Yasmina Khadra - Las Golondrinas De Kabul

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Un carcelero amargado que se deja llevar por la desgracia familiar, un universitario sin empleo, atrapado por la violencia retórica de los mulás, y dos mujeres a las que la realidad condena a una desesperada frustración, forman un fondo cuadrangular psicológico y literario desde el que Yasmina Khadra se adentra en el drama del integrismo islámico. En el Afganistán de los talibanes, en el que ya no se oye a las golondrinas sino sólo los graznidos de los cuervos y los aullidos de los lobos
entre las ruinas de un Kabul lleno de mendigos y mutilados, dos parejas nadan entre el amor y el desamor; en parte marcado por la represión social y religiosa, pero
también por las miserias, mezquindades, cobardías y desencantos vitales de unos y otros que les impide sobreponerse al destino.
Pese al marco en el que se desarrolla la trama, Las golondrinas de Kabul es una novela con clara vocación universal, que rehuye los estereotipos en los que puede incurrir incluso alguien que, como Yasmina Khadra, ha padecido en primera persona la irracionalidad del integrismo islámico. Todas las cuestiones clave de la opresión se dan cita en Las golondrinas de Kabul; desde la banalización del mal hasta el poder aterrador del sacrificio, pasando por la histeria de las masas, las humillaciones, las ejecuciones crueles en forma de lapidación, la sombra de la muerte y, sobre todo, la soledad cuando sobreviene la tragedia. Pero siempre
dejando un fleco a la esperanza y al ingenio humano capaz de utilizar los aditamentos de esa sociedad represiva para escapar de ella. Con una hermosa prosa descriptiva y rítmica, sacudida por latigazos literarios que fustigan la conciencia del lector, Khadra hace de Las golondrinas de Kabul una novela impactante, turbadora y memorable. Nos enseña las razones y sinrazones de la vida cotidiana en una sociedad reprimida. Nos lleva a ver ese rostro oculto tras el velo.

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Pero todo termina, y el día también; la gente regresa a su casa, las personas sin techo vuelven a sus madrigueras y los esbirros suelen disparar sin previo aviso sobre las sombras sospechosas. No le queda más remedio que irse a casa él también y volver a encontrarse con su mujer en el estado en que la dejó, es decir, enferma y desvalida. Se interna por una calle llena de montones de escombros, se detiene junto a unas ruinas, apoya el brazo en el único muro que se sostiene de pie y así se queda, con la barbilla en el hombro, descargando un poco el peso en las pantorrillas. Aquí y allá, en la oscuridad entre la que se contonean con pocos bríos algunas luces, oye llorar a niños de pecho. Sus vagidos se le clavan en la cabeza como floretes. Una mujer se rebela contra el escándalo que arman sus retoños y la ensordecedora voz de un hombre no tarda en mandarla callar. Atiq endereza la nuca y, luego, la espalda; contempla los miles de constelaciones que titilan alegremente en el cielo. Algo parecido a un sollozo le oprime la garganta. No le queda más remedio que apretar los dedos hasta hacerlos sangrar para no venirse abajo. Está cansado, cansado de dar vueltas sin rumbo fijo, de perseguir volutas de humo; cansado de esos días insípidos que lo pisotean desde por la mañana hasta bien entrada la noche. No consigue comprender por qué ha sobrevivido dos décadas seguidas a las emboscadas, a los ataques aéreos, a los artefactos explosivos que destrozaban decenas de cuerpos a su alrededor y de los que no se libraban ni las mujeres, ni los niños, ni los rebaños ni las aldeas, para, en fin de cuentas, seguir vegetando en un mundo tan oscuro e ingrato, en una ciudad totalmente desfasada, cubierta de cadalsos y por la que deambulan ruinas humanas caquécticas: una ciudad que lo maltrata y lo destroza inexorablemente día tras día, noche tras noche, unas veces en compañía de una muerta aplazada que espera en lo más hondo de una celda apestosa y otras velando a una esposa agonizante aún más mísera que si fuera carne de horca.

¡La hawla! -suspira-. Si ésa es la prueba a la que vas a someterme, Señor, dame fuerzas para soportarla.

Pega una palmada, musita una azora y da media vuelta para regresar a su casa.

Lo primero que le llamó la atención a Atiq cuando abrió la puerta de su casa fue que el farol estaba encendido. Normalmente, a esas horas, Musarat está acostada y las habitaciones a oscuras. Se fija en el camastro vacío, en las mantas primorosamente estiradas encima del jergón, de los almohadones apoyados en la pared, como a él le gusta; aguza el oído: ninguna queja, ningún ruido. Vuelve sobre sus pasos, ve que los barreños están boca abajo en el suelo, que los platos relucen en su rincón. Se queda intrigado, porque desde hace meses Musarat no se ocupa apenas de la casa. La enfermedad la corroe y se pasa casi todo el tiempo quejándose y ovillándose alrededor de los dolores que le atenazan el vientre. Atiq carraspea contra el puño cerrado para hacer notar que está de vuelta. Una cortina se descorre y, al fin, aparece Musarat, con la cara marchita pero a pie firme. Sin embargo, no puede evitar apoyarse con la mano en el marco de la puerta; se nota que lucha con toda la energía que le queda para mantenerse de pie, como si le fuera en ello la dignidad. Atiq se lleva dos dedos a la barbilla y enarca mucho una ceja, sin intentar disimular la sorpresa.

