– No te provoco.
– Quizá. Pero ésa es la sensación que tengo. En cuanto te pones un poco mejor, te cansas tontamente para demostrarme que puedes tenerte de pie, que la enfermedad no va a poder contigo todavía. Dos días después, te hundes y tengo que recogerte con cucharilla. ¿Cuánto tiempo va a durar la broma?
– Perdóname.
Atiq suspira, unta el trozo de pan en la salsa fría y se lo lleva a la boca sin alzar la cabeza.
Musarat se tapa los brazos con la falda y mira comer a su marido, que hace un chapoteo desagradable al tragar. Como no consigue interceptarle la mirada, se contenta con mirarle la calva, que se ensancha en la parte de arriba de la cabeza y le deja al aire la nuca, hundida y fea.
– La otra noche en que había luna llena -cuenta con tono tristón-, abrí las contraventanas para verte dormir. Tenías ese sueño apacible de quienes no tienen cargos de conciencia. A través de la barba se vislumbraba una sonrisita. Tu cara parecía parte de una escampada, como si todas las penalidades por las que has pasado se hubiesen volatilizado y el dolor no se hubiera atrevido nunca a rozarte ni una arruga. Era una visión tan hermosa y apacible que deseé que nunca más amaneciera. El sueño te amparaba de todo cuanto podía contrariarte. Me senté a la cabecera de tu cama. Estaba deseando cogerte la mano, pero me dio miedo despertarte. Así que, para no caer en la tentación, me puse a pensar en los años que hemos compartido, para lo malo casi siempre, y me pregunté si, en los momentos en que tuvimos compromisos más fuertes, nos habíamos amado…
Atiq deja de comer de repente. Le tiembla la muñeca cuando se limpia la boca en ella. Masculla un la hawla y mira a su mujer a la cara, con las ventanas de la nariz latiéndole espasmódicamente.
Con fingida calma en la voz, pregunta:
– ¿Qué es lo que va mal, Musarat? Te encuentro muy locuaz esta noche.
– A lo mejor es porque desde hace tiempo ya casi ni nos hablamos.
– ¿Y por qué estás tan charlatana hoy?
– Porque estoy enferma. La enfermedad es una circunstancia seria, un momento de gran sinceridad. Ya no es posible ocultar nada.
– Ya has estado mala otras veces…
– Esta vez noto que la enfermedad que me habita no se irá sin llevarme consigo.
Atiq aparta el plato y retrocede hasta la pared.
– Por un lado, me preparas la cena; por otro, no dejas que me la coma. ¿Te parece justo?
– Perdóname.
– Vas más allá de lo tolerable y, luego, pides perdón. Como si no tuviera nada más que hacer.
Musarat se levanta y se dispone a volver tras la cortina.
– Por eso es por lo que intento no dirigirte la palabra, Musarat. Siempre estás a la defensiva, como una loba en peligro. Y, cuando intento razonar contigo, te sienta mal y te marchas.
– Es verdad -admite ella-, pero sólo te tengo a ti. Cuando me guardas rencor, el mundo entero me da la espalda. Daría por ti cuanto tengo. Si cometo tantas torpezas es porque intento merecerte a toda costa. Hoy, me he prohibido disgustarte o decepcionarte. Y, sin embargo, es lo que hago sin parar.
– En tal caso, ¿por qué persistes en el error?
– Tengo miedo…
– ¿De qué?
– De los días que se avecinan. Me aterran. Si por lo menos pudieras hacerme más llevaderas las cosas.
– ¿Cómo?
– Contándome lo que te ha dicho el médico de mi enfermedad.
– ¡Otra vez! -exclama Atiq fuera de sí.
Vuelca la mesa de una patada, se pone de pie de un brinco y, recogiendo al pasar los zapatos, la fusta y el turbante, se va a la calle.
Musarat se queda sola; se sujeta la cabeza con ambas manos. Poco a poco, los hombros menudos empiezan a estremecérsele.
Unas manzanas de casas más allá, Mohsen Ramat tampoco duerme. Tendido en el jergón con las manos debajo de la nuca, mira fijamente la vela, que suda en un recipiente de barro y proyecta en las paredes sombras temblonas. Sobre su cabeza, el techo descarnado le informa de que una viga combada está a punto de romperse. La semana anterior, se cayó un trozo de techo en la habitación de al lado y poco faltó para que aplastase a Zunaira…
A Zunaira, que se ha refugiado en la cocina y tarda en venir a reunirse con él.
