– Parece que se entienden, ¿no?
– Sí, eso parece.
– ¿Dejarás que nos lo llevemos hoy…? Te lo devolveremos mañana donde tú digas, a la hora que digas. Te juro que estaré pendiente todo el tiempo, como si fuera mi propio hijo. Yo tuve un hijo que se me murió, y sé lo que se siente. Te juro que si viese cualquier cosa rara, te llamaría. Pero no ocurrirá nada, puedes estar segura.
Supo que podía fiarse de aquella mujer grande y fea, cuyos ojos brillaban muy abiertos, como los de una niña a la que nadie ha dado todavía una paliza, a la que nadie le ha dicho que no puede estudiar porque no hay dinero, una niña que aún confía en la bondad del mundo. Y aceptó.
Cuando São decidió regresar a Lisboa, Bigador y Lia llevaban meses intentando convencerla de que eso era lo mejor para ella y para André. Un niño, y sobre todo un varón, necesita la presencia de su padre, le decían una y otra vez. Y ella no estaría tan sola para criarlo. Hasta ahora nunca había estado enfermo. Pero ¿había pensado en qué ocurriría cuando empezase a ir a la guardería o al colegio y cogiese anginas y resfriados como les sucedía a todos los críos? Ella no podría acudir al trabajo. Tendría que quedarse a cuidarlo. Y, a la segunda o la tercera vez, perdería su empleo. Y las vacaciones, ¿cómo se las arreglaría durante las largas vacaciones escolares? Y los días de diario, ¿iba a dejarlo todas las tardes con una mujer a la que tenía que pagar mientras ella trabajaba hasta las tantas? Y los fines de semana, ¿acaso no tenía derecho a salir de vez en cuando con sus amigas?
Todo eso en Lisboa sería fácil de organizar. Por suerte, Lia trabajaba para sí misma. Era propietaria de una peluquería en la que tenía dos empleadas, y podía ausentarse siempre que quería. Si el horario de São se prolongaba hasta tarde, ella se haría cargo del niño cuando saliese de la guardería o del colegio. Y también cada vez que no hubiese clase pero fuera día laborable. Los fines de semana alternos, André los pasaría con su padre, por supuesto. Y São dispondría así de una vida propia, de tiempo para sus amigas, para hacer compras, ir a bailar, acercarse a un gimnasio o, simplemente, quedarse tirada en el sofá viendo la televisión y descansando.
Sin embargo, ella no acababa de decidirse a aceptar la propuesta. Reconocía que era lo mejor para todos. Incluso que era lo que debía ser, un niño que se cría junto a una mujer y un hombre. Recordaba su infancia de hija de madre soltera, las infinitas veces que se había preguntado quién sería su padre y había deseado conocerlo, los muchos años que se había pasado mirando a cualquier hombre que le pareciera bondadoso y diciéndose a sí misma que tal vez fuera él, aquél que descargaba pescados en el puerto de Carvoeiros con su enorme sonrisa sobre los dientes impecables y las pequeñas arrugas a un lado de los ojos. O el maestro que iba siempre a la escuela con la camisa muy blanca y recién planchada y abrazaba a los críos cuando se caían en el patio y se ponían a llorar. Ella a veces se tiraba al suelo a propósito y fingía haberse hecho daño tan sólo para que el maestro la levantase. No quería que su hijo tuviera que vivir ansiando que un hombre le abrazara. Pero había algo que le impedía tomar la decisión. Era como si una lejana voz dentro de su cabeza estuviera intentando avisarla de que, si regresaba, ella y André correrían peligro. Se fiaba de Lia. Estaba segura de que no le había mentido nunca, y de que cuidaría del niño como si fuera su propio hijo, el que había perdido cuando era aún un bebé, por causa de unas fiebres que arrasaron su barrio de Luanda. Pero le parecía que detrás de las buenas palabras de Bigador, de su cariño por el crío, de su interés en ocuparse de él, latía algo oscuro y peligroso, algo que podía estallar en cualquier momento arrasando todo a su alrededor. Furia y fuego.
