Yasmina Khadra - La parte del muerto

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Un peligroso asesino en serie es liberado por una negligencia de la Administración. Un joven policía disputa los amores de una mujer a un poderoso y temido miembro de la nomenklatura argelina. Cuando este último sufre un atentado, todas las pruebas apuntan a un crimen pasional fallido. Pero no siempre lo que resulta evidente tiene que ver con la realidad. Para rescatar de las mazmorras del régimen a su joven teniente, el comisario Llob emprende una investigación del caso con la oposición de sus superiores.

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Me siento mareado; saco un pañuelo y me seco la frente.

El guardián del templo se limita a abrir la puerta que está detrás de él. Sin zalemas ni gruñidos. Nos hace pasar, cierra tras él y se nos adelanta por un pasillo siniestro. A ambos lados, celdas bajas y oscuras. No se ven inquilinos, sólo espeluznantes ratoneras enrejadas. Más adelante, unas escaleras sórdidas se hunden hacia un sótano terrorífico donde enmohecen más celdas bajo espesas capas de salitre. Un hedor agresivo me irrita los ojos y la garganta. No hay tragaluz ni ventilación, sólo muros de piedra que rezuman secreciones mohosas, y esa impresión de estar errando por entre la bruma maléfica del purgatorio sin la menor posibilidad de salir indemne de allí.

Se me sigue helando la espalda y mi viejo reúma arrecia.

El forzudo toquetea la cerradura de una especie de cuarto trastero, abre dos cerrojos y enciende una lámpara de techo. Algo se mueve en el fondo del cuartucho, una forma humana encogida en el suelo. Es mi Lino. O lo que queda de él. Tiene la cara totalmente desfigurada, los labios reventados y sus ojos son dos enormes hinchazones violáceas. Un horror.

– Nos lo trajeron así -dice el gorila-. Aquí nadie se ha acercado a él desde que llegó.

Me invade la ira, pero conservo la calma. No puedo ni montar un follón ni desvelar mis intenciones. Estoy en territorio enemigo.

Me arrodillo junto a mi compañero de equipo, retiro lentamente la ligera y mugrienta manta con la que se cubre para hacer acopio de algo de calor. Le han quitado la camisa y el jersey, y lleva un pantalón de recluso del que salen unos pies sucios y tristes hasta agrietársele a uno el alma. Su cuerpo famélico está veteado de listados pardos producidos por garrotazos o fustazos con, en algunas partes, anchas desolladuras purulentas. Parece como si se lo hubiera tragado una trituradora y luego lo hubiese arrojado fuera.

Lino no me reconoce. Intenta sin éxito abrir los ojos. Tiene las narices taponadas por grumos de sangre. Levanta una mano laminada que no consigue llegar hasta mí. La agarro y la aprieto contra mi pecho.

– Soy yo. ¿Ves?, he conseguido dar contigo.

Siento una onda de choque que sacude al teniente de los pies a la cabeza. Intenta moverse algo más, pero se ahoga y se abandona a su sufrimiento. Intenta sonreírme para que sepa lo contento que está de volver a verme, pero las llagas de su boca sangran de inmediato.

– Estás demasiado magullado, chaval. Reserva tus energías.

Dine está patidifuso. Sin duda, esperaba algo así, pero esto lo supera todo.

Le pido con la cabeza que me deje solo con mi oficial.

– Estoy al final del pasillo -farfulla alejándose.

El forzudo no se mueve.

– No os lo voy a robar -le digo.

Medita durante tres segundos, acentúa su rictus y, sin duda animado por Dine, consiente en quitarse de en medio.

– Me han puesto guapo, ¿verdad, comi? -lloriquea Lino.

– Se han despachado a gusto.

De nada le sirvieron sus galones de oficial. En Argelia, ya se puede ser ministro o mozo de cuerda, eminencia gris o eminencia oscura, al que cae en manos de las fuerzas parapoliciales le hacen picadillo. Se le confisca la dignidad para prepararlo mejor para lo peor y se le arrastra por el fango hasta la muerte. Si, por algún milagro, consigue sobrevivir, es sólo para que se lo piensen quienes se sientan tentados de pasarse de listos con el régimen.

– ¿Qué día es? -pregunta con voz temblorosa.

– Se acerca el día del Señor.

Se mueve para incorporarse, se cansa y vuelve a caer sobre su jergón. Le paso mi brazo por la cintura y lo levanto con cuidado; su aliento lucha por abrirse camino entre sus gemidos y sus muecas de atormentado añaden a sus deformidades faciales una fealdad bíblica.

– Debí reventar entre sus manos como un forúnculo.

– Cálmate.

Sus heridas se estremecen de rabia. Hunde el cuello entre los hombros y se pone a sollozar. Si en ese mismo momento el macaco hubiese entrado a echar una ojeada, le habría sacado los ojos con un palillo de dientes. Pero nadie entra a molestarnos.

– Te sacaré de aquí, Lino.

– No podré aguantar mucho más.

– Sí, no puedes decepcionarme.

Un ataque de tos lo sacude violentamente.

Su mano me busca para aferrarse a mi muñeca.

– Estoy metido en un follón -le confieso-. Tienes que ayudarme. Quiero saber lo que te ocurrió aquella noche. ¿Dónde te metiste, qué hiciste y cómo perdiste tu arma? Algún detalle recordarás, por insignificante que parezca, algo que nos pueda llevar a alguna parte. ¿Estuviste de verdad en un bar la noche del jueves al viernes? Estabas hasta las patas cuando te detuvieron.

