– No se trata de dinero -dice Atiq con hastío-. Ése es un resplandor que no me ciega.
– Ni tampoco te ilumina, por lo que veo.
– La oscuridad no me molesta.
– Eso habría que verlo. Yo, por mi parte, lo que te quiero decir es que no hay por qué avergonzarse de ir a buscar, de vez en cuando, a un amigo cuando no se encuentra uno demasiado a gusto consigo mismo.
– ;Te ha mandado Mirza Shah?
– ¿Ves? Te equivocas de medio a medio. No necesito para nada a Mirza Shah para echarle una mano a un colega al que tengo aprecio.
Atiq mira su bolsa; se le marcan los huesos de la nuca. Con la punta del pie desentierra un guijarro y empieza a hacer un agujero en el polvo.
– ¿Puedo irme? -pregunta con voz tensa.
– ¡Pues claro! ¡Vaya pregunta!
Atiq da las gracias con la cabeza y se retira.
– Había un erudito en Jalalabad -empieza a contarle de repente Qasim, yéndole a la zaga-, un sabio fenomenal que tenía respuesta para todo. No le fallaba ni una referencia literaria. Se sabía de memoria los hadices y los acontecimientos importantes que fueron decisivos para la historia del Islam, desde Oriente hasta lo más remoto de Occidente. Era un hombre alucinante. Si hubiera llegado a nuestros tiempos, creo que habría acabado colgando de una cuerda y decapitado, porque su sabiduría iba más allá del entendimiento. Y un día, cuando estaba con sus discípulos, alguien se acercó a cuchichearle algo. El ilustre erudito se puso gris de pronto. Se le cayó el rosario de los dedos. Se levantó, sin una palabra, y salió de la estancia. Nunca más se lo volvió a ver.
Atiq alza una ceja:
– ¿Y qué fue eso que le dijeron al oído? -pregunta, en guardia.
– La historia no lo cuenta.
– ¿Y cuál es la moraleja de la historia?
– Que se puede saber todo acerca de la vida y de los hombres, pero que en realidad no sabemos nada de nosotros. Atiq, muchacho, no intentes complicarte demasiado la existencia. Nunca podrás adivinar qué te tiene reservado. Deja de atiborrarte la cabeza de ideas falsas, de preguntas irresolubles y de razonamientos inútiles. El hecho de tener respuesta para todo no te libra de lo que oculta el mañana. El erudito sabía muchas cosas, pero ignoraba lo esencial. Vivir es, ante todo, estar preparado para que a uno se le desplome el mundo encima. Si partes del principio de que la existencia no es sino una prueba, estás bien preparado para administrar sus penas y sus sorpresas. Si te empeñas en esperar de ella lo que no puede darte, eso demuestra que no has entendido nada. Acepta las cosas como vienen, no las conviertas en un drama ni te las tomes por la tremenda; tu barca no la gobiernas tú, sino el flujo de tu destino. Ayer perdí a mi madre. Hoy he ido a orar sobre su tumba. Ahora estoy en el café de Jorsan para tomar un tentempié. Esta noche, pienso ir a donde Haji Palwan, para ver cómo les va a los amigos. Si entretanto ha pasado algo malo, tampoco se va a acabar el mundo por eso. No hay peor amor que las miradas que se cruzan en una estación cuando dos trenes salen en dirección contraria.
Atiq se detiene, sin enderezar la nuca. Medita un momento y, luego, alzando la barbilla, pregunta:
– ¿Tanto se nota que no estoy nada bien?
– Si quieres saber mi opinión, es algo que salta a la vista.
Atiq cabecea antes de alejarse.
Qasim, apenado, lo mira irse; luego se rasca la cabeza por debajo del turbante y vuelve al cafetucho a reunirse con su chófer.
