Yasmina Khadra - Las Golondrinas De Kabul

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Un carcelero amargado que se deja llevar por la desgracia familiar, un universitario sin empleo, atrapado por la violencia retórica de los mulás, y dos mujeres a las que la realidad condena a una desesperada frustración, forman un fondo cuadrangular psicológico y literario desde el que Yasmina Khadra se adentra en el drama del integrismo islámico. En el Afganistán de los talibanes, en el que ya no se oye a las golondrinas sino sólo los graznidos de los cuervos y los aullidos de los lobos
entre las ruinas de un Kabul lleno de mendigos y mutilados, dos parejas nadan entre el amor y el desamor; en parte marcado por la represión social y religiosa, pero
también por las miserias, mezquindades, cobardías y desencantos vitales de unos y otros que les impide sobreponerse al destino.
Pese al marco en el que se desarrolla la trama, Las golondrinas de Kabul es una novela con clara vocación universal, que rehuye los estereotipos en los que puede incurrir incluso alguien que, como Yasmina Khadra, ha padecido en primera persona la irracionalidad del integrismo islámico. Todas las cuestiones clave de la opresión se dan cita en Las golondrinas de Kabul; desde la banalización del mal hasta el poder aterrador del sacrificio, pasando por la histeria de las masas, las humillaciones, las ejecuciones crueles en forma de lapidación, la sombra de la muerte y, sobre todo, la soledad cuando sobreviene la tragedia. Pero siempre
dejando un fleco a la esperanza y al ingenio humano capaz de utilizar los aditamentos de esa sociedad represiva para escapar de ella. Con una hermosa prosa descriptiva y rítmica, sacudida por latigazos literarios que fustigan la conciencia del lector, Khadra hace de Las golondrinas de Kabul una novela impactante, turbadora y memorable. Nos enseña las razones y sinrazones de la vida cotidiana en una sociedad reprimida. Nos lleva a ver ese rostro oculto tras el velo.

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– No conocí a mi madre. Se murió al traerme al mundo. Tenía catorce años. El viejo había llevado el rebaño a pastar a dos pasos. Apenas si estaba en la pubertad. Cuando mi madre empezó a quejarse, no se amedrentó. En vez de ir a buscar a los vecinos, quiso apañárselas solo, como un hombrecito. Las cosas se pusieron feas enseguida. Él se empecinó. Y pasó lo que pasó. No sabe cómo pude sobrevivir; y, lo que es peor, no entiende por qué mi madre se le quedó entre las manos. Todavía le sigue dando vueltas, después de tantos años y de cuatro matrimonios. Mi madre sufrió mucho antes de entregar el alma. No la conocí, pero siempre la llevo a mi lado. Te aseguro que hay veces en que noto su aliento en la cara. Me he casado tres veces en menos de un año.

– ¿Por culpa de tu madre?

– No, mis dos primeras mujeres eran levantiscas. No eran hacendosas y hacían demasiadas preguntas.

Qasim no ve la relación. Recuesta la nuca en el respaldo y clava la mirada en la luz del techo. Al salir de una curva ¡Kabul!… acurrucada entre sus bulevares hechos jirones, como una trágica farsa; y, algo retirada, como un ave rapaz a la espera del encarne, la tétrica cárcel de Pul-e Charki. A Qasim le enciende los ojos un fulgor singular. Si no pierde ocasión alguna de acompañar a los desdichados hasta el pie del cadalso es, precisamente, para que los mulás se fijen en él. Fue un combatiente magnífico. Su reputación como miliciano es encomiable. Algún día, a fuerza de perseverancia y entrega, acabará por conseguir que los que mandan lo nombren director de esa fortaleza, es decir, de la mayor penitenciaría del país. Podrá así integrarse en las filas de los notables, entablar relaciones y lanzarse al mundo de los negocios. Sólo entonces disfrutará del reposo del guerrero.

– A estas horas debe de estar ya en el paraíso.

– ¿Quién? -pregunta Qasim, dando un respingo.

– Tu madre.

Qasim mira de hito en hito al conductor, que no parece estar muy bien de la cabeza. Éste le sonríe mientras maniobra desmañadamente entre una red de zanjas. En ese preciso instante, la curva vuelve la espalda a la ciudad y la fortaleza de Pul-e Charki desaparece tras una cantera de arenisca.

Más abajo, mucho más abajo, donde naufraga la línea del valle en las falaces aguas del espejismo, un tropel de camellos sube la cuesta. Aún más abajo, de pie en el centro de un cementerio, Mohsen Ramat mira la montaña por la que avanza el centellero de un 4x4 de gran tamaño. Todas las mañanas viene aquí, a contemplar las cimas taciturnas, aunque sin atreverse a escalarlas. Desde que Zunaira se ha refugiado tras un agobiante mutismo, ya no soporta la promiscuidad. En cuanto sale de casa, se apresura hacia el viejo cementerio y se aísla así durante horas, al abrigo de los bazares plagados de pregones y celosos milicianos. Sabe, no obstante, que nada de provecho saldrá de esa ascesis. No hay nada que ver, salvo el desamparo, ni nada que esperar. A su alrededor, la aridez se supera a sí misma. Diríase que no se desnuda sino para aumentar el desesperado desconcierto de los hombres atrapados entre las rocas y la canícula. Las escasas franjas de vegetación que se dignan crecer en algunas zonas no son promesa de eclosiones; sus achicharradas yerbas se desmenuzan al mínimo estremecimiento. Los ríos, como gigantescas hidras deshidratadas, languidecen en sus desordenados lechos y no pueden brindar a los dioses de la insolación sino la ofrenda de sus vísceras petrificadas. ¿Qué viene a buscar Mohsen entre estas grotescas tumbas, al pie de estas montañas taciturnas?…

El pesado 4x4 entra en el cementerio arrastrando tras sí una impresionante polvareda. Qasim lanza una ojeada al abatido joven que deambula entre los muertos. Es el mismo individuo que atisbó por la mañana, cuando iba a su aldea natal. Lo mira de arriba abajo durante un rato, preguntándose por qué se pasará todo el día en un cementerio desierto y bajo un sol de justicia.

