Ángeles Caso - Contra El Viento

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Contra El Viento: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta 2009.
La niña São, nacida para trabajar, como todas en su aldea, decide construirse una vida mejor en Europa. Tras aprender a levantarse una y otra vez encontrará una amistad nueva con una mujer española que se ahoga en sus inseguridades. São le devolverá las ganas de vivir y juntas construirán un vínculo indestructible, que las hará fuertes. Conmovedora historia de amistad entre dos mujeres que viven en mundos opuestos narrada con la belleza de la realidad. Una novela llena de sensibilidad para lectores ávidos de aventura y emoción. Ángeles Caso vuelve a cautivar con una historia imprescindible para leer y compartir.

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Aquella noche durmió mal. Soñó que André iba corriendo por un prado inmenso, agitando los brazos en el aire, como si volase. Sólo se oían las risas del niño. El sol se deslizaba suavemente por el suelo y acariciaba el cuerpeci-11o que seguía avanzando entre las hierbas, ligero y feliz. De pronto, ella supo que algo terrible iba a suceder. Algo desolador. Intentó echar a correr detrás del crío para detenerlo, desesperada, pero sus piernas no se movían. Abrió la boca para gritarle, y no consiguió emitir ningún sonido. Luchó con todas sus fuerzas. Nada. Nada. La catástrofe iba a llegar, y ella no podía hacer nada.

Se despertó sudando, con el corazón latiendo enloquecido, ahogándose. Sobre la almohada estaba el muñeco al que André se dormía abrazado cada día. Lo apretó fuerte, tratando de recuperar a través de su tacto y de su olor el sentido de la realidad, tenía un hijo de casi cuatro años sano, a esa hora estaba durmiendo con su padre, y su padre lo quería mucho y no le haría ningún daño… Volvió a comprobar que el pasaporte seguía en su sitio. Todo estaba bien. Todo tenía que estar bien. Un hilo de luz grisácea, la polvorienta luz de un amanecer de noviembre, empezaba a entrar a través de la ventana. São cerró los ojos, respiró hondo e intentó encontrar de nuevo el sueño, aunque no lo logró.

Por la mañana llamó a Bigador, pero su móvil estaba apagado. Insistió varias veces, sin respuesta. Pidió en el trabajo que le permitiesen acortar un poco la jornada, y fue a buscar al niño a la guardería. Los críos estaban jugando en el patio. Muchos niños y muchas niñas. Negros y blancos. Mayores y pequeños. Niños risueños, sucios, agotados, hambrientos, nerviosos, sollozantes, gritones. Niños que se abrazaban a las madres que iban llegando a recogerlos y las besaban como si hiciera años que no las veían. Pero ninguno era André. São entró en el edificio y caminó hasta la clase de su hijo. Doña Teresa ordenaba juguetes y libros esparcidos por todas partes. Estaba sola. Le sonrió:

– Buenas tardes. ¿Quiere algo…?

– André…

La mujer la miró con sorpresa:

– Pero si André hoy no ha venido…

La reacción de São, su cara desencajada, la hizo correr a buscar la lista donde anotaba las ausencias de cada día:

– Aquí está, ¿ve? No ha venido… ¿Lo trajo usted misma?

São negó con la cabeza. Sacó el móvil de su bolso y volvió a marcar el número de Bigador. Seguía apagado. Entonces buscó el de Lia. También. Tuvo que sentarse. Doña Teresa insistía en preguntarle qué ocurría, pero ella no podía hablar. Al fin, la maestra decidió ir a buscarle un vaso de agua y avisar a la directora. Entre las dos consiguieron sacarle una explicación. Le preguntaron si tenía familia en Lisboa, alguien a quien avisar. Se acordó de Liliana. La propia directora la llamó y le contó lo que ocurría. Menos de una hora después estaba allí, aparentemente tranquila, firme, dispuesta a encontrar al niño como fuera. Abrazó a São e intentó animarla:

– Vamos, vamos, seguro que es un malentendido… Ahora mismo iremos a casa de Bigador, ¿de acuerdo?

Caminaron hasta el edificio, Liliana sosteniendo a su amiga que parecía sonámbula, como si sólo su cuerpo estuviera allí y su mente hubiera desaparecido, trasladada a algún lugar lejano desde el que no pudiera regresar. Llamaron al timbre un montón de veces. No contestó nadie. Preguntaron a varios vecinos, pero ninguno sabía nada. Entonces entraron en un bar y buscaron en la guía el número de la empresa donde Bigador trabajaba. Fue Liliana quien habló con ellos. Le dijeron que había pedido el finiquito y se había despedido la semana anterior. Ella decidió entonces que era el momento de ir a la policía.

