Ángeles Caso - Contra El Viento

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Premio Planeta 2009.
La niña São, nacida para trabajar, como todas en su aldea, decide construirse una vida mejor en Europa. Tras aprender a levantarse una y otra vez encontrará una amistad nueva con una mujer española que se ahoga en sus inseguridades. São le devolverá las ganas de vivir y juntas construirán un vínculo indestructible, que las hará fuertes. Conmovedora historia de amistad entre dos mujeres que viven en mundos opuestos narrada con la belleza de la realidad. Una novela llena de sensibilidad para lectores ávidos de aventura y emoción. Ángeles Caso vuelve a cautivar con una historia imprescindible para leer y compartir.

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São se lo estuvo pensando durante varios días. Tenía miedo de que fuese una trampa, de que pretendiera engañarla y descubrir dónde se había escondido e ir a por ella, o tal vez atraerla a Lisboa con la excusa de ver a André y allí hacerle Dios sabía qué atrocidades. Pero también estaba el crío, y toda la responsabilidad que sentía hacia él. Su hijo no era el culpable de que ella se hubiera equivocado al enamorarse. Y tenía derecho a disfrutar de un padre, un hombre que lo llevase sobre sus hombros y jugara con él al fútbol y le hablara de las cosas de las que hablan los hombres cuando fuera mayor. Se había empeñado en creer que Bigador no cambiaría nunca, pero tal vez no fuese cierto. Quizás él había sido violento con ella por alguna razón que tuviera que ver con ella misma. Puede que lo pusiera nervioso. O acaso necesitaba una mujer que lo dominase, que no le permitiera ni la más mínima falta de respeto y levantara la voz más que él, y no alguien que se comportase como una cobarde apocada. ¿Cómo podía estar segura de que no era así? Era posible que su nueva novia supiera tratarlo de la manera que él quería y que se le hubiese apagado por dentro la violencia, la cólera contra el cuerpo femenino inabarcable y ajeno. Y en ese caso, ¿por qué no pensar que podía ser un buen padre?

No respondió a su mensaje, pero dejó el teléfono encendido por comprobar si insistía. Volvió a llamar al cabo de una semana. São le contestó con el corazón latiéndole en las sienes, casi sin voz. La voz de Bigador sonaba en cambio tranquila y segura, como si estuviera instalado en lo alto de un pedestal desde el que contemplara el mundo con benevolencia. Le explicó que se había enamorado de una compatriota, una buena mujer que cuidaba de él y le había hecho entender ciertas cosas que antes no comprendía. Había dejado de beber y ya no tenía aquellos arrebatos de furor que le cegaban. Ahora era consciente de lo mal que se había portado con ella. Le pedía sinceramente perdón por todo el daño que le había causado. Y le suplicaba que pensara en su propuesta: aunque antes no hubiera sabido demostrarlo, quería a André. Deseaba contribuir a mantenerlo. Podía mandarle todos los meses 200 euros para sus gastos. A cambio de eso, le rogaba que le permitiera verlo de vez en cuando, pasar con él las vacaciones, tal vez algún fin de semana si es que no estaban muy lejos de Lisboa… Si a ella le parecía bien, le enviaría unos billetes para que fueran los dos unos días y así pudiera comprobar por sí misma cuánto había cambiado. São apenas habló. No sabía qué debía responder. Seguía teniendo miedo de que todo fuese mentira y, a la vez, miedo de que fuera verdad y ella estuviera siendo injusta. Le prometió que tomaría pronto una decisión y que le llamaría.

A la mañana siguiente, el teléfono volvió a sonar. Era el número de Bigador, y São respondió asustada, pensando que quizás esta vez iba por fin a gritarle y a amenazarla de nuevo. Pero quien hablaba era una mujer:

– Hola. ¿São…?

– Sí, ¿quién es?

– Soy Lia, la novia de Bigador.

No sintió hostilidad ni rechazo. Por el contrario, notó de inmediato una rara complicidad con esa mujer que compartía con ella el viejo deslumbramiento, la adoración pasada. Deseó silenciosa e intensamente que no tuviera que soportar lo que ella había soportado, que su relación fuese apaciguada y razonable.

– Hola, Lia, ¿cómo estás?

– Perdona que te moleste. Si no quieres hablar conmigo lo entenderé, pero me gustaría que pudiésemos charlar.

– Adelante. Tú dirás.

– He aprovechado que Bigador ha salido y se ha olvidado el móvil para llamarte. No le diré nada de esto.

– Bien.

– Sé todo lo que te hizo. Él me lo ha contado.

– ¿Estás segura…?

– Creo que sí. Me ha contado que te trató mal, que te despreció y te gritó muchas veces, y que llegó a pegarte. Ahora está muy arrepentido, tienes que creerme.