– Pensé que había vuelto mi hermana de Baluchistán -dice.

Musarat da un respingo.

– Todavía no soy una inútil -comenta.

– No quería decir eso. Es que te dejé tan mal esta mañana. Cuando he visto que todo estaba en su sitio y en orden y el suelo barrido, enseguida pensé que había vuelto mi hermana. Sólo la tenemos a ella. Tus vecinas saben cómo andas de salud, pero en ningún momento ha venido ninguna a ver si podía echarte una mano.

– No las necesito.

– Pero qué susceptible estás, Musarat. ¿Por qué hay que darles la vuelta a todas las palabras para mirar lo que hay debajo?

Musarat se da cuenta de que no está mejorando la situación entre ella y su marido. Quita el farol de encima de la mesa y lo cuelga de una vigueta para que el cuarto esté más iluminado; luego, va a buscar una bandeja repleta de vituallas.

– He cortado el melón que me mandaste y lo he puesto al fresco en la ventana -dice conciliadora-. Debes de tener hambre. Te he preparado un arroz de los que te gustan.

Atiq se descalza, cuelga el tocado y la fusta de la falleba de una contraventana y se sienta junto a la bandeja de hierro abollado. Como no sabe qué decir y no se atreve a mirar a su mujer por temor a reanimar su susceptibilidad, coge un jarro y se lo lleva a los labios. El agua le chorrea de la boca y le salpica la barba; se seca con el dorso de la mano y finge concentrarse en una torta de cebada.

– La he hecho yo -le dice Musarat, que no le quita ojo-. Para ti.

– ¿Por qué te tomas tanto trabajo? -se le escapa por fin a Atiq.

– Quiero cumplir con mis obligaciones de esposa hasta el último momento.

– No te he exigido nada.

– No es necesario.

Se desploma casi en la estera que está enfrente de él, busca sus ojos y añade:

– Me niego a abdicar, Atiq.

– No es ésa la cuestión, mujer.

– Ya sabes cuánto aborrezco la humillación.

Atiq clava en ella una mirada penetrante:

– ¿He hecho algo que te haya ofendido, Musarat?

– La humillación no está forzosamente en el comportamiento de los demás; a veces consiste en el hecho de no asumirse uno mismo.

– ¿De dónde has sacado eso, mujer? Estás enferma, y nada más. Necesitas descansar, hacer acopio de fuerzas. No estoy ciego. Llevamos años viviendo juntos; nunca has hecho trampa. Ni conmigo ni con nadie. No es necesario que te pongas peor sólo para demostrarme no sé qué.

– Llevamos años viviendo juntos, Atiq, y es la primera vez que tengo la impresión de que estoy faltando a mis obligaciones de esposa: mi marido ya no me dirige la palabra.

– Es verdad que no te dirijo la palabra, pero no estoy enfadado contigo. Lo único que pasa es que me tiene aplanado esta guerra que se eterniza y la miseria que daña cuanto nos rodea. No soy más que un carcelero interino que no entiende por qué ha aceptado vigilar a pobres infelices en vez de ocuparse de su propia desdicha.

– Si tienes fe en Dios, debes considerar esta desdicha en que me he convertido para ti como una prueba piadosa.

– No eres mi desdicha, Musarat. Son imaginaciones tuyas. Tengo fe en Dios y acepto las calamidades que me envía para poner a prueba mi paciencia.

Musarat parte la torta y le alarga un trozo a su marido.

– Para una vez que tenemos oportunidad de charlar, vamos a intentar no pelearnos -susurra.

– De acuerdo -asiente Atiq-. Para una vez que tenemos oportunidad de charlar, vamos a evitar las palabras ofensivas y las indirectas. Soy tu marido, Musarat. Yo también intento cumplir con mis obligaciones conyugales. El problema es que estoy un poco desbordado. No tengo ningún resentimiento contra ti. Es menester que lo sepas. Si estoy callado, no es que te rechace; es la expresión de mi impotencia. ¿Me comprendes, mujer?

Musarat asiente con la cabeza sin convicción.

Atiq moja un trozo de pan en una fuente. Le tiembla la mano; tanto le cuesta refrenar esa ira que nota que le brota por dentro que le silba la respiración. Hunde el cuello entre los hombros, intenta disciplinar el aliento y, luego, cada vez más irritado por tener que dar explicaciones, dice:

– No me gusta justificarme. Me da la impresión de que he hecho algo malo, y no es cierto. Todo lo que quiero es disfrutar de un poco de paz en mi casa. ¿Es mucho pedir? Son imaginaciones tuyas, mujer. Te hostigas y me hostigas. Parece que quisieras provocarme.

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