Buscaron la comisaría vacilantes, tropezándose, igual que dos borrachas que fuesen enloquecidas por las calles, siguiendo el rastro inexistente de un espectro. Las hicieron esperar más de media hora. Al fin las recibió una mujer que preparó muy despacio su ordenador antes de permitirles que hablaran. Fue Liliana quien lo contó todo, metódicamente, tratando de dar sentido a los datos, mientras São se limitaba a asentir de vez en cuando, con la mirada desorbitada y reseca fija en un cartel en el que figuraban las fotografías de varios delincuentes. La agente escuchó con interés, pero luego les dijo que todavía no se podía hacer nada. El niño estaba con su padre. Había que esperar hasta que se cumplieran las cuarenta y ocho horas desde que habían salido de casa para denunciar su desaparición. De todas formas, estaba segura de que regresarían antes: era imposible que lo hubieran sacado del país sin pasaporte. Lo más seguro era que el padre se lo hubiese llevado a pasar el fin de semana a algún sitio y no hubiese avisado. O tal vez estaban simplemente visitando el Jardín Zoológico y volverían por la noche. Sonreía todo el tiempo mientras les hablaba, cómplice pero despreocupada, tratando de convencerlas de que ese tipo de situaciones era normal y que había muchos padres que se comportaban de esa manera.

Al salir de la comisaría, Liliana se llevó a São a su casa. Fueron primero a su piso a recoger algo de ropa y el cargador del móvil, desde el que seguían marcando una y otra vez inútilmente el número de Bigador. Luego se subieron a un taxi. Se había hecho de noche. La gente caminaba veloz, intentando abrigarse del frío húmedo que atravesaba la piel y penetraba en los huesos. Había gusanos de luz en las aceras cuando pasaban debajo de una farola o ante algún letrero luminoso. El resto era oscuridad y confusión. Ellas iban sentadas muyjuntas, cogidas de la mano, en silencio. De vez en cuando, Liliana decía algunas palabras -Todo se va a arreglar, ya verás-, por no ponerse a gritar lo que de verdad quería decir, hijo de puta, Dios te maldiga y te dé una mala muerte.

No cenaron ni durmieron. Se quedaron los tres en el sofá, São, Liliana y su novio, fingiendo que veían en la televisión un programa que emitía una y otra vez las mismas noticias eternas, guerras y muertos y huracanes y corrupciones y grandes palabras de los políticos. Sobre la mesa, bajo el reflejo de las luces que irradiaba la pantalla, brillaba el móvil, como un ídolo del que se esperase la salvación.

A las seis de la mañana llegó un mensaje de texto. Se abalanzaron hacia el aparato. Era de Lia: «André está bien. Está en Angola. Tranquila.» A São le temblaban demasiado las manos para contestar. Le pidió a Liliana que le preguntara cuándo iba a volver. La respuesta tardó un tiempo eterno. Los minutos caían sobre ellos uno tras otro como golpes de martillo. Por fin las palabras terminaron de hacer su recorrido desde África, desde la mente compasiva y los dedos nerviosos de Lia, y estallaron en el corazón de aquel piso del barrio del Castelo en Lisboa: «No lo sé. Tal vez pase mucho tiempo. Lo siento.» Sólo entonces São rompió a llorar.

Cuando yo fui a verla quince días después, estaba en un estado lamentable. En todo ese tiempo, apenas había comido ni dormido, y había adelgazado varios kilos. Tenía la mirada vacía, como si no quedara nada vivo dentro de ella, y unas grandes ojeras se le marcaban azuladas, casi transparentes, sobre la piel oscura. El médico le había dado la baja y le había recetado unos tranquilizantes muy fuertes. Estaba atontada, sentada casi todo el día en el sofá de la casa de Liliana, que no había permitido que se fuera sola a su habitación realquilada. No lloraba, no se lamentaba, no se rebelaba contra el destino. Ni siquiera contra Bigador. Apenas hablaba. Pero yo supe que estaba pensando en morirse. Fue como si su mente se comunicara con la mía. Ellas dos se entendieron sin palabras, y su mente le dijo a la mía que estaba harta, que ya no podía cargar más con esa vida a trompicones, que esta vez no tenía fuerzas para volver a empezar, que no le quedaba ninguna razón por la cual volver a empezar, y que quería morirse, irse al silencio, convertirse en tierra, desvanecerse en la nada.

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