Ángeles Caso - Contra El Viento

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Premio Planeta 2009.
La niña São, nacida para trabajar, como todas en su aldea, decide construirse una vida mejor en Europa. Tras aprender a levantarse una y otra vez encontrará una amistad nueva con una mujer española que se ahoga en sus inseguridades. São le devolverá las ganas de vivir y juntas construirán un vínculo indestructible, que las hará fuertes. Conmovedora historia de amistad entre dos mujeres que viven en mundos opuestos narrada con la belleza de la realidad. Una novela llena de sensibilidad para lectores ávidos de aventura y emoción. Ángeles Caso vuelve a cautivar con una historia imprescindible para leer y compartir.

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La casa era fea, un edificio de dos pisos hecho de bloques de hormigón de color gris que nadie se había molestado nunca en pintar. Había un pequeño terreno delante, un espacio que hubiera debido ser un jardín pero que sólo era un pedazo de tierra reseca, con una acacia raquítica y polvorienta tratando de sobrevivir en un rincón. La puerta estaba abierta. Se veía una habitación de paredes verdes, recogida y limpia. Desde algún lugar llegaba el sonido de una televisión, voces chillonas que se entremezclaban y una musiquilla repetitiva empeñada en acompañarlas. São contuvo el temblor de sus manos y golpeó firmemente la puerta, una, dos, tres veces.

Se oyeron pasos, una voz femenina que gritaba voy, y enseguida apareció una mujer cubierta con una túnica de colores intensos, el pelo escondido bajo un turbante. Sonrió llena de amabilidad, con la boca grande y los ojos relucientes, como si estuviera dispuesta a concederle a su visitante todo lo que necesitase:

– Buenos días. ¿Puedo ayudarla en algo?

São no estaba segura de que le fuese a salir la voz:

– Buenos días. Soy São, la madre de André.

La mujer se quedó paralizada durante unos instantes, igual que si un hechizo la hubiera convertido repentinamente en estatua. Al fin reaccionó:

– Soy Joaquina, soy la mujer del hermano de Bigador.

– ¿André está aquí…?

– No… Viven en Uíge, otra ciudad…

São sintió que algo denso comenzaba a moverse dentro de su cabeza. Las cosas se habían puesto a girar repentinamente. Tuvo que apoyarse en la pared para no caer. Joaquina la sostuvo y la hizo sentarse en uno de los escalones de la entrada. Luego desapareció durante unos instantes, y volvió con un vaso de leche de cabra. São fue bebiéndolo despacio, intentando encontrar dentro de su confusión el camino que conducía de nuevo a los pensamientos ordenados. Joaquina le acarició con suavidad la cabeza, como si comprendiese todo lo que le estaba ocurriendo y se compadeciera de ella:

– ¿Bigador sabe que estás aquí?

– No. Dijo que me mataría si venía. Pero tengo que intentar recuperar a

André…

– ¿Tú no se lo diste…?

– ¿Dárselo…?

– Él contó que no querías al niño, que se lo diste para que lo trajera aquí…

– ¡Dios mío! ¡No! ¿Cómo iba a darle al niño…? ¿Cómo podría no querer a mi hijo…?

Joaquina la miró y supo que estaba diciendo la verdad. Ella había criado a seis. A pesar de los malos momentos, del cansancio, de las noches sin dormir, de las travesuras, de los disgustos, los había querido cada minuto de sus vidas. Incluso seguía queriendo a los dos que se le habían muerto. Se sentía orgullosa de ellos, de sus estudios y sus empleos, de las esposas que habían elegido los tres mayores y de la belleza de los nietos que iban llegando igual que estrellas caídas del cielo para iluminar la existencia de una mujer vieja. Estaba segura de que São era tan buena madre como ella. Había viajado desde el fin del mundo para encontrar a su hijo, sola, arriesgándose a que el salvaje de Bigador la matase. Ella tenía miedo de Bigador. Siempre la dejaba aturdida con sus gritos y sus puñetazos en las paredes. Había que ser muy valiente para enfrentarse así a él. Decidió ayudarla en todo lo que pudiera:

– Escucha. Mi marido está trabajando. ¿Por qué no vienes a las cuatro y hablas con él? Nelson no es como su hermano. Le gustan las palabras y está en paz con el mundo. Y respeta a las mujeres. Yo le diré que tenemos que apoyarte. Un hijo debe estar con su madre si ella es buena. Y tú eres buena.

