Mohsen Ramat ya no puede más. Los días interminables que pasa en el cementerio no hacen sino aumentar su desamparo. Por mucho que camina errabundo entre las tumbas, no consigue ordenar las ideas. Las cosas se le escurren a velocidad vertiginosa; no sabe ya dónde tiene las marcas. Lejos de ayudarlo a concentrarse, el aislamiento lo torna frágil y le atiza el malestar. A ratos, lo inundan, como una ola que rompe, unos deseos ciegos de coger una barra de hierro y destrozar cuanto lo rodea; curiosamente, en cuanto se sujeta la cabeza con ambas manos, la rabia deja paso a un irresistible deseo de estallar en sollozos; y cede, así, a la postración, con los dientes prietos y los párpados fuertemente cerrados.
Nota que se está volviendo loco.
Desde aquel altercado callejero en Kabul ya no distingue el día de la noche. Algo irreversible puso su sello en aquella maldita salida ¡Si le hubiera hecho caso a su mujer! ¿Cómo pudo creer que los enamorados podían aún pasear por una ciudad que parece un moridero, plagada de energúmenos repugnantes que llevan en la mirada la perversa oscuridad de la noche de los tiempos? ¿Cómo pudo olvidarse de los horrores que jalonan la vida cotidiana de una nación tan humillada que la fusta se ha convertido en otra lengua oficial? No habría debido hacerse halagüeñas ilusiones. Esta vez, Zunaira se niega a pasar la esponja. Le guarda rencor, no soporta verlo; y aún menos oírlo. Él le suplicó: «Por el amor de Dios, no compliques las cosas entre nosotros». Y Zunaira lo miró de arriba abajo, con ojos torvos, desde detrás de las mallas de la careta. Se le alzó el pecho movido por una resaca de indignación. Buscó palabras, las más duras, las más perversas, para decirle cuánto la hace sufrir lo que Mohsen representa ahora para ella, cómo no consigue diferenciarlo de los esbirros con turbante que han convertido las calles en combates de fieras y los días en agonía, cuánto le repugna y la abruma al tiempo la presencia de un hombre. Al no dar con palabras lo bastante virulentas para expresar su hiel y su aflicción, se encerró en una habitación y se puso a lanzar clamores de loca. Mohsen, aterrado ante los alaridos ensordecedores de su mujer, salió a toda prisa de casa. A la carrera. Si se hubiera abierto la tierra a sus pies, no habría vacilado en dejar que se lo tragase. Era espantoso. Los gritos de Zunaira se extendían por el barrio, revolucionaban a los vecinos, lo acosaban como una nube de rapaces desenfrenadas. Le daba vueltas la cabeza. Parecía el fin del mundo.
Zunaira no es ya la mujer de antes, esa mujer valiente y vivaz que lo ayudaba a resistir, a volver a levantarse cada vez que le fallaban las fuerzas. Ese ser, que ha decidido no desembarazarse ya nunca de la burka, se ha hundido deliberadamente en un mundo abominable del que no parece que vaya a volver a salir de momento. Desde por la mañana hasta entrada la noche, deambula por la casa tenazmente envuelta en el maldito velo, que no se quita ni para dormir. «Tu cara es el último sol que me queda. No me lo robes», le confesó él. Y ella repuso, ajustándose significativamente el capuchón: «No hay sol que pueda resistir a la oscuridad». No se ha vuelto a quitar la burka desde la vejación de aquel día. Se ha convertido en su fortaleza y su deserción, en su estandarte y su retractación. Para Mohsen es una auténtica barrera que se alza entre ambos, el símbolo de la dolorosa ruptura que amenaza con descoyuntarlos. Al rehusar la mirada de Mohsen, Zunaira rehúye el mundo de éste, reniega de él por completo. Ese comportamiento extremo lo desestabiliza. Ha intentado entenderlo, pero no hay nada que entender. ¿Es consciente Zunaira de tamañas exageraciones? Parece asumirlas, en cualquier caso, con grotesco fervor. Cuando Mohsen intenta acercarse a ella, retrocede, extendiendo los brazos para mantenerlo a distancia. Mohsen no insiste. Alza a su vez las manos, para indicar que desiste, y se va a la calle, encorvando la espalda bajo una carga mortal.
¡Diez días!
