Yasmina Khadra - La parte del muerto

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Un peligroso asesino en serie es liberado por una negligencia de la Administración. Un joven policía disputa los amores de una mujer a un poderoso y temido miembro de la nomenklatura argelina. Cuando este último sufre un atentado, todas las pruebas apuntan a un crimen pasional fallido. Pero no siempre lo que resulta evidente tiene que ver con la realidad. Para rescatar de las mazmorras del régimen a su joven teniente, el comisario Llob emprende una investigación del caso con la oposición de sus superiores.

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– ¡Dios mío! Si, además de todas las desgracias que se nos vienen encima, empiezan a tirotear a la gente…

– Esto no es el fin del mundo, Mina. Ahora te metes en la cama y te callas. Tengo la cabeza a punto de estallar.

Mina comprende que no estoy para bromas. Se levanta tambaleándose.

– Te voy a calentar la cena.

– No es necesario. Lo que sí me apetece es tomar un baño.

– Esta noche tampoco ha llegado agua al barrio.

– ¡Otra vez!

Mina abre los brazos.

Cuelgo mi chaqueta en el perchero para mantener la calma. Una vez en la cama, dejo de pensar para recapitular mentalmente lo que ha ocurrido esta noche. Al cabo de unas cuantas piezas, el puzle empieza a resultarme pesado. Demasiado agotado por las horas extra, pongo las manos bajo la nuca y cierro los ojos. Mina se mueve a mi lado y nuestra vieja piltra gime ahogadamente. Sé que no se dormirá antes que yo.

A las seis de la mañana ya estoy de pie, no del todo repuesto de mis insomnios pero decidido a sacarle el mayor partido posible al día. Tras un desayuno con mucho azúcar, empiezo por el número 7 del Camino de las Lilas. Quiero volver a inspeccionar el lugar del atentado ahora que estoy más descansado, por si la luz del día me revela lo que la negrura de la noche me ocultó. La víspera me fijé en dos vecinos, un joven y una anciana, que no dejaban de intercambiar miradas de fastidio cada vez que un polizonte los rondaba. Creo que debieron de ver algo.

El día se presenta espléndido. Ni una dichosa nube fastidia la pureza del cielo. Detrás de la colina, el sol promete superarse. Hoy es viernes y las calles, en este fin de semana musulmán, están desiertas. El traqueteo de mi Zastava rebota pomposamente contra los edificios, otorgando al silencio matutino una especie de gallardía que no estoy dispuesto a asumir. Atravieso varios barrios sin ver un solo bicho viviente. Hasta los semáforos están en intermitente. Llego a Hydra en menos de veinte minutos, sin mirar siquiera las villas señoriales que expiden un sentimiento de beatitud extrema. Aquí la gente no folla sino que se dan placer. Representan lo que la burguesía argelina ha conseguido con mayor éxito, a la sombra de las mimosas y de la impunidad. Para un buen creyente como yo, cruzar estos espacios es hacerse una idea del edén que le espera a uno post mortem. Me sorprendo prometiéndome seguir siendo honrado, cumplir con mis cinco oraciones diarias a rajatabla, jamás despotricar del prójimo, etc.

Cuando llego al Camino de las Lilas, mis ensueños se esfuman, huyen despavoridos. No podré inspeccionar el lugar estando más descansado. Hay un montón de gente a la altura del número 7, pisoteando el escenario del crimen y comprometiendo mis posibilidades de toparme con un indicio intacto. Los dos furgones de la víspera siguen ahí. Otros coches han llegado después; algunos, grandes como paquebotes, están cruzados en las aceras. Un policía de paisano me ordena que dé media vuelta. Me presento, pero no hay nada que hacer, no queda un puñetero sitio para aparcar mi cacharro. Decido abandonar mi Zastava de cualquier manera y seguir a pie.

Quien me intercepta es el comisario Dine, del Observatorio de los Servicios de Seguridad, el equivalente del FBI en Estados Unidos. Se estaba tomando tranquilamente un vaso de café en su coche cuando me vio. Abre la puerta y me pide que me acerque. Observo que ha echado tripa y que su traje tiene un toque más sofisticado de lo habitual. Deduzco que está empezando a sacar partido de sus nuevos galones.

– ¿Qué andas buscando por aquí? -me pregunta saliendo de su asiento.

