Una sombra monstruosa tiende su velo en la pared. Atiq se sobresalta y empuña la fusta.
– Sólo soy yo, Nazish -lo tranquiliza una voz temblona.
– ¿No te ha enseñado nadie a llamar antes de entrar? -refunfuña Atiq furioso.
– Llevo las manos ocupadas. No quería asustarte.
Atiq dirige el farol hacia el visitante. Es un hombre de unos sesenta años, tan alto como un mástil, con los hombros encorvados, un pescuezo grotesco y un tocado informe encima del pelo hecho un torbellino. El rostro chupado se alarga hasta la barbilla, que se prolonga en una barbita cana; y los ojos de huevo duro parecen salírsele de la frente como si los impulsara un dolor atroz.
Se queda de pie en el vano de la puerta, con sonrisa indecisa, esperando una seña del carcelero para entrar o dar media vuelta.
– He visto luz -explica-. Y me he dicho: este bueno de Atiq no se encuentra bien, debo ir a hacerle compañía. Pero no he venido de vacío. He traído un poco de cecina y unas bayas.
Atiq se lo piensa; luego, se encoge de hombros e indica una piel de cordero que está en el suelo. Nazish, encantado de que lo deje entrar, se acomoda en el lugar indicado, abre un hatillo y despliega su generosidad a los pies del carcelero.
– Me he dicho: a Atiq lo han puesto nervioso en su casa. No habría venido a esta hora a la cárcel, en donde no hay detenidos, si no necesitase cambiar de aires. Yo tampoco estoy a gusto en casa. Mi padre tiene cien años, pero no quiere ser formal. Ha perdido la vista y no puede andar, pero ha conservado el mal genio. Se pasa la vida gruñendo. Antes, para que se callase, le dábamos de comer. Ahora no tenemos ya mucho que llevarnos a la boca; y la suya está desdentada, así que nada le sujeta ya la lengua. A veces, empieza por mandarnos callar a todos y, luego, es él el que no para. Hace dos días no quiso despertarse. Mis hijas lo zarandearon, lo rociaron con agua; ni moverse. Le cogí la muñeca: sin pulso. Le puse la oreja en el pecho: no respiraba. Me dije: bueno, pues se ha muerto; hay que avisar a la familia y preparar un buen entierro. Salí para darles la noticia a los vecinos; luego fui a notificar el fallecimiento al decano de la tribu, a los primos, a los sobrinos, a los parientes y amigos. Me pasé la mañana recibiendo pésames y demostraciones de simpatía. A mediodía, vuelvo a casa. ¿Y a quién me encuentro en el patio metiéndose con todo el mundo? A mi padre, en carne y hueso, tan vivo como sus insultos, con la boca de par en par, enseñando las encías blanquecinas. Yo creo que no está del todo bien de la cabeza. Ya no es posible sentarse con él a la mesa ni meterse con él en la cama. En cuanto ve pasar a alguien, se le echa encima y empieza a reprocharle algo. A veces yo también pierdo la cabeza y me pongo a chillarle. Los vecinos intervienen. Y todo el mundo opina que ofendo a Dios al no tener paciencia con mi progenitor. Para no disgustar a Dios, me paso la mayor parte del tiempo fuera. Incluso almuerzo en la calle.
Atiq mueve la cabeza. Por desgracia, tampoco Nazish es ya el mismo. Lo conoció cuando era muftí en Kabul, hace unos diez años. Nadie lo adulaba, pero sus sermones del viernes atraían a cientos de fieles. Vivía en una casa grande, con un jardín y una portalada de hierro forjado. Y, a veces, lo invitaban a ceremonias oficiales en pie de igualdad con los notables. Mataron a sus hijos en la guerra contra los rusos y eso le ganó la estima de las autoridades locales. No parecía tener queja de nada y nadie le conocía enemigos. Vivía con bastante decencia, de la mezquita a casa y de casa a la mezquita. Leía mucho; lo respetaban por su erudición, aunque pocas veces recurriesen a él. Luego, sin previo aviso, se le vio una mañana caminar por las avenidas, gesticulando con los ojos en blanco y echando espuma por la boca. Para empezar, se le diagnosticó una posesión que los exorcistas combatieron en vano; luego, estuvo internado unos meses en un manicomio. Nunca volvió a recobrar todas sus facultades. A veces, recupera un asomo de lucidez y se aísla para ocultar la vergüenza del estado al que ha llegado. Con frecuencia permanece ante su puerta, sentado bajo una sombrilla descolorida, mirando pasar los días y a la gente con la misma indiferencia.
