Por mi espalda corre un sudor helado. Ni por un momento, ni siquiera una fracción de segundo, me había planteado esa posibilidad. Desvariando como estaba por el calvario que debía de estar pasando Lino, no se me ocurrió para nada que se pudiesen invertir los papeles de tal modo. Un principio de pánico me retuerce las tripas. Mi mano se aferra sola al sillón.
– ¿Qué leches está pasando aquí? -me oigo farfullar.
– Esto va a peor, Llob. La Beretta que pillaron al asesino era efectivamente la de tu teniente. Ahora te voy a poner exactamente al loro de cómo se presenta el asunto: Lino no superó su fracaso amoroso con Nedjma y quería lavar su afrenta con la sangre de Thobane. Necesitaba a un matón. Tenía uno a mano: SNP, un asesino psicópata. Debió de conocerle mientras le seguía los pasos, con tu bendición, y proponerle un trato. Eso era lo que necesitaba SNP para volver a las andadas. Lino le prestó su arma para que hiciera el trabajo sucio. Las cosas salieron mal, y el resultado es el tinglado que tenemos ahora.
Esta vez, la mano no basta para sostenerme. Me desplomo en el sillón y busco febrilmente en mis bolsillos el paquete de tabaco. Ghali se digna incorporarse para darme fuego.
Me confía:
– En cuanto al tema de ese estúpido dispositivo en torno a la vivienda del sospechoso, el jefe aún no lo sabe, ni tampoco Thobane ni el ministro. El informe sigue en mi cajón.
Lo miro con cara de perro apaleado:
– No te entiendo.
– Te aprecio mucho, Brahim. Sé que no tienes nada que ver con esta basura. Deja que tu teniente se las apañe solo.
– Qué quieres decirme con que «el informe sigue en mi cajón».
– Que no quiero entregárselo al jefe, al menos de inmediato. No haría sino envenenar una situación ya de por sí explosiva. He decidido contemporizar, darte un margen de maniobra y un respiro.
– ¿Harías eso por mí?
– ¿Por quién me tomas?
Tengo la garganta seca y el sabor infecto de mi pitillo me arrasa el paladar.
– Ésta te la debo.
– No creo que tengas mucho que ofrecerme, comisario. Confórmate con rentabilizar la prórroga que te concedo. Si quieres que te sea sincero, no lo hago por tu cara bonita. Actúo así para poner a salvo la honorabilidad de tu director. Me he enterado de que esta mañana tuvieron que ingresarle en el hospital. Los últimos acontecimientos han podido con él. Si me arriesgo a escamotear el informe, es sobre todo por él. Ahora, lárgate de aquí. Nuestros dos ogros no van a tardar en despedirse. Como te pillen en este sillón, te van a comer crudo, y a mí también.
Asiento con la cabeza y me levanto.
A pesar del cable que me está echando Ghali, me cuesta serenarme.
– Ghali -le digo-, si quieres que rentabilice la prórroga que me has concedido, tienes que hacerme otro favor.
– ¿Cuál?
– Que me consigas una entrevista con mi teniente.
Mueve imperceptiblemente la barbilla, sin descruzar los dedos.
– No me pienso meter para nada en tus asuntos, Brahim.
– No más de cinco minutos.
– Quiero conservar mis privilegios.
– Sin su versión no puedo hacer nada.
– No insistas.
Hacia la una de la madrugada, Mina me sacude para señalarme que el teléfono está a punto de despertar a todo el vecindario. Antes de dar con el aparato, mi mano va tirando lo que encuentra sobre la mesilla de noche.
– ¿Diga?
– Soy Ghali, ¿te molesto?
– Depende de lo que me vayas a contar.
Silencio al otro lado de la línea, luego la voz del secretario se anima:
– No sé adónde me va a llevar esto, pero veré lo que puedo hacer para tu entrevista con el teniente.
Me despejo del todo.
Ghali cuelga antes de que me dé tiempo a darle las gracias.