Después de que la anciana de la que cuidaba muriese, cuando el cerco de la arpía que la acompañaba se hubo extendido por todo Madrid y le cerró a cal y canto las puertas de las casas y las tiendas y los bares y los talleres y las fábricas, cuando comprobó al cabo de dos meses de ansiedad que no había manera de encontrar trabajo y el dinero se le estaba acabando, São supo que no le quedaba más remedio que regresar. Si hubiera estado sola, habría resistido. Habría comido trozos de pan, o nada, habría dormido en los portales o en los agujeros oscuros del metro, habría encendido velas y bailado por las noches en los parques, entre los castaños de Indias y los magnolios, para espantar la mala suerte. Hubiese esperado hasta verla alzar el vuelo y desaparecer en medio de las nubes, esfumándose como una sombra exhausta, rendida. Pero ahora era madre. Su propia vida era menos importante que la de su hijo, y debía resignarse a aceptar la realidad. Parecía como si todo la empujase inevitablemente hacia Lisboa. Tal vez alguien, algún poder misterioso y oculto, había dibujado su existencia antes de que ella naciera. Quizá Dios, o quienquiera que fuese que manejara los hilos del frágil destino humano, estaba divirtiéndose mientras jugaba con los suyos. En cualquier caso, resultaba evidente que debía volver a aquella ciudad alzada como una concha encima del río, a las cercanías de Bigador. Era mejor acallar la voz llena de presagios, taparse los oídos y dejar de prestarle atención. Y, simplemente, hacer la maleta con tranquilidad y empezar de nuevo.
No hubo manera de que Zenaida y yo la convenciéramos de que se quedase. Tampoco lo logró Liliana, que estuvo llamándola varios días seguidos y tratando de hacerle entender que tal vez no era una buena idea. Todas teníamos miedo de lo que pudiera sucederle. Ninguna de nosotras terminaba de creer por completo en la bondad recién nacida de Bigador. Pero São había tomado su decisión, y ya no estaba dispuesta a dar marcha atrás. Y, en el fondo, todas la comprendíamos y pensábamos que tal vez, de vernos en su situación, nosotras hubiéramos hecho lo mismo. Terminamos por apoyarla y animarla, esforzándonos en confiar en que aquel hombre hubiese cambiado de verdad. ¿Quién estaba totalmente seguro de que una mala persona no pudiera transformarse, arrojar lejos la crueldad, como la serpiente que muda de piel, y dejarla atrás, reseca y polvorienta? ¿No estábamos todos sometidos a la química tan variable de nuestro cerebro? ¿No vivíamos cada uno de nosotros épocas en las que nos sentíamos más nerviosos o más calmados, más alegres o más pesimistas? ¿Acaso no acababa yo misma de atravesar un periodo de postración y ahora sin embargo me sentía tranquila? Quizá Bigador hubiera encontrado, él también, la paz con el mundo y con sus afectos. Sí, sin duda lo que les esperaba a São y a André en Lisboa sería bueno.
Zenaida con sus niñas y yo fuimos a despedirlos a la estación de autobuses. Nos esforzamos por sonreír y disimular que estábamos tristes por su partida. Hicimos bromas, prometimos ir a verlos en cuanto pudiéramos y acogerlos en nuestras casas si ellos querían venir. Y agitamos las manos en el aire cuando el autobús se iba como si estuviéramos asistiendo a una fiesta, mientras André nos decía adiós con el entusiasmo y la alegría que sólo pueden sentir los niños y São pegaba su frente a la ventanilla y veíamos desde lejos cómo le caían unos lagrimones tristísimos y mudos.
La llamé al día siguiente. Me dijo que todo iba bien. Lia les había buscado una habitación cerca del piso de Bigador y de su propia peluquería. Era una casa tranquila y limpia, y eso le bastaba. Esa misma tarde tenía una entrevista para trabajar como camarera en una cafetería de un centro comercial del Chiado. Y en cuanto a André, parecía entusiasmado con su padre. La noche anterior, recién llegados de Madrid, se había empeñado en ir a dormir con él. Y había vuelto por la mañana contento y cariñoso. Eso era lo más importante.
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