De cualquier manera, ella estaba bastante bien, mucho mejor de lo que hubiéramos esperado. Los meses iban pasando, y había vuelto a recuperar el peso que había perdido. Hubo un momento malo cuando se celebró el juicio. Ocurrió más o menos lo que la abogada había dicho, aunque fue incluso peor: el juez no consideró que aquello fuera un secuestro, sino una simple «sustracción». Y declaró que Bigador debía devolver al niño. Eso fue todo. São se sintió desprotegida y abandonada por la justicia, pero no se podía hacer nada.
Por lo demás, llevaba una vida normal, el trabajo, Luis, las salidas con Liliana y otras amigas… Hablaba a menudo de André, pero no lo hacía como si estuviera recordando a un hijo perdido. Contaba cosas suyas, frases y bromas, gestos y juegos, como si acabasen de ocurrir y fueran a suceder de nuevo al día siguiente. De vez en cuando, cada cuatro o cinco semanas, hablaba con él unos minutos, cuando Lia podía llamarla sin que Bigador se enterase. El niño seguía llorando y pidiéndole que fuera a buscarlo. A pesar de todo, nadie que no supiera su historia hubiera dicho que aquella mujer ocultaba ningún sufrimiento, aunque nosotros imaginábamos lo mucho que debía de costarle disimular su tristeza, fingir cada minuto del día que no vivía arrastrando tras de sí aquella ausencia afilada como un puñal que en cualquier momento podría desgarrarla. Lo que no llegamos a imaginar ninguno de nosotros, por mucho que creyéramos conocerla, eran sus planes. Se nos había olvidado que São, en medio del infortunio, era capaz de tomar decisiones extraordinarias. Y que cuando tomaba una decisión, siempre la llevaba a la práctica.
El 3 de octubre de 2007, casi un año después del secuestro de André, Luis se fue a dar sus clases a las siete y media de la mañana, como de costumbre. Cuando salió de casa, dejó a São arreglándose para ir a trabajar. Se despidieron tranquilamente, adiós, cariño, hasta luego, que tengas un buen día. Ella le dio un beso un poco extraño a aquellas horas de prisas, un beso muy largo, quizás algo triste, y le dijo te quiero mucho. Pero él no se dio cuenta de que aquel gesto era una señal. Al volver a las cuatro, se encontró un sobre a su nombre encima de la mesa de la entrada. Lo abrió, preocupado y nervioso. São le había escrito para decirle que se iba a Angola a buscar a André, y le pedía que no la siguiera, que la dejara enfrentarse sola a esa batalla. No quería que se pusiera en peligro. A esas horas estaría en el avión, sobrevolando el desierto de Argelia o las selvas de Camerún, cruzando África hacia aquel lugar al que parecía arrastrarla su fuerza de voluntad, y cada uno de los latidos apesadumbrados de su corazón, y su inquebrantable esperanza.
Durante nueve meses, desde la primera llamada de Lia y de André, había estado preparando su plan en secreto. Sabía que, si nos lo contaba, no le permitiríamos intentarlo. Una semana después del secuestro, había llegado un mensaje rotundo de Bigador, el único mensaje suyo que había recibido: «Si se te ocurre venir a por el niño, te mataré. Te lo juro.» Y Lia no dejaba de repetírselo cada vez que hablaban, Bigador dice que te matará si vienes, no vengas, por favor, estoy segura de que lo hará…
Todos nos habíamos tomado en serio esa amenaza. También ella, que lo conocía mejor que nadie y había tenido que soportar su brutalidad, ella que sabía hasta dónde era capaz de llegar cuando la rabia y la furia lo dominaban. Sin embargo, después de hablar por primera vez con André, había decidido que debía intentarlo. Y no sólo porque se muriese de pena sin él, sino sobre todo porque era su madre, y lo quería más que a nadie en el mundo, y deseaba que tuviera una vida tranquila, lejos de la violencia de su padre y de la del país adonde él le había llevado, lejos de la miseria y las enfermedades que asolaban como plagas bíblicas los barrios de Luanda, una vida decente y en paz, estudiando, aprendiendo a creer en el poder de la razón y no en el de los puños, los machetes o los kalashnikov, aprendiendo a responsabilizarse de las consecuencias de su paso sobre la tierra. Tal vez Bigador la matase, pero su obligación era intentar rescatar a su hijo de aquel mundo de escombros.
