Acabada la oración, decide esperar en la mezquita la siguiente llamada del almuédano. De todas formas, no piensa volver de momento a su casa y encontrarse con la cama deshecha, los platos olvidados en el agua pestilente de los barreños y a su mujer hecha un ovillo en un rincón del cuarto, con un pañuelo mugriento ciñéndole la frente y con la cara amoratada. Los fieles se dispersan; unos se marchan a sus casas; otros se reúnen en el patio para charlar. Los ancianos y los mendigos se agolpan a la entrada del santuario, tendiendo ya la mano. Atiq se acerca a un grupo de mutilados de guerra, que se refieren los mutuos hechos de armas. El más alto, algo así como un Goliath enredado en su barba, dibuja curvas en el polvo con un dedo tumefacto. Los demás, sentados alrededor de él como faquires, lo contemplan en silencio. A todos les han amputado un brazo o una pierna. A uno de ellos, que está un poco retirado, le faltan las dos piernas. Va desmoronado en un carretón de confección casera que le hace las veces de silla de ruedas. El Goliath es tuerto y tiene desfigurada la mitad del rostro. Acaba el dibujo y, luego, asentándose con fuerza en el suelo, cuenta, con voz fina que contrasta descaradamente con su hercúlea corpulencia:
– La disposición del terreno era más o menos así. Por aquí había una montaña, por allí un barranco, y aquí mismo estas dos colinas. Más allá corría un río que rodeaba la montaña por el norte. Los rusos estaban en las crestas, a más altura que nosotros en toda la línea. Llevaban dos días conteniéndonos con fuerza. La montaña no nos dejaba batirnos en retirada. Estaba pelada y los helicópteros nos habrían hecho pedazos de todas todas. Por ahí, el barranco acababa en precipicio. De este lado, el río, hondo y ancho, nos cerraba el paso. Nos quedaba sólo este paso obligado, a la altura de un vado, y los rusos nos lo dejaban libre a propósito. En realidad, era como una nasa. En cuanto nos metiéramos en ella, íbamos listos. Pero no podíamos quedarnos mucho tiempo en nuestra posición. Estábamos sin municiones y no teníamos casi nada para comer. Además, el enemigo había pedido refuerzos. Su artillería, reforzada, nos acosaba día y noche. No había forma de pegar ojo. Daba pena vernos. No podíamos ni enterrar a nuestros muertos, que ya estaban empezando a soltar un hedor espantoso…
– Nuestros muertos nunca han olido mal -intervino, indignado, el hombre al que le faltaban las dos piernas-. Me acuerdo de que un proyectil de obús nos cayó encima por sorpresa, matando de golpe a catorce muyahidines. Así fue como me quedé sin piernas. Nosotros también estábamos rodeados. Nos quedamos en aquel agujero ocho días. Y nuestros muertos ni se descompusieron. Estaban tendidos en el sitio al que los lanzó la explosión. Ni tampoco olían mal. Tenían el rostro sereno. A pesar de las heridas y de los charcos de sangre en que yacían, parecían simplemente dormidos.
– Sería invierno -supuso el Goliath.
– No era invierno. Era pleno verano y hacía tanto calor que se podían freír huevos encima de las piedras.
– Pues serían unos santos esos que dices -dijo el Goliath, mosqueado.
– Todos los muyahidin son seres a quien el Señor ha bendecido -le recordó el hombre sin piernas; y los demás asintieron vigorosamente con la cabeza-. No hieden y su carne no se descompone.
– Y entonces, ¿de dónde procedía el hedor que apestaba nuestra posición?
– De los cadáveres de las mulas.
– No teníamos mulas.
– Pues entonces sólo podía ser el olor de los churavis [1] . Esos puercos apestan incluso recién bañados. Me acuerdo de que cuando cogíamos prisioneros a unos cuantos, todas las moscas de la comarca venían a verlos de cerca…
– ¿Vas a dejarme acabar lo que estaba contando, Tamreez? -dijo el Goliath, ya harto.
– Quería dejar claro que nuestros muertos no hieden. Y, además, por la noche, un aroma a almizcle los embalsama hasta que amanece.
El Goliath borra con mano rabiosa los dibujos del polvo y se pone de pie. Tras lanzar una mirada torva al hombre sin piernas, pasa de una zancada por encima del murete y se dirige hacia un campamento. Los demás se quedan callados hasta que está ya lejos y, luego, se acercan febrilmente al hombre del carretón.
– De todas formas, ya nos sabemos de memoria eso que cuenta. Cuántos rodeos para llegar a su accidente -dice un manco famélico.
– Fue un gran combatiente -le indica el que tiene al lado.