Alguien me ha quitado el sitio en el aparcamiento de la Central. Pienso primero bloquearlo aparcando detrás, pero como se trata de un cochazo, prefiero no meterme en más líos con otro capitoste. Doy vueltas en vano en busca de una plaza vacía y, furioso, acabo bloqueando el cochazo, dispuesto a vérmelas con el mismísimo Azrael *. En pleno centro del aparcamiento, uno de nuestros coches se ha quedado embarrado en un hoyo. El conductor, con la guerrera abierta sobre su panza de tragaldabas, se lía a patadas con la rueda atascada, visiblemente falto de iniciativa. Algunos colegas lo observan pero ninguno se digna echarle una mano, lo cual no hace sino cabrearlo más. Está sudando la gota gorda y suelta espumarajos por la comisura de los labios. Al verlo tan hecho polvo me dan ganas de arrojar la toalla.
Me apresuro a llegar a mi sector.
Una extraña calma reina en el vestíbulo de la comisaría, en vez del tradicional frenesí. Los agentes se callan a mi paso.
Voy primero a ver a Serdj para interesarme por la salud del dire. Serdj me anuncia que éste ha sufrido un ataque de ansiedad y que está en observación en el hospital militar de Aín Naadja. Le sugiero que le lleve unas flores y una caja de bombones de importación. Menos da una piedra.
Baya, mi secretaria, suelta ruidosamente el teléfono al oírme llegar. Tras alisarse la falda, esboza una sonrisa bastante indefinible.
– El comisario Dine ha llamado tres veces.
– ¿Te ha dicho para qué?
– No, pero ha dicho que volverá a llamar.
– Pónmelo por la 2.
– Ahora mismo, señor.
Justo cuando estoy colocando mi chaqueta sobre el respaldo de mi silla resuenan los balidos del teléfono. Dine se acalora al oír mi voz. Empieza preguntándome dónde me he metido, como si acabara de perder la oportunidad de mi vida. Luego se tranquiliza y me pide que vaya a verlo al número 66 de la calle de los Sóviets. Yo solo, insiste.
Efectivamente, me está esperando en el lugar señalado, sentado sobre el capó de su coche y con los brazos cruzados. Él también está solo. Por su cara de alegría adivino que, por una puñetera vez, las noticias van a ser buenas.
– Deja aquí tu trasto -me dice-. Yo conduciré.
Me abre la puerta, me ayuda a sentarme con una delicadeza exagerada, se sienta al volante y arranca.
– ¿Adónde vamos?
– He conseguido ablandar a una autoridad jerárquica. Me ha costado pero me he salido con la mía: tenemos permiso para ver a nuestro amigo Lino.
¡Mentiroso!
Dine es un tipo cojonudo, pero lo suyo no es meterse en berenjenales por los demás. Me cuesta creer que haya ablandado a nadie. Se está limitando a obedecer órdenes. Ghali Saad ha cumplido con su palabra. Cómo lo ha conseguido es asunto suyo. Me da igual que Dine intente sacar partido del asunto. Finjo estar agradecido, pues lo importante es poder por fin ver a mi teniente.
– Sabía que podía contar contigo.
– Estos son tiempos muy jodidos y hay que echarse una mano.
– Por supuesto que sí.
Atravesamos media ciudad, cortando por callejuelas cada vez más tortuosas. Por un momento, tengo la impresión de que mi guía está intentando despistarme. Ya puesto, podría ponerme una venda en los ojos. No pasa nada. Estoy tan excitado ante la idea de volver a ver a Lino que no quiero aguarme la fiesta. Media hora después, nos adentramos en un barrio arbolado, con enormes empalizadas, algunas rematadas con alambre de espino. Ni un solo caminante por los senderos, y un silencio aplastante y lleno de interrogantes. Dine toma una calle sombreada y sigue hacia un portalón que se desliza a medida que nos acercamos. Nos recibe un coro de gorjeos en un amplio patio. Algo muy parecido a un calvero edénico, si no fuera por el forzudo que nos está esperando junto a una fuente en ruinas, con los brazos caídos y la jeta atrincherada tras unas gafas opacas. Parece un verdugo esperando a pie firme su presa.
– Final de trayecto -me avisa Dine-. Todo el mundo fuera.
El forzudo no viene hacia nosotros. Ni siquiera se inmuta, aunque siento que su mirada me está radiografiando de arriba abajo, quedándose con mis segundas intenciones y mis obsesiones. Lleva un traje negro de estreno, hecho a medida, pero su rictus de predador, sostenido por unos colmillos salivosos, hace pensar en un moloso atado que se desvive por acometer.
Читать дальше