Incapaz de superar el desasosiego que me invade, me sorprendo conduciendo a tumba abierta por la Moutonnière. No recuerdo cómo he conseguido huir del barullo de Bab El Ued ni cómo he sido capaz de sortear la frenética circulación en hora punta. En Argel las nueve de la mañana son ya hora punta. Por el permanente estruendo de cláxones y refriegas entre conductores, cualquiera diría que la gente trabaja en su coche.
Por la ventanilla bajada me llegan a la cara ráfagas de viento que poco a poco me van reanimando. Para empezar, intento ubicarme. Vengo por el este, como si regresara del aeropuerto. ¿Dónde me había metido? No tengo ni zorra idea. El mar está en calma y, repantigada en su bahía, Argel le hace ascos a sus miserias. Aprovecho que la velocidad se va moderando para echarme a un lado y aparcar donde puedo; bajo para desperezarme al sol y, con los zapatos en la mano, camino por la arena húmeda de la playa cuidando de no cortarme las plantas de los pies con un casco roto de botella. Algunos jóvenes desocupados pululan por grupos, unos volubles y otros meditabundos. Como el relente de los bulevares les vicia el alma, vienen acá para aplacar su amargura. A la sombra de un barco encallado, dos diminutos chavales se meten por la nariz alguna porquería para aguantar el tirón. Ya desahuciados con doce años, no esperan nada de su infancia ni de la vida. Como por aquí no se aventura la pasma, se dedican a esnifar pegamento y a envenenarse con brebajes impensables con la esperanza de acelerar el desgaste de las últimas amarras, antes de alcanzar por fin el nirvana.
Me siento sobre una duna, enciendo un pitillo y contemplo el mar. A lo lejos, unos barcos esperan con paciencia que algún pez gordo confunda su ancla con un anzuelo. Las gaviotas revolotean, como un enjambre de muecas, sobre las olas. Me apoyo sobre un codo y me dejo arrastrar por la desolación.
El dire sigue igual de destrozado. Hasta un sauce llorón le aventajaría en brío. Derrumbado tras su mesa de despacho, con unos medicamentos al alcance de la mano, se le nota que ya no da para más. Ha vuelto a fumar. Antes, y sólo alguna que otra vez, para relajarse tras un buen almuerzo, como mucho se fumaba un buen puro, preferentemente habano para cumplir con su condición de rentista de la república. Esta noche chupetea unos pitillos negros proletarios, probablemente para ir acostumbrando al cuerpo a los duros tiempos que se avecinan. Ya se ve destituido, sin un céntimo y con las tarjetas de crédito confiscadas. No resulta fácil volver a pisar la tierra cuando se ha vivido sacando pecho a lomos de una nube. Casi me da pena.
En Argelia, cuando te desplomas desde tu pequeño imperio por una de esas trampillas, hasta el más negro abismo se te hace pequeño. El dire lo sabe de sobra. Ha visto a compañeros suyos caer rodando desde su Olimpo de privilegios y convertirse en guiñapos cacoquímicos. Ahora se imagina a su vez caído en desgracia, sin protector ni amigos -pues los amigos tienen esa enojosa manía de esfumarse cuando se presagia un descenso a los infiernos-. No para de darle vueltas al tema, con las tripas encogidas y la náusea a flor de boca. Ya no soporta la mirada de los demás, ni su silencio; ya no se soporta.
Se ha quitado la camisa y está en camiseta, empapada de sudor frío. Tiene erizado el vello canoso de sus hombros, los ojos hinchados y la boca arrugada. Su cara parece una máscara mortuoria.
Está con otros cargos superiores, que han venido para acompañarle en su desdicha. Bachir, de la célula científica, una eminencia gris que se pasa la vida en el sótano de la Central bregando como un mulo. Es la primera vez que lo veo en el tercer piso. Ni él mismo parece saber lo que está pintando en esas alturas del edificio. Desterrado, se encoge en su sillón e intenta pasar desapercibido. A su lado, el teniente Chater, jefe de la sección de intervención especial, contempla un cuadro firmado por Denis Martínez. Se limita a hacerme una pequeña señal con la mano y vuelve a replegarse tras su bigote. Frente a él, visiblemente a disgusto, el informático Ghauti tiene puestos sus interrogantes en remojo. Un poco más allá, Bliss se examina las uñas.
