– No se trata de amor.
– Entonces, ¿qué estás esperando para ponerla de patitas en la calle? Repúdiala y date el gusto de una virgen sana y robusta, que sepa callarse y servir a su amo sin hacer ruido. No quiero volver a verte hablando solo por la calle como un tonto. Y menos por culpa de una hembra. Es una ofensa a Dios y a su profeta.
Mirza se calla de pronto. Un joven acaba de pararse en la puerta de la tiendecilla con la vista perdida y los labios exangües. Es alto, con un rostro imberbe y agraciado que adorna la guirlanda de un delgado collar de pelillos alborotados. La melena larga y tiesa le cae por los hombros, estrechos y delicados como los de una muchacha.
– ¿Qué quieres? -le pregunta Mirza con malos modos.
El hombre se lleva un dedo a la sien para recobrarse y ese ademán irrita aún más a Mirza.
– Decídete, entra o vete. ¿No ves que estamos hablando?
Mohsen Ramat se da cuenta de que los dos individuos han cogido sus fustas y están a punto de cruzarle la cara. Andando de espaldas, se deshace en disculpas y se aleja, rumbo al campamento.
– ¿Has visto? -se indigna Mirza-. ¡La gente tiene un descaro!
Atiq asiente con la cabeza, refunfuñando. Lo ha inquietado la intrusión. Cae en la cuenta de lo indecentes que han sido sus confidencias y se arrepiente de no haber sabido resistir a la necesidad morbosa de sacar a relucir sus trapos sucios en la terraza de un cafetucho. Entre él y su amigo de la infancia se instala un silencio abochornado. Ni siquiera se atreven ya a mirarse; uno se atrinchera tras la contemplación de las rayas de las palmas de sus manos y el otro finge buscar al dueño del figón.
Mohsen Ramat empuja la puerta de su casa con mano insegura. No ha comido nada desde por la mañana y su deambular errático lo ha dejado exhausto. En las tiendecillas, en el mercado, en la plaza, en todos los lugares por donde se ha aventurado se apodera en el acto de él ese inmenso cansancio que arrastra aquí y allá como una bola de presidiario. Su único amigo y confidente murió de disentería el año pasado. No ha hecho más amistades. A la gente le cuesta convivir con su propia sombra. El miedo se ha convertido en la vigilancia más eficaz. Las susceptibilidades están más despiertas que nunca; cualquiera, sin más, puede interpretar torcidamente una confidencia; y los talibanes no saben perdonar a las lenguas imprudentes. Nadie puede compartir nada que no sea la desdicha y prefiere rumiar las contrariedades en su rincón para no tener que cargar con las ajenas. Como en Kabul las alegrías figuran ahora en la lista de los pecados capitales, es inútil buscar en el prójimo cualquier consuelo. ¿Qué consuelo podría aún perdurar en un mundo caótico, compuesto de brutalidad e irracionalidad y que un encadenamiento de guerras violentísimas ha dejado exangüe? ¿Un mundo que han abandonado sus santos patronos, que ha caído en manos de verdugos y cuervos y al que las más fervientes plegarias parecen incapaces de devolver la sensatez?
En la habitación, salvo una gran estera, que hace las veces de alfombra, dos pufs viejos y despanzurrados y un caballete carcomido en el que descansa el libro de las Lecturas, no queda ya nada. Mohsen ha vendido todos los muebles, uno tras otro, para sobrevivir a la penuria. Ahora no tiene ni para cambiar los cristales rotos. Las ventanas, de inestables postigos, están cegadas. Cada vez que un miliciano pasaba por la calle, le ordenaba que mandase poner otros nuevos sin más demora: a algún transeúnte ocioso podría escandalizarle el rostro sin velo de una mujer. Mohsen forró de tela las ventanas: desde entonces, el sol ha dejado de visitarlo a domicilio.
Se descalza en la exigua escalera y se desploma.
– ¿Te llevo algo de comer? -inquiere una voz femenina tras una cortina que hay al fondo de la sala.
– No tengo hambre.
– ¿Un poco de agua?
– Si está fresca, sí que me gustaría.