El conductor se relaja y levanta el pie del acelerador al entrar por las primeras callejas de la ciudad. Se anima al ver los racimos de ancianos apiñados a la sombra de las empalizadas y las cuadrillas de chiquillos. Se alegra de volver a casa.

– Menudo paseíto que nos hemos dado -comenta mientras saluda con la mano a un conocido, entre el gentío-. Las horas muertas destrozándonos las vértebras en los baches y tragando montones de guarrerías.

– Deja de quejarte -refunfuña Qasim.

– No hasta que pare el motor -se empecina el chófer, haciendo cómicas muecas-. ¿Qué hacemos? ¿Te dejo en tu casa?

– Dentro de un rato. Necesito pensar en otra cosa. Ya que no paras de dar la lata con tu ayuno forzado, ¿qué te parece si vamos a donde Jorsan a tomarnos unas brochetas?

– Te aviso de que como por cuatro.

– Mira cómo tiemblo.

– Eres muy legal, jefe. Gracias a ti, me voy a poner las botas.

El cafetucho de Jorsan está en la esquina de una glorieta destrozada, enfrente de una parada de autocares. Los humos de la barbacoa pugnan con los tornados que, al pasar, levantan los coches por la posesión de las escasas bocanadas de aire de la exigua plaza. Algunos clientes, entre ellos Atiq el carcelero, ocupan las toscas mesas pegadas unas a otras bajo una cúpula de cáñamo, indiferentes al sol y a las escuadrillas de moscas; sólo reaccionan para ahuyentar a la hambrienta chiquillería enardecida por el olor de la carne a la parrilla. Con la panza cayéndole hasta las rodillas, y la barba hasta el ombligo, Jorsan aviva las brasas con un soplillo. Con la otra mano, da la vuelta a los trozos de carne y se relame cuando comprueba que ya están bien hechos. No se distrae cuando se le para delante el 4x4. Se limita a abanicar con el soplillo la polvareda que acaba de envolverlo, sin apartar la vista de sus chisporroteantes chuletas. Qasim levanta cuatro dedos mientras se sienta en un banco carcomido; Jorsan asiente con la cabeza para tomar nota del pedido y sigue aplicadamente con su ritual.

Atiq mira el reloj. Su impaciencia es evidente, pero lo que le ha puesto más nervioso ha sido la llegada de Qasim Abdul Jabar. ¿Qué va a pensar al sorprenderlo aquí, en un cafetucho, sabiendo que vive a dos pasos? Hunde el cuello entre los hombros y se embosca tras una mano hasta que un mozo le trae un bocadillo enorme envuelto en papel de estraza. Atiq lo mete en una bolsa de plástico, deja unos billetes encima de la mesa e inicia la retirada sin esperar el cambio. Cuando cree que ya ha salido del paso, la mano de Qasim lo alcanza:

– ¿Es a mí a quien quieres dar esquinazo, Atiq?

El carcelero se finge sorprendido.

– ¿Ya has vuelto?

– ¿Por qué te largas así? ¿Tienes algo que reprocharme?

– No sé qué me quieres decir.

Qasim mueve la cabeza, desengañado:

– ¿Quieres que te diga una cosa, Atiq? No está bien lo que haces. No, por favor, no vale la pena que te pongas gallito. De verdad que no hace falta. No te estoy echando un sermón. Pero, claro, es que te noto muy cambiado últimamente y no me gusta. La verdad es que no es cosa mía y debería importarme un pijo, pero no lo consigo. Debe de ser por todos esos años que hemos pasado juntos, a veces muy bien, y casi siempre mal. No quiero meterme en camisa de once varas, pero nada me impide comentarte que, a fuerza de encerrarte con llave en tus preocupaciones, acabarás por no poder ya salir de ellas.

– No pasa nada grave. Es que a ratos las ideas negras me nublan la perspectiva. Y nada más…

Qasim no se lo cree, y no lo disimula. Se arrima a él.

– ¿Necesitas dinero?

– No sé gastarlo.

El miliciano se rasca la cabeza para pensar. Propone:

– ¿Por qué no te vienes con nosotros esta noche donde Haji Palwan? Sólo entre amigos. Tomamos té, charlamos, hablamos de las tropas y de las escaramuzas y nos reímos de las desgracias de hace tiempo. Te sentará bien, de verdad. Estaremos entre compañeros, muy a gusto. Si tienes proyectos, hablaremos de ellos para buscar socios y poner manos a la obra enseguida. Montar un negocio no es nada del otro mundo. Un poco de imaginación, un asomo de motivación y ya está la locomotora en marcha. Si no tienes ni cinco, te adelantamos el dinero y, luego, nos lo devuelves.

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