– ¿Sabes lo que voy a hacer, Atiq?
– ¿Cómo voy a saberlo si nunca me dices nada?
Nazish aguza el oído; luego, seguro de que nadie puede oírlo, se inclina hacia el carcelero y le confía en un susurro:
– Voy a marcharme…
– ¿Adónde vas a marcharte?
Nazish mira hacia la puerta, contiene el aliento y escucha. No acaba de quedarse tranquilo; se pone de pie, sale a la calle para comprobar si hay alguien y vuelve con los ojos chispeantes de un júbilo demente.
– No tengo ni la menor idea. Voy a marcharme, punto. Tengo preparados mi hatillo, mi tranca y mi dinero. En cuanto se me cure el pie derecho, les devolveré la tarjeta de racionamiento, todos los papeles que tengo y me iré. Echaré a andar por cualquier camino, al azar, y lo seguiré hasta llegar al mar. Y, cuando llegue a la orilla, me tiraré al agua. No volveré nunca a Kabul. Es una ciudad maldita. Ya no hay salvación en ella. Se muere demasiada gente y las calles están llenas de viudas y de huérfanos.
– Y también de talibanes.
A Nazish lo amilana el comentario del carcelero; se vuelve con viveza hacia la puerta; luego, hace con el famélico brazo un gesto de asco y se le alarga el cuello una pulgada cuando refunfuña:
– Esos ya verán lo que les va a pasar un día de éstos.
Atiq asiente con la cabeza. Coge una loncha de cecina y la mira con expresión dubitativa. Nazish engulle dos bocados para demostrarle que no hay nada que temer. Atiq vuelve a olisquear el trozo de carne antes de dejarlo donde estaba; escoge una fruta y le hinca el diente con apetito.
– ¿Cuándo se te va a curar el pie?
– Dentro de una semana o dos. Y entonces, sin decirle nada a nadie, cojo el portante y, ¡hale!, si te he visto no me acuerdo. Andaré hasta la extenuación, todo recto, sin hablar con la gente y hasta sin toparme con nadie por el camino. Andar, andar, andar, hasta que la planta de los pies se funda con la suela de los zapatos.
Atiq se relame, coge otra fruta, la limpia frotándola en el chaleco y se la come de un bocado.
– Siempre dices que vas a irte y siempre estás en el mismo sitio.
– Tengo el pie malo.
– Antes, te dolía la cadera; y antes de la cadera, era la espalda; y antes de la espalda, los ojos. Llevas meses diciendo que te vas a ir y todavía estás aquí. Igual que ayer, igual que mañana. No irás a ninguna parte, Nazish.
– Sí que me iré. Y borraré las huellas de mis pies por los caminos. Nadie sabrá adónde me he ido; y yo no sabré por dónde he ido si me entran ganas de volver a casa.
– Qué va -dice Atiq, con la clara intención de molestar, como si llevarle la contraria a ese infeliz pudiera vengarlo de sus propias decepciones-; no te irás. Te quedarás plantado en pleno arrabal, como un árbol. No es que tengas raíces que te sujeten; es que la gente como tú no sabe ir más allá de lo que le alcanza la vista. Recurren a fantasías de comarcas lejanas, de caminos interminables, de expediciones extravagantes porque no podrán hacerlo nunca.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
– Porque lo sé.
– No puedes saber qué nos depara el día de mañana, Atiq. Sólo Dios lo sabe todo.
– No hace falta consultar ninguna bola de cristal para prever lo que harán mañana los mendigos. Mañana, cuando amanezca, estarán en el mismo sitio, tendiendo la mano y soltando relinchos, igualito que ayer y que los días anteriores.
– No soy un mendigo.
– En Kabul, todos somos mendigos. Y tú, Nazish, mañana estarás en el tranco de tu puerta, a la sombra de tu jodida sombrilla rajada, esperando a que tus hijas te traigan tu asquerosa comida que te comerás en la acera.
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