Hace diez días que el malentendido consolida sus bastiones.
Lleva diez días viviendo en un delirio ubuesco, en una invalidez absoluta.
«Esto no puede seguir así», se dice Mohsen cada vez que vuelve a casa. ¿A quién decírselo? Zunaira no ceja ni poco ni mucho, no alza la capa ni una pizca. No la enternece la pena de su marido; es más, le parece exasperante. Ya no soporta su mirada de perro apaleado, ni su voz salmodiadora. En cuanto reconoce su paso en el patio, deja lo que esté haciendo y se mete corriendo en la habitación de al lado. Mohsen crispa las mandíbulas para contener los envites de la ira; luego, pega una palmada y da media vuelta.
Esta noche, la acogida es idéntica. Apenas empuja la puerta del patio, ve cómo ella cruza la sala y desaparece tras la cortina del dormitorio, tan furtiva como una alucinación. Se estremece todo su ser por unos instantes; no piensa volver a marcharse dando un portazo. Nada ha adelantado con sus intempestivas salidas. Antes bien, han ahondado más el foso que lo separa de su mujer. Ya es hora de llegar al fondo del problema, piensa. Teme ese momento, porque Zunaira es tenaz, expeditiva e imprevisible, pero no puede consentir que dure más tiempo una situación que no para de deteriorarse.
Respira hondo y entra en el dormitorio, en busca de su mujer.
Zunaira está sentada en un jergón, muy erguida. Puede intuirse que está comprimida como un resorte, presta para ponerse en pie de un brinco. Mohsen nunca la había visto en semejante estado. Su mutismo está preñado de tempestades. Cuando Zunaira se calla así, es imposible acorralarla y cualquier intento de aproximación es aleatorio, por no decir peligroso. Mohsen está asustado. Muy asustado. Es como un artificiero que va a desactivar una bomba y tiene la seguridad de que su futuro sólo pende de un hilo. Zunaira siempre ha sido de trato arduo. Es una persona lastimada, que aborrece sufrir y pocas veces perdona. Quizá por eso la teme Mohsen y pierde la sangre fría en cuanto ella frunce las cejas. El momento es de capital importancia. Mohsen tiembla, pero no tiene elección. Acecha alguna señal, alguna señal mínima que pueda insuflarle una pizca de confianza. Nada. Zunaira no se inmuta. Nota que, tras su compostura de esfinge, está sorda, como si en lo más hondo le estuviera fermentando una lava, a la espera de brotar sin previo aviso, tan violenta como un géiser. Aunque el velo le tapa la cara, Mohsen tiene la seguridad de que lo está mirando con odio.
– ¿Qué me reprochas en concreto? -exclama, exhausto-. ¿Que no me enfrentase con aquel animal de talibán? ¿Qué podía yo contra él? Ellos hacen la ley. Tienen derecho de vida y muerte sobre cuanto se mueve. ¿Crees que me dan igual todas las cosas que hacen? Si hasta una acémila se indignaría. Cuando pienso que ese perro de miliciano no es digno ni de besar el polvo que pisas… Soy muy consciente de esta abyección que mina los escasos atisbos de orgullo que no consigo exteriorizar. Pero, por el descanso de nuestros muertos, Zunaira, dime ¿qué podía hacer yo?
Se arrodilla ante ella, febril, desvalido, e intenta cogerle una mano. Ella se echa hacia atrás y se encoge dentro del sudario.
– Es ridículo -reniega Mohsen-. Completamente ridículo. Me tratas como si fuera un apestado… No me des la espalda, Zunaira. Tengo la impresión de que todo el universo está enojado conmigo. Sólo te tengo a ti. Mira cómo te imploran mis manos, mira qué perdido estoy sin ti. Eres la única amarra que me liga a algo en este mundo.
Las lágrimas le hinchan los párpados. No entiende cómo han conseguido pillarlo desprevenido y rodarle por las mejillas en presencia de Zunaira… Zunaira aborrece ver llorar a los hombres.
– Estoy muy mal -se disculpa-. De repente, me atemorizan las cosas que pienso. Tengo que recobrarme, Zunaira. Tu actitud es una pesadilla. No sé qué hacer con mis días ni con mis noches. Eres mi única razón de vivir, en el supuesto de que vivir tenga aún sentido en este país.
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