Yasmina Khadra - Las Golondrinas De Kabul

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Un carcelero amargado que se deja llevar por la desgracia familiar, un universitario sin empleo, atrapado por la violencia retórica de los mulás, y dos mujeres a las que la realidad condena a una desesperada frustración, forman un fondo cuadrangular psicológico y literario desde el que Yasmina Khadra se adentra en el drama del integrismo islámico. En el Afganistán de los talibanes, en el que ya no se oye a las golondrinas sino sólo los graznidos de los cuervos y los aullidos de los lobos
entre las ruinas de un Kabul lleno de mendigos y mutilados, dos parejas nadan entre el amor y el desamor; en parte marcado por la represión social y religiosa, pero
también por las miserias, mezquindades, cobardías y desencantos vitales de unos y otros que les impide sobreponerse al destino.
Pese al marco en el que se desarrolla la trama, Las golondrinas de Kabul es una novela con clara vocación universal, que rehuye los estereotipos en los que puede incurrir incluso alguien que, como Yasmina Khadra, ha padecido en primera persona la irracionalidad del integrismo islámico. Todas las cuestiones clave de la opresión se dan cita en Las golondrinas de Kabul; desde la banalización del mal hasta el poder aterrador del sacrificio, pasando por la histeria de las masas, las humillaciones, las ejecuciones crueles en forma de lapidación, la sombra de la muerte y, sobre todo, la soledad cuando sobreviene la tragedia. Pero siempre
dejando un fleco a la esperanza y al ingenio humano capaz de utilizar los aditamentos de esa sociedad represiva para escapar de ella. Con una hermosa prosa descriptiva y rítmica, sacudida por latigazos literarios que fustigan la conciencia del lector, Khadra hace de Las golondrinas de Kabul una novela impactante, turbadora y memorable. Nos enseña las razones y sinrazones de la vida cotidiana en una sociedad reprimida. Nos lleva a ver ese rostro oculto tras el velo.

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– ¿No es Nazish ese de ahí arriba?

– Me extrañaría.

El conductor guiña los ojos para concentrarse en el despojo humano que escala arriesgadamente la colina.

– Si no es Nazish, debe de ser su hermano gemelo.

– Déjalo en paz e intenta llevarme entero a casa.

El conductor asiente con la cabeza e, incorregible, lanza a toda velocidad al 4x4 por la accidentada pista. Antes de desaparecer tras un cerro, lanza una última ojeada al retrovisor, convencido de que el anciano de antes no puede ser otro que ese bobo que de vez en cuando ronda la casa prisión en la que suele estar Atiq Shaukat.

Agotado, con la garganta abrasada y las pantorrillas taladradas, Nazish se desploma en la cumbre de la colina. A cuatro patas, intenta recobrar el aliento; luego, se tiende de espaldas y deja que lo invada el vértigo. El cielo, al alcance de la mano, le procura una sensación peculiar de ingravidez; le parece que se está abriendo como una crisálida y se va escurriendo, voluta a voluta, entre las mallas fláccidas de su cuerpo. Así se queda, tendido en el suelo, con el pecho palpitante y los brazos en cruz. Cuando se le va disciplinando el ritmo de la respiración, se sienta y se lleva la cantimplora a la boca. Ahora que ha conquistado la montaña, nada le impediría enfrentarse al horizonte. Se siente capaz de caminar hasta el fin del mundo. Orgulloso de su hazaña, impensable en un hombre de su edad, alza el puño al cielo y deja volar una mirada de revancha por encima de Kabul, esa vieja nigromántica obstinadamente encerrada en sus tormentos que yace a sus pies dislocada e hirsuta, boca abajo, con las mandíbulas quebradas a fuerza de morder el polvo. Hubo un tiempo en que su leyenda rivalizaba con la de Samarcanda o con la de Bagdad, en que los reyes recién subidos al trono soñaban en el acto con imperios más amplios que el firmamento… Esos tiempos se acabaron, piensa Nazish despechado; es la última vez que le da vueltas al recuerdo. Porque a Kabul le horrorizan los recuerdos. Ha mandado ajusticiar su historia en la plaza pública; ha inmolado el nombre de sus calles en terroríficos autos de fe; ha hecho añicos sus monumentos con dinamita y rescindido los juramentos que sus fundadores firmaron con sangre enemiga. Hoy, los enemigos de Kabul son sus propios retoños. Han renegado de sus antepasados y se han desfigurado para no parecerse a nadie, y, menos que a nadie, a esos seres sometidos que vagan como espectros entre el desprecio de los talibanes y el anatema de los gurúes.

