Yasmina Khadra - La parte del muerto

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Un peligroso asesino en serie es liberado por una negligencia de la Administración. Un joven policía disputa los amores de una mujer a un poderoso y temido miembro de la nomenklatura argelina. Cuando este último sufre un atentado, todas las pruebas apuntan a un crimen pasional fallido. Pero no siempre lo que resulta evidente tiene que ver con la realidad. Para rescatar de las mazmorras del régimen a su joven teniente, el comisario Llob emprende una investigación del caso con la oposición de sus superiores.

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– Antiguos oficiales del ELN, miembros del Partido. Han querido acompañarme para enterarse de qué va esto. Nuestras fuentes de información dicen que usted y su ayudante están removiendo las aguas turbias para hacer subir el lodo. Eso no nos hace gracia porque, precisamente, nuestro empeño está en evitarlo. Nuestra comarca sufrió mucho en la guerra colonial y no estamos dispuestos a que vengan por aquí forasteros a abrir nuestros ataúdes para abuchear a nuestros muertos. No sé quién es usted. Ayer llamé a Argel, y también esta mañana, y no hay nadie capaz de decirnos lo que están ustedes tramando aquí, ni quién anda detrás de sus manejos. De entrada, le diré que sus ocupaciones aquí apestan a malevolencia, y no tenemos ganas de estar con las narices tapadas hasta que se larguen de aquí. Resumiendo, no son bienvenidos y sus sórdidas intenciones exacerban enormemente nuestra susceptibilidad.

Los demás pautan el discurso de su jefe con un asentimiento de cabeza que confiere a su seriedad teatral un toque grotesco.

– No veo por qué un trabajo de carácter histórico les tiene que indisponer.

– Usted puede llamar a esto como quiera, pero para nosotros es subversión. Estoy seguro de que no tiene ni idea de lo que está haciendo ni de sus consecuencias para usted si insiste. Por lo tanto, en nombre de la ciudadanía de Sidi Ba y de los miembros de la asociación que presido, le ruego que se largue de aquí y regrese a su tierra.

– ¿Debo entender que me está amenazando?

– Usted sabrá.

Mira su reloj, se inspira del solemne silencio de sus acompañantes y decreta, en tono suficientemente claro para que no se preste a malentendido:

– Aquí no tenemos por tradición expulsar a los forasteros. No obstante, cuando se comportan con un descaro como el suyo, les concedemos, como mucho, una hora para que salgan pitando. Es la una menos ocho minutos de la tarde. Alguien volverá a pasar a las dos menos siete para asegurarse de que se han ido de verdad. No es necesario que paguen la cuenta del hotel. Ya me he hecho yo cargo.

No me da tiempo a contestar. El fulano se da la vuelta y se va, seguido por sus cuatro payasos.

Me quedo pensativo en medio del salón vacío.

Desde su mostrador, el recepcionista me observa de reojo. Ni una sola vez me mira de frente.

Hacia las dos, alguien llama a mi puerta. Se trata de un gorila repelente y brutal, con el hocico palpitante y brazos que le llegan a los tobillos. Es tan ancho que tapona el pasillo. Empieza por colocar sus manazas peludas sobre sus caderas, y sacar pecho, me mira de frente y, ladeando la boca, se mosquea:

– ¿Sabes qué hora es, amigo?

– ¿Por qué?

– ¿Cómo que por qué? ¿Seguro que estás bien de la olla? No irás a decirme que eres amnésico.

– ¿Y tú, seguro que sabes dónde llamas?

– ¿No eres Llob?

– Exacto.

– Entonces sé dónde llamo, señor mío. Además, jamás me equivoco. Son las dos y tú sigues dándole coba a las sábanas.

– ¿A ti qué te importa?

– ¿A mí qué me importa? ¿Tú estás seguro de que no estás loco, amigo? He venido a echarte de aquí.

Soria abre su puerta. El gorila la mira con espanto. Vuelve a dirigirse a mí y sigue con sus idioteces.

– ¿Has liado tu petate, amigo?

Pido a Soria con un gesto de la cabeza que vuelva a meterse en su habitación y, tras empujar con un dedo la abultada panza del cretino, le señalo:

– Te has equivocado de circo.

Y le cierro la puerta.

Antes de que me haya dado la vuelta se oye un estruendo. El mono gigantón acaba de invadir con una coz mi integridad territorial. Acto seguido, me levanta y me aplasta contra la pared. Mis piernas bailotean en el aire.