– Te lo aseguro, São. Llevo dos meses con él, y nunca le he visto alzar la voz.

São recordó que también con ella había sido dulce como un cordero los primeros meses, pero no se atrevió a decir nada. Al otro lado del teléfono, la mujer seguía insistiendo:

– Permítele que vea a André. Dale una oportunidad. Ha dejado de beber. Era eso lo que le hacía estar tan enfadado. Ahora es otra persona, tendrías que verlo. Estoy convencida de que va a ser un gran padre.

Se imaginó al niño abrazado a Bigador, las manos enormes del hombre cubriendo su espalda diminuta, protegiéndole del mal y el dolor. A veces el crío le preguntaba por él. Parecía recordar vagamente la presencia de una figura masculina en algún momento de su vida, aunque quizá sólo se lo estuviera imaginando al ver a los padres de otros niños. Ella solía decirle que estaba de viaje y que volvería pronto. No tenía valor para negar su existencia. Tragó saliva:

– De acuerdo. Iremos a Lisboa un fin de semana. Quedaremos con él, pero no prometo nada.

– Gracias, muchas gracias. Bigador siempre me ha dicho que eres muy buena. Ya veo que es verdad.

Era la época en que São trabajaba cuidando a la anciana, así que disponía de algo de dinero. Decidió pagar ella misma los billetes: no quería deber aquel favor si las cosas no salían bien. Bigador mandó una autorización notarial a través del consulado para que pudiesen hacerle el pasaporte a André. Luego ella buscó un vuelo barato y, un viernes por la noche, madre e hijo volaron a Portugal. Se negó a que él fuese a buscarlos al aeropuerto para que no tuviera ninguna posibilidad de averiguar desde dónde viajaban. Incluso, por precaución, por si acaso él se presentaba allí por su cuenta y los esperaba, le dijo que no llegarían hasta el sábado por la mañana. Pasaron la noche en casa de Liliana y su novio, que estaban preocupados y no hacían más que darle consejos. No consiguió dormir ni una sola hora. A las ocho ya estaba duchada, arreglándose el pelo y maquillándose con las cosas de Liliana: deseaba estar muy guapa y que Bigador se diera cuenta de que, desde que lo había dejado, era más feliz. Se puso su mejor vestido, y luego arregló también a André como si fuera un príncipe, con ropa nueva, lo repeinó y le echó un gran chorro de colonia. Y se fueron en el autobús hacia el café del centro donde habían quedado a las once, ella angustiada y con las piernas temblorosas, pero sujetando firmemente la mano de su hijo.

Cuando llegaron, Bigador y Lia ya estaban allí. Le pareció menos alto y fuerte de lo que lo recordaba. La huella de su brutalidad había hecho que ella lo magnificase en su memoria, convirtiéndolo en una especie de gigante. Sin embargo, no era más que un hombre vulgar, grande y recio, pero vulgar. La besó en las mejillas. Se dio cuenta de que, por primera vez, no había percibido su olor. Tiempo atrás, en otra existencia, ese olor la perturbaba y la excitaba. Entonces lo olfateaba como un animal y trataba de impregnarse de él. Luego, cuando las cosas se estropearon, terminó por darle asco, por provocarle arcadas y un intenso deseo de alejarse. Ahora se había convertido en nada. Era dichosamente inexistente.

El hombre intentó abrazar al niño, que se escabulló lloriqueando. Entonces sacó de una bolsa un enorme paquete, que fue abriendo pacientemente ante él. Era un coche eléctrico, sin duda carísimo, que dejó a André deslumbrado. Después de enseñarle una y otra vez todas las cosas que tenía, las luces y el volante de colores y los grandes asientos con sus dibujos infantiles, le preguntó si quería salir a probarlo a la calle. El niño le cogió inmediatamente de la mano, lleno de emoción. Bigador se detuvo y miró a São:

– ¿Puedo…?

Ella afirmó con la cabeza. Los vio salir, juntos y sonrientes, André tirando de su brazo y él haciéndose el remolón, y luego siguió mirándolos a través del ventanal mientras jugaban en la plaza. Corrían los dos detrás del coche, contentos, y entonces el crío tropezó y se cayó. Bigador lo levantó con cuidado, le limpió suavemente las rodillas y lo abrazó. Sus grandes manos cubrían la espalda sacudida por los sollozos, protegiéndolo del miedo y del dolor. Lo alzó en sus brazos y fue a sentarse con él en un banco y lo mantuvo sobre las rodillas, diciéndole cosas hasta que consiguió que se volviera a reír. Lia observaba la escena sentada a su lado, silenciosa. Ahora habló al fin:

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