A un tiro de piedra, un varano está entronizado en una roca; junto a él, su larga cola, semejante a un sable. Está visto que, entre predadores, la tregua no está nada clara. En tierra de afganos, da lo mismo pertenecer a las tribus o a la fauna, da igual ser nómada que guardián de un templo, sólo se siente uno vivo cuando se tiene un arma cerca. El varano rey está, pues, de centinela; olfatea el aire, atento a las asechanzas. Pero ocurre que Nazish no quiere ya oír hablar ni de batallas, ni de asedios, ni de sables o de fusiles; no quiere ya fiarse de la mirada vindicativa de los chiquillos. Ha decidido darle la espalda al clamor de las metrallas, irse a meditar a las playas salvajes y ver el océano más de cerca. Quiere ir a esa comarca que ha sacado de lo más hondo de sus utopías y construido con los suspiros y las oraciones y los votos que le son más caros; un lugar en que los árboles no se mueran de hastío, en que los senderos viajen como viajan las aves, en que nadie ponga en entredicho su determinación de recorrer las comarcas inmutables de las que nunca regresará. Recoge siete piedras. Desafía con la mirada durante un buen rato esa ciudad en donde no hay punto de referencia alguno que le interese. De pronto, se le dispara el brazo y lanza muy lejos los proyectiles para conjurar la suerte y lapidar al Maligno si se interpone en su camino.

El 4x4 cabecea como un loco por la imprevisible pista. El patinazo de antes no ha infundido sensatez al conductor. Qasim Abdul Jabar se aferra a la puerta y asume el contratiempo con paciencia. Desde que salieron de la aldea tribal, el joven chófer sólo ha hecho lo que le ha dado la gana. Aprendió a conducir una vez alistado, como la mayoría de los combatientes, y no se percata de los daños que causa al vehículo. Lo trata hasta cierto punto como a un caballejo: la docilidad del vehículo se mide por la velocidad que se le puede sacar de las tripas. Qasim se agarra con fuerza al asiento e intenta no preocuparse demasiado, pues tiene la seguridad de que ningún argumento haría mella en la obcecación del muchacho. Piensa en la tribu, menguada por la guerra; en las viudas y los huérfanos, cuyo número ha rebasado los límites de lo tolerable; en el ganado, diezmado por la inclemencia de las estaciones; en la aldea destartalada, en la que no le ha parecido necesario pasar más tiempo. Si por él fuera, no volvería a pisarla en la vida. Pero su madre acaba de morirse. La han enterrado la víspera. Ha llegado demasiado tarde para las honras fúnebres y se ha contentado con orar sobre su tumba. Unos pocos minutos de silencio y una azora han bastado. Le ha metido luego discretamente a su padre un fajo de billetes de banco debajo del chaleco y ha ordenado al conductor que le volviera a llevar a Kabul.

– Nos podíamos haber quedado hasta mañana -dice el chófer, como si le leyese el pensamiento.

– ¿Por qué?

– Toma, pues para descansar. Ni siquiera hemos comido.

– No se nos había perdido nada allí.

– Estabas con los tuyos.

– ¿Y qué?

– Pues no sé… Yo que tú me lo habría tomado con más calma. ¿Cuántas semanas hacía que no volvías a la aldea? Meses y meses, o incluso años.

– No me siento a gusto en la aldea.

El conductor asiente, no muy convencido. Vigila al pasajero con el rabillo del ojo y juzga su comportamiento extraño en alguien que acaba de perder a su madre. Antes de seguir con el tema, espera a tomar una curva.

– Un primo tuyo me ha contado que tu madre era una santa.

– Era una mujer como es debido.

– ¿La echarás de menos?

– Seguramente, aunque no veo cómo. Era sordomuda. La verdad es que me quedará de ella poca cosa. Además, me marché muy joven. A los doce años ya me andaba buscando el cuenco de arroz de una frontera a otra y volvía pocas veces al redil. Un ramadán de cada tres. Así que no conocía a la difunta como debería haberla conocido. Para mí, era la mujer que me había echado al mundo. Y punto. Yo fui el sexto de sus catorce críos, y el menos interesante de todos. Hosco, intratable, más dado al puño que al grito; me parecía que en el cuchitril aquel había demasiada gente. Y demasiada poca ambición. Además, la difunta era de una discreción desconcertante. Al viejo le gustaba decir que se había casado con ella para que no le discutiese las órdenes. Y se reía a carcajadas. La mar de chistoso, el viejo. Poco espabilado, pero ni pizca de exigente o de mala persona. No tenía motivos. Las pocas broncas conyugales transcurrían en silencio y más que sacarlo de sus casillas le hacían gracia…

Los recuerdos inundan su mirada de un remoto espejeo. Hace un mohín y calla. No está triste; más bien decepcionado, como si los recuerdos lo molestasen. Tras un prolongado silencio, carraspea y añade, volviéndose de golpe hacia la derecha:

– A lo mejor era una santa. Bien pensado, ¿por qué no? Ni oía ni decía nada malo.

– Una bienaventurada, vamos.

– No diría yo tanto. Era una mujer tranquila, sin jaleos y sin enemistades. Para mí, era la encarnación de su sonrisa, siempre igual, amplia cuando estaba contenta, pequeña cuando la contrariaban. Seguramente por eso me fui tan joven. Con ella, me parecía que estaba tratando con una pared.

El conductor saca la cabeza para escupir. Su saliva piruetea en el polvo antes de caerle en la barba. Se la limpia con el revés de la mano y dice, con tono curiosamente dicharachero:

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