– A mí nadie me deja plantado, amigo.

Me lanza a través de la habitación.

– ¡Tu petate, y al galope!

Coge mi bolsa de aseo del lavabo y me la tira a la cara, abre el armario, agarra mi maleta y amontona mis cosas dentro. En ese momento nota algo metálico pegado a su nuca, se da la vuelta y se topa de frente con mi Beretta.

He visto camaleones cambiar de color, pero ignoraba que los gorilas también tuviesen esa facultad. A Kong se le ensanchan tanto las ventanas de la nariz que casi se le ven las larvas del cerebro. A todas luces, es la primera vez que se baja de su árbol y se tropieza con la civilización.

– El señor alcalde no me habló de pistola.

– Quizá también él ignore lo que es.

Retrocede hacia el pasillo con los brazos en alto.

– Tranquilo, amigo. Te advierto que esos chismes se disparan solos. ¿No te importa apartar un poco el cañón?

– De ti depende. Si prometes regresar a tu selva y no volver a salir de ella, me guardo la pipa y se acabó todo. En cambio, si vuelves por aquí a hacerme perder el tiempo, el señor alcalde ya no podrá premiarte con tu ración de plátanos.

Asiente con su cabezón y sale disparado escaleras abajo, más asustado que un forzudo de feria ante una avispa.

Soria me aplaude, apoyada en el marco de la puerta, con el pelo suelto hasta el nacimiento de las nalgas. Está tan orgullosa de mí que olvida abotonarse el camisón. Su pecho redondo y bello como una pera divina me deja turbado. Sin previo aviso, siento a la altura del ombligo un estremecimiento picudo cuyas ondas se van expandiendo por todo mi ser. Como no consigo apartar la mirada del pecaminoso esplendor medio oculto tras los encajes del escote, me apresuro a guardarme la pistola en la cintura para impedir que se me desborde la cosa.

Kong casi se desvanece cuando me ve entre el barullo de gente que se atropella en el vestíbulo de la alcaldía. Piensa que he ido allí para ajustarle las cuentas y huye por una salida de urgencia. Otro gorila intenta impedirme subir al piso. Le enseño mi placa. Afortunadamente, en las zonas rurales los polis aún gozan de cierto prestigio, y se deshace de inmediato en reverencias a la vez que me abre paso hasta una puerta acolchada. Una secretaria pintarrajeada deja de limarse las uñas y me echa una mirada golfa. Intuye que ando con prisas y me orienta con la barbilla por un pasillo, al final del cual me encuentro con una sala grande, de un lujo hortera, donde tres hombres berrean alrededor de una mesa atestada de teléfonos.

Los dos energúmenos que me dan la espalda hacen girar sus asientos y se ponen tiesos, pasmados ante mi intrusión. El más grueso cierra de golpe la tapa de un maletín lleno de billetes; el otro se limita a agazaparse tras sus grandes gafas de sol. No necesito una echadora de cartas para adivinar lo que está ocurriendo en el despacho del alcalde. Los dos mangantes apestan a chanchullo a kilómetros a la redonda. Los trajes idénticos, negros con rayas finas, la ridícula corbata de un amarillo espantoso y los zapatos acharolados delatan a los nuevos ricos del socialismo científico a la argelina, esto es, a esa cofradía de canallas visionarios que han conseguido convencer a los aparat-chiks de la necesidad de abusar de sus prerrogativas para erigir imperios financieros que nos permitan acceder al nuevo orden mundial mejor equipados y preparados.

– Podía usted haber esperado su turno, señor Llob -refunfuña el alcalde-. ¿No ve que estoy ocupado?

Los dos energúmenos olfatean el peligro. Recogen sus cosas y se largan. El alcalde, muy afectado por mi falta de tacto, se coge la barbilla con una mano y me mira con animosidad.

– No soporto a los descarados -me declara.

– Y yo no soporto que me atropellen. No debió mandarme a su gorila al hotel. Por su culpa no he podido echarme la siesta y no estoy de buenas.

– Ignoraba que estaba usted cumpliendo una misión. Normalmente, cuando es así pasan primero a verme a mí. Jamás lo han lamentado. Les pongo a su disposición mis recursos humanos y materiales y hago todo lo posible para que tengan una estancia agradable.

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