– Anoche se me extravió la moral por aquí. He venido a ver si quedan algunas migajas.

Suelta su carcajada de cachondo mental y me sepulta entre sus brazos.

– Siempre me alegra mucho verte, Brahim. Me he topado antes con tu inspector Serdj y le he preguntado por ti. Me dijo que te fuiste cinco minutos antes de que yo llegara.

– ¿Estás aquí desde las cuatro de la mañana?

– Todo el mundo está aquí desde la noche de los tiempos. Han atentado contra Thobane, amigo mío. Tratándose de gerifaltes de esta envergadura, hay que proclamar el estado de alarma general en el país. El ministro acaba de largarse. Ha organizado personalmente todo el dispositivo. Todos los servicios están en pie de guerra y las patrullas están registrando a fondo la ciudad. Esto, ya entre nosotros, me parece un excelente ejercicio. Después de tanto tiempo tocándonos las narices, nada como un buen susto para espabilarnos. ¿A ti cómo te va?

– Tal como van las cosas.

Me agarra por el codo y me aparta de oídos indiscretos.

– ¿Qué pasa aquí, Brahim?

– Ni idea.

– Es la primera vez que se agrede de este modo a una deidad nacional.

– Hay una primera vez para todo. Ya que se ha recurrido al OBS, entiendo que la investigación ya no compete a la Central.

– ¿Tú crees que Hach Thobane va a confiar este asunto a la morralla? No se ha movilizado exclusivamente al OBS; además, para que se sepa lo que es bueno, el patrón de Investigación está dentro del chalé, haciéndole la pelota al zaím. Hace una hora salió para echar una bronca a sus hombres. Ni te cuento. Está pasando el peor rato de toda su jodida carrera.

– Supongo que, en vista de la que se ha montado, algo se sabe ya.

– Aún no se ha confirmado, pero al parecer están a punto de detener a un sospechoso. Los muchachos de Investigación han encontrado una media de mujer no muy lejos de aquí. Se supone que es la máscara que el asesino llevaba cuando la agresión. Los casquillos que se han recuperado provienen de una Beretta 9 mm, idéntica a la que usa la policía.

– ¿Mis hombres siguen ahí?

– Les han dicho que se vayan. Esto es un asunto de Estado. Todavía no nos han dado instrucciones claras, pero, con toda seguridad, va a intervenir el OBS con los medios técnicos del Servicio de Investigación.

– Supongo que ya no pinto nada por aquí.

– Ya nada te obliga.

– ¡Menuda suerte! -digo, chasqueado-. Esta tarde podré ir a la mezquita a rezar.

– También podrás dormir como un lirón, si te apetece.

El ambiente que reina en la Central está en las antípodas de la tremenda agitación del Camino de las Lilas. El edificio está como aplastado por un enojoso silencio. En la entrada, el policía de guardia opta por atarse los zapatos cuando paso en vez de saludarme. No hay el menor jaleo por el pasillo. Cierto que es viernes, pero tampoco es para tanto. El ruido de mis pasos resuena por los pasillos como disparos lejanos. Me pregunto si habrán evacuado el local por una alarma de contaminación.

Empujo la última puerta con que me topo. Ahí siguen los subalternos, fingiendo trabajar tras sus máquinas de escribir.

– ¿Todo va bien?

– ¿Y por qué no iba a ir bien, comisario? -me replican.

¡Pues bueno! Cierro la puerta y me dirijo hacia mis cuarteles, algo menos estresado.

Baya está de vacaciones, la sustituye un joven en prácticas. Como es muy ambicioso, trabaja con tesón en los crucigramas de su periódico. Al verme aparecer ante él, pega un bote como si fuera un muelle y por poco echa abajo las estanterías que tiene a sus espaldas.

– Con cuidado, muchacho, que apenas acabas de llegar y el presupuesto ya no da ni para el café de la mañana.

– Lo siento, comisario.

Observo que está a punto de desfallecer. Le sonrío para que se recupere del susto y cambio de tema:

– ¿Ha llamado alguien?

– Nadie, señor… El inspector del tercero vino a preguntar por usted.

Lo dejo ahí plantado y me meto en mi despacho.

Apenas me da tiempo de abrir mis cajones y ya me está llamando el director. No reconozco su voz. «Sube rápido», jadea. Por tres veces intenta colgar.

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