São sonrió por primera vez desde que había salido de Lisboa. En ese momento, una nube de pájaros migratorios cruzaba el cielo. Volaban firmes e infatigables, seguros del lugar hacia el que querían dirigirse, algún rincón tranquilo del mundo donde hubiese alimento suficiente, árboles para hacer sus nidos y temperaturas suaves. Eran sabios y pacientes y fuertes, y su paso le pareció un presagio favorable.

Nelson tenía diez años más que Bigador. Era igual que él, la misma cara y el mismo cuerpo, aunque se le notaba el ligero desfondamiento de la edad, las arrugas atravesándole de lado a lado la frente, las canas que le salpicaban el pelo tan oscuro. Sin embargo, no poseía la arrogancia de su hermano, ni aquella crueldad repentina en la mirada y el gesto despectivo en los labios. La recibió de manera educada, estrechándole la mano fuertemente, pero a la vez manteniendo las distancias, serio, como si no terminase de creerse lo que su mujer sin duda ya le había contado. Se instalaron en una habitación agradable, llena de fotografías de sus hijos y sus nietos. También había una de doña Fernanda, un poquito asustada ante la cámara, aunque vestida con su mejor ropa. São sintió nostalgia al recordarla: si ella hubiera estado viva, no habría permitido que aquello sucediese. Le rogó en silencio que la ayudara. Joaquina sirvió café y se sentaron los tres en torno a la mesa.

El interrogatorio fue largo. Nelson necesitaba estar seguro de que todo lo que São decía era verdad, de que no había contradicciones ni dudas en sus palabras, de que era capaz de aguantar su mirada sin bajar los ojos. A ella le resultaba difícil explicarse. No quería que pareciese que le guardaba rencor a Bigador, que deseaba vengarse de él por alguna razón. Pero, al mismo tiempo, necesitaba que entendieran que siempre la había tratado mal, que solía imponer sus deseos y sus caprichos mediante el terror, pasando por encima de cualquier consideración, provocando el dolor ajeno y luego pisoteándolo. Necesitaba que se convencieran de que era capaz de secuestrar a su propio hijo sin importarle su sufrimiento.

Nelson sacudía la cabeza de vez en cuando mientras la escuchaba, hacía ruidos con la boca y lanzaba exclamaciones. Al cabo de más de una hora, cuando consideró que ya había oído lo suficiente, después de que São le hubiera enseñado el pasaporte de André y también el mensaje con la amenaza de muerte que guardaba en su móvil, se levantó y fue a sentarse bajo la acacia del jardín de tierra, en cuclillas, mirando al frente. São se quedó desconcertada, pero Joaquina sonreía animosa, como si todo fuera bien:

– Él es el jefe de la familia -le dijo-. Debe reflexionar. Su responsabilidad es muy grande. Todo el mundo hace lo que el jefe dice, pero sólo si sus decisiones son justas y buenas. Si no, las familias terminan por dividirse.

Sintió que su cuerpo se sacudía. Quería creer que ese hombre la había comprendido. Y que él podría devolverle a André. Pero aún tenía que esperar. Seguir esperando, agarrarse fuertemente a la paciencia para no caer pulverizada, convertida en un puñado de átomos sin sentido. Durante un rato, fingió contemplar junto a Joaquina las fotos de sus hijos, mientras escuchaba desde muy lejos su relato de la vida de cada uno de ellos. Luego vieron a través de la ventana cómo Nelson se levantaba y regresaba a la casa. Parecía preocupado. Permaneció en pie al otro lado de la mesa, con los ojos clavados en ella:

– Convocaré una reunión para el domingo. Si todo lo que has dicho es verdad, mi hermano no ha obrado bien. Pero quiero escucharle. Y también a los mayores de la familia. Puedes estar tranquila: no le diré nada hasta el domingo por la mañana, para que no le dé tiempo a buscarte. Ven después de comer.

São se pasó los dos días que la separaban del domingo sentada en la playa. No pensaba en nada. Sólo contemplaba las olas que rompían sobre la arena, una y otra vez, una y otra vez. Se acercaban amenazadoras y rugientes. Chocaban con la costa. Se deshacían en espuma sucia. Y regresaban al mar vencidas, suplicantes, arrastrándose como animales heridos. Una y otra vez, una y otra vez. Las gaviotas chillaban al abalanzarse contra los peces. El sol perforaba la tierra sin piedad. En el paseo marítimo, sonaban incesantemente las bocinas. El tiempo era un túnel que no termina nunca. Faltaba una eternidad. Cincuenta y seis horas hasta la comida del domingo. Tres mil trescientos sesenta minutos. Doscientos un mil seiscientos segundos, uno tras otro, cada uno de ellos con su propio peso sobrehumano, con su divina lentitud. El espantoso tiempo de los dioses.

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