– ¿Es cierto que se han cargado al sospechoso?

– Es cierto.

– ¿No será un farol?

– Yo estaba allí y lo vi, le dispararon a quemarropa. No lo reconocí en el momento porque se había cortado el pelo y afeitado la barba, pero su identificación es definitiva. Se trata de SNP.

– Jamás vi a ese individuo. Cada vez que me tocaba turno de vigilancia, me ponía de acuerdo con mi compañero y salía corriendo a ver a Nedjma.

– El arma que le encontraron es la tuya, la misma que sirvió para el atentado contra Thobane y que mató a su chófer. Tienes que recordar cómo la perdiste.

Sus dedos ascienden por mi brazo y buscan un punto de apoyo. Quiere tomarse su tiempo, pero no se lo permito.

– Lino, no me van a permitir volver a verte. Así que no tendremos oportunidad de recordar tranquilamente lo que te ocurrió aquella noche. Éste es el momento de refrescar la memoria, pues no habrá otro.

Lino asiente con la cabeza. Un hilo de sangre sale de un absceso reventado en la sien y corre por su mejilla.

– No he parado de pensar en aquel día, Brahim. No pienso en otra cosa desde que me encerraron. Sé que una chispa bastaría para aclarar todo este asunto.

Sacude la barbilla desesperadamente:

– Lo siento, es como un agujero negro.

Regresa el macaco, con el ojo puesto ostensiblemente en su reloj. Me levanto. Lino comprende que la visita ha acabado. Se agarra a mi brazo. Lo que leo en su mirada me traspasa como un puñal. Su boca se estremece en medio de sus resquebrajaduras, intenta decirme algo pero, consciente de mi enorme desazón, cambia de opinión y se tumba en su rincón con los ojos mirando al suelo.

Capítulo 15

– Pienso que lo drogaron -dice Serdj dándole una calada a su colilla-. ¿Cómo quieres que recuerde algo después de lo que le han hecho? Estaba grogui cuando lo entregaron a sus torturadores. Estoy seguro de que ni siquiera le dieron tiempo para comprender lo que le estaba ocurriendo. Con los golpes que le han dado en la cabeza y las humillaciones por las que ha pasado no me extraña que no recuerde nada.

Miro mi taza sin abrir la boca.

Nos encontramos en la terraza de un café de Belcourt, lejos de mis colegas y de mi gente, dándole vueltas y más vueltas al hipotético balance de nuestras investigaciones en torno a un imbebible café de puchero.

Serdj aplasta su colilla en el cenicero.

Está agotado.

Llevamos seis días correteando, cada cual por su lado, tras un testigo providencial que pueda aportar alguna esperanza a nuestras pesquisas. Nada de nada. Serdj se ha metido en un centenar de tugurios con la foto de Lino por delante. Ni un barman, ni un borracho, ni una prostituta han arqueado la ceja. Yo, por mi parte, he vuelto a la casilla de salida para reconstituir la cronología de los hechos. Dos vecinos de Hach Thobane, una anciana y un joven cantante melódico, me han asegurado que el tipo que acechaba el regreso del zaím a su casa, emboscado muy cerca del número 7 del Camino de las Lilas, usaba un walkie-talkie. Cinco minutos antes de que llegara la víctima, oyeron el chisporroteo del aparato y algunos fragmentos de instrucciones incomprensibles, por lo que se supone que el matón tenía al menos un cómplice. Esa posibilidad, en vez de animarme, me fastidia. Hasta ahora, mi afecto por Lino y el temor de no poder sacarlo del atolladero en que se había metido no me sirvieron de mucho. Mis sentimientos se imponían a mi imparcialidad y no me permitían ver las cosas con claridad. Luego, una noche, decidí adoptar otra actitud. Si quería avanzar, tenía que aparcar mis cuitas y plantearme las cosas con mayor rigor. Soy poli, y un poli se mueve por lógica: ¿y si Lino estuviese metido en este asunto? ¿Y si realmente se hubiese dejado llevar por su odio y sus celos? ¿Al fin y al cabo, por qué no? No colabora, se escuda en una amnesia discutible, sabía quién era SNP, su arma es el cuerpo del delito, tenía móvil y ninguna coartada… Es triste plantearse ese tipo de hipótesis pero, desde un punto de vista profesional, el puzle resulta menos caótico. Lino no estaba sereno en aquel momento. Quizá acabara tomándose en serio sus amenazas. Desde ese punto de vista, el asunto se desenmaraña algo y no se presta a tanta confusión. Si se descarta este aspecto, nos mantenemos en la indefinición y no sabemos por dónde tirar. Lo que no veo nada claro es la chapucera puesta en escena del aparcamiento del Marhaba. ¿Por qué liquidaron a SNP? Acorralado como estaba, le podían haber esposado. Quizá fuera para poner término a un escándalo molesto para todo el mundo, especialmente para Hach Thobane, que, según las últimas noticias, ha puesto una denuncia a todos los periódicos que se hicieron eco del caso. Esta manera de funcionar es muy propia de nuestra tierra. Cualquier cotilleo susceptible de perjudicar el avance de la revolución se yugula de inmediato. Dentro del desafuero político ambiental, el rumor no tarda en convertirse en cataclismo. Así, el régimen sólo debe su longevidad al letargo en que mantiene al pueblo llano…

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