Han cenado en silencio; él, postrado; ella, ausente. No han comido nada, han mordisqueado distraídamente un trozo de pan que han tardado una hora en tragarse. Mohsen sentía un gran apuro. Al contar la muerte de la prostituta ha trastornado su casa. Creyó que, si se confesaba con Zunaira, podría aliviar la conciencia y recuperar el control de sí mismo. En ningún momento sospechó que iba a escandalizar tanto a su mujer. Ha intentado varias veces alargar la mano hacia ella, hacerle ver lo consternado que está; el brazo se negaba a obedecerle, se le quedaba pegado al costado, como anquilosado. Zunaira no lo ayudaba. Clavaba los ojos en el suelo, con la nuca inclinada; los dedos apenas si le rozaban el filo de la mesa baja. Tardaba más en llevarse un trozo de pan a los labios que en morderlo. Distante, con ademanes automáticos, se negaba a volver a la superficie, a despertarse. Como en realidad ninguno de los dos estaba comiendo, recogió la bandeja y se retiró tras la cortina. Mohsen la estuvo esperando mucho rato y, luego, fue a tenderse en el jergón, en donde siguió esperándola. Pero Zunaira no volvió. Lleva esperándola dos horas, un poco más quizá, y Zunaira sigue sin venir. Desde la cocina no llega ningún ruido que indique que está allí. En lavar dos platos y vaciar un cestito de pan se tarda un santiamén. Mohsen se sienta y aguarda unos instantes más antes de decidirse a ir a ver qué pasa. Al apartar la cortina, ve a Zunaira tendida en una estera, con las rodillas pegadas al vientre y de cara a la pared. Está seguro de que no duerme, pero no se atreve a molestarla. Retrocede sin ruido, se pone una túnica y unas sandalias, apaga la vela de un soplido y sale a la calle. Un calor húmedo invade el arrabal. De trecho en trecho, hay hombres que charlan en las puertas cocheras o al pie las paredes. A Moshen no le parece necesario alejarse de su casa. Se sienta en el escalón, cruza los brazos sobre el pecho y busca en el cielo una estrella. En ese preciso instante, un hombre pasa como una fiera ante él y se aleja, calle abajo, con paso airado. Un rayo de luna rebota y le ilumina la cara crispada; Mohsen reconoce al carcelero que estuvo a punto de cruzarle la cara con la fusta, hace un rato, en el umbral de la tiendecilla.
Atiq Shaukat regresa a la mezquita para cumplir con el rezo del ishá; cuando acaba, es el último en incorporarse. Se queda un buen rato, con las manos abiertas en una fatiha, recitando azoras y pidiendo a los santos y a los antepasados que lo asistan en su desdicha. Cuando sus antiguas heridas de la rodilla lo obligan a dejar de prosternarse, se mete en un rincón repleto de libros religiosos e intenta leer. No consigue concentrarse. Los textos se le embrollan ante los ojos y amenazan con hacerle estallar la cabeza. Pronto, el denso calor del santuario lo obliga a reunirse con los grupos de fieles dispersos por el patio. Los ancianos y los mendigos ya se han ido, pero los mutilados de guerra todavía andan por allí, luciendo sus lesiones como trofeos. El hombre sin piernas está entronizado en su carretón oyendo atentamente los relatos de sus compañeros, dispuesto a asentir o a protestar. El Goliat ha regresado; sentado junto a un manco, escucha obsequiosamente a un anciano que cuenta cómo, con un puñado de muyahidines que no tenían más que un fusil ametrallador, consiguió inmovilizar a una compañía de carros de combate soviéticos.
Atiq no aguanta por mucho tiempo las extravagancias de esos hechos de armas. Sale de la mezquita y vagabundea por los arrabales con apariencia de hecatombe, recurriendo de vez en cuando a la fusta para ahuyentar a las mendigas más tenaces. Sin darse cuenta, llega ante la casa prisión y entra en ella. El silencio de las celdas lo apacigua. Decide pasar allí la noche. Busca el farol a tientas, lo enciende y se echa en el catre con las manos detrás de la cabeza y los ojos clavados en el techo. Cada vez que sus pensamientos desembocan en Musarat da una patada al vacío, como para librarse de ella. Resurge la ira en oleadas sucesivas; le hace latir la sangre en las venas y le oprime el pecho. Está enfadado consigo mismo por no haberse atrevido a reventar el absceso de una vez y haberle dicho lo que se merece a una esposa que debería considerarse privilegiada al compararse con esas hembras desnaturalizadas que andan vagando por las calles de Kabul. Musarat abusa de su paciencia. Su enfermedad no es ya una circunstancia atenuante; tiene que aprender a asumirla…
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