Repiquetean unos tintineos en la habitación de al lado; luego, se aparta la cortina para dejar paso a una mujer hermosa como la luz del día. Coloca un jarro ante Mohsen y se sienta en el puf que éste tiene delante. Mohsen sonríe. Siempre sonríe cuando su mujer aparece ante él. Es sublime, de inalterable lozanía. Pese a las inclemencias cotidianas y el luto de una ciudad presa de las obsesiones y la locura de los hombres, Zunaira no tiene ni una arruga. Cierto es que sus mejillas no muestran ya el resplandor de antaño, que no retumba ya su risa en ningún sitio, pero conserva intacta la magia de sus ojos inmensos, relucientes como las esmeraldas.
Mohsen se lleva el jarro a la boca.
Su mujer espera a que haya acabado de beber para quitárselo de las manos.
– Pareces rendido.
– Hoy he andado mucho. Me arden los pies.
La mujer roza con la yema de los dedos los pies de su marido antes de empezar a darles un suave masaje. Mohsen se echa hacia atrás, apoyado en los codos, entregado en las manos de su mujer.
– Estuve esperándote para comer.
– Se me olvidó.
– ¿Se te olvidó?
– No sé qué me ha pasado hoy. Nunca había tenido antes esa sensación, ni siquiera cuando perdimos nuestra casa. Estaba como ido e iba vagabundeando a ciegas, incapaz de reconocer las calles que recorría de punta a cabo sin conseguir cruzarlas. Algo muy raro, de verdad. Estaba como dentro de una niebla y no podía ni acordarme de por dónde debía ir ni adónde quería llegar.
– Has debido de quedarte mucho rato al sol.
– No es una insolación.
Mohsen tiende de pronto la mano hacia su mujer y la obliga a interrumpir el masaje. Zunaira alza los radiantes ojos, intrigada ante la desesperada fuerza que le aprieta la muñeca.
Mohsen titubea un momento y pregunta con voz átona:
– ¿He cambiado?
– ¿Por qué me haces esa pregunta?
– Quiero saber si he cambiado.
Zunaira frunce las admirables cejas para pensar.
– No sé a qué te refieres.
– Pues a mí, claro. ¿Sigo siendo el mismo hombre, ese que preferías a todos los demás? ¿Sigo con las mismas costumbres, con el mismo comportamiento? ¿Te parece que reacciono normalmente, que te trato con la misma ternura?
– Es verdad que a nuestro alrededor han cambiado muchas cosas. Nos bombardearon la casa. Ya no tenemos cerca ni a la familia ni a los amigos; algunos no están ya en este mundo. Te has quedado sin tu negocio. Me han quitado mi trabajo. Pasamos hambre y ya no hacemos proyectos. Pero estamos juntos, Mohsen. Eso es lo que debe importarnos. Estamos juntos para apoyarnos. Sólo nos tenemos a nosotros para mantener la esperanza. Algún día, Dios se acordará de nosotros. Se dará cuenta de que los horrores que padecemos a diario no han conseguido mermar nuestra fe, que no hemos flaqueado, que merecemos su misericordia.
Mohsen le suelta la muñeca a su mujer para acariciarle el pómulo. Es un gesto afectuoso y ella lo recibe con entrega.
– Eres el único sol que me queda, Zunaira. Sin ti, mi noche sería más honda que las tinieblas, más fría que las tumbas. Pero, por el amor de Dios, si te parece que me porto contigo de forma diferente, que me vuelvo injusto o malo, dímelo. Tengo la impresión de que las cosas se me van de las manos, de que ya no me controlo. Si me estoy volviendo loco, ayúdame a darme cuenta. Aceptaría decepcionar al mundo entero, pero no me permitiría hacerte daño, incluso por descuido.
Zunaira percibe claramente el desamparo de su marido. Para demostrarle que no tiene nada que reprocharse, le desliza la mejilla por la medrosa palma de la mano.
– Estamos viviendo momentos penosos, cariño. A fuerza de lamentarnos, se nos ha olvidado qué es el sosiego. Las treguas nos espantan y desconfiamos de todo lo que supone una amenaza.
Moshen retira con suavidad los dedos de la mejilla de su mujer. Se le nublan los ojos; tiene que clavarlos en el techo y luchar en su fuero interno para contener la emoción. La nuez enloquece dentro del cuello flaco. Es tanta la pena que siente que empieza a notar temblores en los pómulos que le llegan hasta la barbilla y ascienden hasta los labios, que se estremecen.
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