿Porque se les tenía envidia?

– Porque querían quedarse con su fortuna. Una vez alcanzada la liberación, también había que buscarse la vida. Para seguir adelante, había que quedarse con lo de los demás, señor historiador. Los Thobane eran unos andrajosos. Antes de la guerra no tenían donde caerse muertos. El padre trabajaba como mozo de caballerizas en la granja de los Lapaire. Dicen que lo mató un caballo desbocado. Su hijo, Hach, era pastor con los Ghanem. Dos de sus hermanos murieron en Indochina, en el ejército francés. Hach heredó una miseria increíble. Lo recuerdo muy bien. Solía rondar los cuarteles para pillar latas de racionamiento. Para él, así empezó la guerra. Hizo amistad con soldados musulmanes y consiguió convencer a unos cuantos, con quienes organizó una emboscada contra un camión militar de aprovisionamiento. Un éxito total. Su primera hazaña, con siete soldados muertos como prima y el abastecimiento desviado al maquis. El Zurdo acababa de entrar en la leyenda por la puerta grande. Desde entonces, reinó de manera absolutista en toda la comarca, que, tras la guerra, convirtió en su sultanato particular. Se quedó con las tierras de Kaíd Allal, con los molinos de los Bahass y el ganado de los Ghanem, y a nadie le pareció desmesurado. ¿Acaso no era el salvador de Sidi Ba?

– ¿Y cuál era la fortuna de los Talbi? -le pregunta Soria.

– Ése es el punto oscuro de este asunto, señora. Que yo sepa, los Talbi estaban arruinados. Eran más bien pobres. Es cierto que el padre trabajaba como contable para los Lapaire, pero no ganaba mucho. ¿Por qué fueron a por ellos la noche del 12 al 13 de agosto? Eso sigue siendo un misterio. Ningún viejo de aquí puede contestar a esa pregunta, pues Talbi no pertenecía a ningún bando. Tenía una esposa inválida e hijos enfermos, así que lo dejaban en paz. Pero quizá alguien pueda ayudarle. Un veterano asesino de la revolución, hoy borracho con dedicación exclusiva, un tal Rachid Debbah. Vive recluido en el bosque. Como está tieso y es alcohólico, si le sueltan algo puede que haga un esfuerzo y recupere la lucidez.

– ¿Nos puedes llevar hasta donde vive?

– Por supuesto. Primero debería yo hablar con él. Es desconfiado y testarudo cuando decide no cooperar.

– Le pagaremos lo que pida -dice Soria.

Se levanta para irse.

– Si me prometen que van a seguir con esto hasta el final, iré ahora mismo a verlo. Así, mañana lo encontrarán despejado y en mi casa. Vivo a diez kilómetros de Sidi Ba, por la carretera de Medea. No tiene pérdida, mi casa se ve desde la carretera. Cuando pasen la gasolinera, a más o menos un kilómetro a su izquierda, verán un morabito. Más arriba se divisa una ruina al borde la pista. Mi casa está justo encima. No hay más casas por allí. Los estaré esperando con Rachid.

– ¿A las nueve? -le propongo.

– Tan temprano, no. Rachid no se levanta antes de mediodía. Digamos a las dos de la tarde.

Le tiendo la mano, agradecido. No me tiende la suya.

– Nos daremos la mano cuando hayamos acabado con esa gentuza asquerosa, señor historiador. No antes. Quiero que esa carroña pague y que el país se libre para siempre de ellos. No piense que es por simple venganza. Quizá también haya algo de ello, pero no se trata sólo de ajustar cuentas. Quiero a este país. No tiene por qué creerme, eso a mí me da igual. Lo único que me importa es ayudarlos para que puedan llegar hasta el final. Porque si se echan atrás como gallinas, esto será el fin del mundo, para mí y para todos aquellos que piensan que sigue habiendo justicia en esta tierra.

– Es cierto que a veces me pringo en asuntos turbios, pero no soy un gallina.

– Lo comprendí cuando te vi salir de la alcaldía.

– Hasta mañana.

– Eso es, hasta mañana, historiador. No faltes.

Le acompaño.

Cuando regreso, me encuentro con Soria de pie junto a la ventana, con gesto de consternación. Contempla la efervescencia de la plaza, con los ojos medio cerrados y una extraña arruga en la frente. Sin darse la vuelta, me dice:

– ¿Me puede dar un cigarrillo, señor Llob?

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