La vida no es más que un desgaste inexorable, piensa Musarat. Da igual cuidarse que descuidarse. Lo propio de todo nacimiento es estar abocado a un final; es la norma. Si el cuerpo pudiera hacer lo que quisiera, los hombres vivirían mil años. Pero la voluntad no siempre tiene recursos para cumplir con sus propósitos y la lucidez del anciano no puede controlarle las rodillas. La tragedia básica de los hombres consiste en que nadie puede sobrevivir a sus votos más fervorosos, que son, además, el motivo esencial de su infortunio. ¿No es el mundo el fracaso de los mortales, la prueba monstruosa de su inestabilidad? Musarat ha decidido no eludir lo evidente. De nada sirve taparse los ojos. Ha luchado contra la enfermedad que la consume, se ha negado a rendirse. Ahora ha llegado el momento de no abusar de sus fuerzas, de someterse a la fatalidad, puesto que, de cuanto ha intentado, es todo lo que le queda. Lo único que siente es tener que resignarse aunque tenga esa edad en que aún pueden domesticarse las quimeras. A los cuarenta y cinco años, todavía se tiene la vida por delante, más matizada, más templada; los sueños son menos engañosos; los impulsos son serenos, y el cuerpo, cuando las garras del deseo lo arrancan a su indolencia, se turba con discernimiento tal que lo que pierden sus juegos en juvenil espontaneidad lo ganan en intensidad. La década de los cuarenta es la edad de la razón, una baza de primer orden para enfrentarse a los desafíos. La certidumbre es demasiado recia para dudar ni por un segundo de su consumación. Musarat no duda. Pero su certidumbre no se consumará. No habrá milagro alguno. Y eso la entristece. Aunque no en demasía: sería inútil; casi grotesco; en cualquier caso, blasfemo. Claro que le habría gustado arreglarse, ponerse rímel en las pestañas y abrir de par en par los ojos para no perderse ni un destello de los de Atiq. Pero eso se acabó ya para ella. A los cuarenta y cinco años, cuesta hacerse a la idea. Desgraciadamente, esforzarse no le ahorra a una las penas. El reflejo que ve en el espejito desportillado no tiene vuelta de hoja: Musarat se está descomponiendo a más velocidad que sus plegarias. El rostro no es ya sino una calavera descarnada, de mejillas consumidas y labios fruncidos. La mirada tiene ya un fulgor de ultratumba, vidrioso, glacial, como si le hubiera incrustado un trozo roto de vidrio en lo hondo de las pupilas. Y las manos, ¡Dios mío, qué manos!: huesudas, cubiertas de una piel fina y opaca, arrugadas como el papel, torpes para reconocer las cosas al tacto. Esta mañana, cuando estaba acabando de peinarse, se le quedó un puñado de pelos entre los dedos. ¿Cómo puede caerse tanto pelo en tan poco tiempo? Lo enroscó en una astilla y lo metió en una grieta de la pared; luego, se dejó caer al suelo, con la cabeza entre las manos, y esperó a que una lágrima la despabilase. Al ver que no ocurría nada, se arrastró hasta el jergón a gatas. Y, sentada como un faquir en una manta, se quedó una hora de cara a la pared. Habría seguido de espaldas al patio todo el día si no le hubieran fallado las fuerzas. Agotada por su empecinamiento, se tendió en el suelo y se quedó dormida en el acto, con la boca abierta en un prolongado gemido.
Al encontrarla así tirada, Atiq supone en el acto lo peor. Curiosamente, no deja caer la bolsa ni se le altera el aliento. Permanece en pie en el vano de la puerta, arqueando una ceja, y se cuida de no hacer ruido. Vigila largo rato ese cuerpo que tiene las manos vueltas hacia el techo, los dedos doblados, la boca abierta y el pecho yerto, acechando un indicio de vida. No percibe en Musarat ni un mínimo estremecimiento. Parece muerta y bien muerta. Atiq deja la bolsa encima de una mesa baja; luego, tragando saliva, se acerca al cuerpo inerte de su mujer. Se arrodilla con precaución; cuando se inclina hacia la lívida muñeca para tomarle el pulso, un suspiro lo echa hacia atrás. Se le mueve la nuez rabiosamente. Aguza el oído, por si se tratase de un mero temblor, acerca la oreja al rostro sellado. Un tenue soplo vuelve a rozarle la mejilla. Aprieta los labios para ahogar la ira, endereza el busto y, con los puños cerrados, retrocede hasta la pared y se sienta. Con las mandíbulas apretadas y los brazos cruzados con fuerza contra el vientre, clava la vista en el cuerpo tendido a sus pies como si quisiera atravesarlo de parte a parte con la mirada.
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