– ¿Cuánto va a durar el velatorio? -pregunto con cara de asco.
El dire aplasta su colilla en el cenicero. No parece haberme oído.
– ¿Me ha conseguido el permiso para ver a Lino?
– Siéntate, Brahim.
– ¿Me lo ha conseguido o no?
– ¿Para qué?
– Quiero hablar con él. Es el único que puede aclararnos este asunto.
Bliss esboza un meneo de pestañas.
El dire agarra un nuevo pitillo, le da varias vueltas entre los dedos, como ausente, y luego se lo lleva a los labios. Ghauti se levanta y le tiende su mechero. El dire pega una interminable chupada, suelta el humo por la nariz y su mirada se derrumba sobre mí.
– Pierdes el tiempo, Brahim. A nuestro teniente Lino le ha caído tal cantidad de mierda encima que nos va a salpicar a todos. Una vez verificados los datos, queda confirmado: las huellas de los casquillos son efectivamente las suyas.
– ¿Qué dice balística?
Bliss se levanta de un bote. Con las manos en los bolsillos, pasa por detrás de mí y se planta junto al director. Dice:
– Balística espera que aparezca el arma para pronunciarse. Ahora bien, nuestro teniente declara que ha extraviado su pipa. No recuerda dónde la ha perdido o dejado olvidada. Se ha registrado su casa, y nada.
Aprovecha mi turbación para darme la estocada.
– Llob, el exceso de coincidencias va minando el terreno de la casualidad. Lino no nos deja ningún margen de maniobra para que le saquemos del atolladero en que se ha metido. Ya sólo le queda confesar, para que así podamos volver a casa. Ni siquiera tiene coartada. Fíjate qué mala pata. La noche del atentado nuestro teniente estaba colocado. Dice que estaba por ahí empinando el codo. ¿Dónde? ¿En casa de quién? No lo recuerda. Dice que ha perdido su pipa. ¿Dónde? ¿Cuándo? Se rinde, ni siquiera lo sabe. He ido personalmente a Bab El Ued con la esperanza de dar con uno de esos insomnes, por si lo hubiesen visto la noche del atentado. No le ha visto ni un gato. Este asunto es demasiado turbio como para que Lino quede limpio de las sospechas que recaen sobre él. Con el expediente que tiene, a ver quién le salva el pescuezo.
Voy con Serdj al barrio de Sustara para ver a Sid Alí, un poli retirado que ahora tiene un figón. A veces se juntan allí algunos compañeros para tomarse tranquilamente unas copas en su trastienda, lejos de los chivatos. Como Lino conoce el lugar, pienso que hay que empezar por allí. Quizá le consigamos una coartada.
Sid Alí separa sus aletas de cachalote al vernos llegar. Me suelta un par de besos con sus gruesos labios salivosos.
– ¿Qué le pasa a un poli cuando ve un pedazo de madero? -me suelta.
– No lo sé.
– Que se le hace la boca agua.
Al comprobar que su acertijo me deja impávido, recoge sus pestañas en gesto de consternación.
– Brahim, si has perdido tu sentido del humor, es que la cosa va mal.
– Si quieres que te diga la verdad, estoy fuera de órbita -le confieso-. ¿Has visto a Lino estos días atrás?
Sid Alí se aprieta las sienes con el pulgar y el índice para intentar recordar. Durante cinco segundos, su bigote de escobilla palpita bajo su abultada napia. Me agarro a sus labios, cual náufrago a su tabla de salvación, y rezo para que se le ilumine el rostro. Muy a mi pesar, niega con la cabeza, hundiéndome un poco más en la desesperanza.
– Es muy importante -le animo.
– Hace semanas que no lo veo. ¿Qué ocurre? ¿Ha desaparecido del mapa?
– Está de mierda hasta el cuello, y tengo que saber con exactitud dónde se ha metido estos últimos días, con quién estuvo y, sobre todo, qué hizo la noche del jueves al viernes.
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