– Es cierto, pero el ojo lo perdió en un accidente, no en una batalla. Y, además, la verdad es que, si sus muertos hedían, me pregunto de qué lado estaba. Tamreez tiene razón. Somos veteranos de guerra. Hemos perdido a cientos de amigos. Murieron en nuestros brazos o delante de nosotros: ninguno hedía…
Tamreez bulle dentro de su cajón, se coloca bien el almohadón que lleva debajo de las rodillas ceñidas con tiras de goma y mira hacia el campamento como si temiera el regreso del Goliath.
– Me quedé sin piernas, sin la mitad de los dientes, sin pelo, pero la memoria salió indemne. Me acuerdo de todos los detalles como si fuera ayer. Estábamos en pleno verano y hacía tanto calor aquel año que los cuervos se suicidaban. Los veíamos volar muy alto antes de dejarse caer como yunques con las alas pegadas a los costados y el pico por delante. Por el Libro Santo, es la verdad verdadera. En la ropa extendida encima de las rocas recalentadas oíamos reventar los piojos. Era el peor verano de todos los que he conocido. Habíamos aflojado la vigilancia porque estábamos seguros de que ningún culo blanco iba a arriesgarse a salir de su acantonamiento con semejante sol de justicia. Pero los malditos rusos nos habían localizado con un satélite o algo por el estilo. Si un helicóptero o un avión hubiera pasado por encima de nuestro escondrijo nos habríamos largado enseguida. Pero no había nada en el horizonte. Calma chicha por todas partes. Estábamos comiendo en nuestro agujero cuando cayó el proyectil de obús. Acertó en todo el blanco. En el momento oportuno y en el sitio oportuno. ¡Bum! Vi que se me tragaba un géiser de fuego y de tierra, y nada más. Cuando me desperté, estaba descoyuntado debajo de una roca, con las manos ensangrentadas y la ropa hecha jirones y negra de humo. Tardé en darme cuenta. Luego, vi que a mi lado había una pierna. Ni por un momento pensé que fuera mía. No sentía nada, no me dolía nada. Sólo estaba un poco atontado. (De repente, se le desorbitan los ojos, mientras vuelve la cara hacia el remate del alminar. Le tiemblan los labios y le invaden unos desenfrenados espasmos en los pómulos. Junta las manos como para recoger el agua de una fuente y sigue narrando con trémolos en la voz…) Así fue como lo vi. Como os estoy viendo a vosotros Por el Libro Santo que es la verdad… Revoloteaba en el cielo azul. Con unas alas tan blancas que sus reflejos iluminaban el interior de la cueva. Daba vueltas y más vueltas. En aquel silencio absoluto, no oía ni los gritos de los heridos ni las explosiones de alrededor; sólo el roce sedoso de sus alas, que batían el aire majestuosamente… Era una visión mágica…
– ¿Bajó hasta ti? -pregunta el manco, febrilmente.
– Sí -dice Tamreez-. Bajó hasta mí. Lloraba y el rostro púrpura le brillaba como una estrella.
– Era el ángel de la muerte -afirma su vecino-. Sólo podía ser él. Siempre se aparece así a los valientes. ¿Te dijo algo?
– No me acuerdo. Extendió las alas alrededor de mi cuerpo, pero lo espanté.
– Desdichado -le dicen todos, a voces-, tenías que haber dejado que las extendiera. El ángel te habría llevado directamente al Paraíso y ahora no estarías pudriéndote en ese carretón.
Atiq opina que ya ha oído bastante y decide irse a otra parte a que se le aclaren las ideas. A fuerza de repeticiones y de exageraciones, cada cual según sus tendencias, los relatos de los supervivientes de la guerra se están convirtiendo en auténticas fantasías. Atiq piensa sinceramente que los mulás deberían poner coto a esa costumbre. Y, ante todo, se percata de que no puede andar dando vueltas por la calle indefinidamente. Desde hace un buen rato, está intentando eludir su realidad, la suya propia, esa que no puede ni hinchar ni contar, ni siquiera a Mirza Shah, insensible y romo, siempre dispuesto a echarles en cara a los demás la poca conciencia que les queda. Por lo demás, se avergüenza de haberle hecho confidencias. Por un vaso de té que ni se ha tomado. Le da vergüenza eludir sus responsabilidades, haber sido lo bastante necio para pensar que la mejor manera de solucionar un problema es darle la espalda. Su mujer está enferma; ¿acaso tiene ella la culpa? ¿Es que ya no se acuerda de cómo bregó por él cuando su pelotón, tras derrotarlo las tropas comunistas, lo dejó abandonado en una aldea perdida? ¿Cómo lo escondió y lo cuidó durante semanas? ¿Cómo consiguió trasladarlo, a lomos de mula, cruzando durante días y noches un territorio enemigo, entre tormentas de nieve, hasta llegar a Peshawar? Ahora que lo necesita, la rehúye descaradamente y anda de un lado para otro en pos de todo cuanto puede hacerle olvidarse de ella.
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