A lo largo de esos meses había ahorrado todo lo que había podido para pagarse el viaje. No había gastado en nada que no fuera imprescindible. Incluso iba caminando al trabajo, casi una hora de ida y otra de vuelta. A Luis le había dicho que lo hacía porque le sentaba bien andar, pero en realidad sólo se trataba de guardar el dinero que le hubieran costado los autobuses. Y ahora al fin estaba sola en Luanda, enfrentándose a lo que fuera que tuviese que suceder.
Se alojó en una pensión del centro, en un cuartucho lleno de cucarachas y mosquitos. Del techo colgaba una bombilla pálida y amarillenta que proyectaba sombras gigantescas, convirtiendo a los insectos en monstruos. En el camastro estaban puestas unas sábanas sucias, que tapó como pudo con la toalla que había llevado en su equipaje. En una esquina, sobre una mesa coja que alguna vez había estado pintada de azul, había una palangana llena de agua maloliente en la que flotaban decenas de cadáveres de bichos. La tiró por el ventanuco. Sintió un asco profundo, pero sabía que no le quedaba otro remedio que aguantar. No podía permitirse nada mejor. Quizá tuviera que estar mucho tiempo hospedada en ese lugar, mientras buscaba primero a André y después… No quería pensar en lo que sucedería después. Por suerte, conocía de memoria la dirección de la casa de doña Fernanda, que ella le había repetido cientos de veces, siempre que sentía nostalgia de Angola y se ponía a recitar, como en un canto monótono e interminable, el nombre de la calle y el de todos los vecinos, rúa Katyavala, número 16, en el barrio de Viana, Berau, Adolfo, Kuntaka… La anciana había muerto casi tres años atrás, poco después de regresar de Portugal. Pero tal vez Bigador, que era el dueño, vivía todavía allí. En cuanto se levantase por la mañana, sería lo primero que haría, buscar esa casa y llamar al timbre como si estuviese llamando a las puertas del cielo, y arreglárselas para apaciguar los golpes de su corazón mientras esperaba.
Se acostó vestida y se protegió con la mosquitera. Hacía un calor infernal, un calor viejo y apestoso, que había ido acumulándose durante años en aquel cuarto sin apenas ventilación. Desde la calle llegaban ruidos incesantes que parecían sonar allí dentro, bocinas, motores de camiones que circulaban lentamente reventando el aire, voces de borrachos, peleas, ladridos de perros, llantos de niños que tal vez pasaban la noche con sus madres miserables en algún callejón cercano, entre las basuras y las ratas. No durmió ni un segundo. Sentía el calor fluyendo igual que un metal incandescente por su cuerpo, y una opresión que no la dejaba respirar. A las cinco, en cuanto el sol entró de improviso en la habitación, llenándolo todo de diminutas motas de polvo que flotaban ligeras en la luz, se levantó, se duchó en el baño común y buscó un lugar en el que tomar un café.
Indagó cuál era la mejor manera de llegar a Viana y terminó por negociar con un taxista. Y se fue en aquel coche destartalado, atravesando primero las grandes avenidas flanqueadas de edificios nuevos que parecían haber empezado a disolverse ya bajo el peso insoportable del sol de cada día y del salitre que arrastraban los vientos, perdiendo trozos de pintura y de cemento, pedazos de mármoles y cristales que iban cayendo al suelo de donde nadie los movería. Cruzaron luego los barrios de la penuria, miles de chabolas hechas de cartones y láminas de metal oxidado, rodeadas de escombros, restos de automóviles, latas, bidones de plástico, hierros, detritus de todo tipo. Había niños que jugaban entre los neumáticos desperdigados, mujeres tristes como piedras negras, hombres que dormitaban a la sombra de cualquier montón de porquería, sin nada que hacer en toda la jornada. Pero São no los veía. Iba recogida dentro de sí misma, luchando contra el miedo y la ansiedad, batallando contra sus propias debilidades para poder presentarse en la calle Katyavala, número 16, como una reina de las amazonas recubierta por una resplandeciente coraza de oro, invencible y altiva.
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