Ángeles Caso - Contra El Viento

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Premio Planeta 2009.
La niña São, nacida para trabajar, como todas en su aldea, decide construirse una vida mejor en Europa. Tras aprender a levantarse una y otra vez encontrará una amistad nueva con una mujer española que se ahoga en sus inseguridades. São le devolverá las ganas de vivir y juntas construirán un vínculo indestructible, que las hará fuertes. Conmovedora historia de amistad entre dos mujeres que viven en mundos opuestos narrada con la belleza de la realidad. Una novela llena de sensibilidad para lectores ávidos de aventura y emoción. Ángeles Caso vuelve a cautivar con una historia imprescindible para leer y compartir.

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Quizá tengan razón. Pero yo, ya lo he dicho, estoy convencida de que nuestra existencia depende en gran medida de la suerte. Nadie elige el lugar en el que nace, venir al mundo como São en una choza, entre piedras de lava y tierras muertas, o en una casa grande y confortable rodeada de flores, como yo. Ser hombre o mujer. Tener un padre sin nombre y una madre que te abandona, o un padre que te tiraniza y una madre con la cabeza agachada. Nadie decide quedarse huérfano o padecer una enfermedad. Pasar hambre o tirar a la basura la comida que no le apetece. Ser torpe en los estudios o inteligente y despierto. Nadie sabe lo que va a ocurrirle a lo largo del día cuando se levanta por la mañana. La vida es confusa y caótica, trazos de líneas rotas, un círculo oscuro y hondo, un fulgor allá arriba, esa mancha azul en una esquina… Casualidades, tropiezos, algún pedazo de camino recto que desemboca en un precipicio, una luz deslumbrante que surge de la nada, un vacío silencioso, una cavidad acogedora. Cuestión de suerte.

São tenía mala suerte. Por muchos esfuerzos que ella hiciera, por más que tomara las decisiones correctas, las cosas siempre se le complicaban. Una y otra vez se veía obligada a hacer frente a las dificultades más inmerecidas, a empezar de nuevo, a remontar un camino que ya parecía haber recorrido, como Sísifo ascendiendo incesantemente a la montaña con su roca a cuestas. Y en Madrid no fue distinto: iban pasando los meses, y no conseguía encontrar un trabajo que le permitiera vivir dignamente. Seguía viniendo a mi casa, pero yo sólo podía pagarle algunas horas a la semana y, además, hubiera resultado insultantemente caritativo que la emplease más tiempo para ocuparse de mi pequeño piso. Pregunté a todo el mundo que conocía y puse un anuncio con su teléfono en el tablón del Ministerio. También Rocío y Zenaida hicieron todo lo que pudieron, pero nadie en ningún sitio parecía necesitar una asistenta o una camarera o una dependienta. Al fin, cuando ya llevaba casi medio año en Madrid, consiguió un empleo para cuidar de una anciana enferma. Estaba contenta como una niña pequeña y hacía planes para el futuro: de momento, seguiría viviendo con Zenaida, aunque ahora ya podría pagarle una cantidad justa por compartir su casa. Al niño lo dejaría con una vecina de confianza, a cambio de una pequeña suma, hasta que le diesen plaza en una guardería municipal. Y ahorraría todo lo que pudiese de su salario de 700 euros para alquilar algún día un piso, aunque fuera diminuto, en el que pudiesen instalarse André y ella, con camas propias y un armario en el que cupieran sus cosas y un hermoso jarrón con flores sobre la mesa.

Pero al cabo de ocho meses, la anciana se murió. São se quedó desolada. A fuerza de bañarla, y llevarla en brazos de un lugar a otro, y cambiarle los pañales y los camisones, y peinarla y refrescarla con colonia, y darle purés, y hacerle tragar la medicación con buchitos de agua, y oír sus gemidos cuando tenía dolores pero también sus palabras de agradecimiento cuando se sentía un poco mejor, le había cogido cariño, y sentía su muerte como si fuese la de alguien muy cercano. Además, estaba de nuevo sin trabajo, sin un solo ingreso para hacer frente a los gastos imprescindibles. Tenía algo de dinero guardado y Zenaida les daría de comer a ella y a su hijo si hacía falta. Pero eso sólo duraría un tiempo muy corto. Yo le ofrecí que volviera a limpiar mi piso. Estaba todo hecho un asco desde que no iba, le dije, aunque ella sabía que era mentira porque algunos domingos los invitaba a comer a ella y a André. Y volvimos a poner en marcha la rueda de los contactos, las llamadas telefónicas y los anuncios. Pero nada dio resultado: la mala suerte se había instalado a la puerta de su casa y la esperaba allí cada día, igual que una arpía pestilente, acompañándola a sus entrevistas de trabajo, desplazándose con ella de punta a punta de Madrid en el tren, el metro y los autobuses, quedándose quieta y burlona a su lado mientras las señoras la interrogaban y terminaban por decidir que la anterior candidata sabía cocinar mejor, o los encargados de los supermercados y los bares encontraban injustificadamente que su español no era lo bastante bueno.

Fue entonces cuando decidió volver a Lisboa. Bigador llevaba mucho tiempo pidiéndoselo. Al principio, cuando huyó de él, São estuvo varios días con el teléfono móvil apagado. Liliana le aconsejaba que se deshiciese de su número de Portugal, que tirara la tarjeta a la basura y cortase así cualquier posibilidad de comunicación. Pero ella no se decidió. No podía dejar de pensar que, a pesar de todo, aquel hombre era el padre de su hijo. Quizá, si lo dejaba por completo al margen de sus vidas, si cortaba definitivamente todos los hilos que aún podían unirles, André se lo reprocharía cuando fuese mayor. No le parecía justo despojarle del todo de él. Tal vez, ahora que se habían ido, Bigador lo echaría de menos. Acaso la ausencia le iluminase, como cuando se enciende una luz inesperada en la noche, y decidiera preocuparse por el niño.

Una semana después de llegar a Madrid, conectó el móvil. Tenía casi cien llamadas perdidas, y una docena de mensajes, todos amenazadores y terribles: era una puta y una serpiente, iba a encontrarla donde quiera que estuviese, iba a matarla, la cortaría en pedazos para que su alma no pudiera descansar, quemaría su casa, de ahora en adelante pensaba emplear toda su vida en localizarla y acabar con ella. Apagó el teléfono aterrada, y durante unos días salió a la calle muerta de miedo, deteniéndose en el portal para comprobar que él no estaba esperándola mientras apretaba fuerte a André contra su cuerpo, convencida de que acabaría por aparecer.

No volvió a escuchar sus mensajes hasta dos meses después. El tono se suavizaba progresivamente. Pasaba de gritar a exigir, luego a intentar razonar y, por último, en las llamadas más recientes, terminaba suplicando, lloroso y patético:

– Cariño, vuelve, te lo pido por favor, vuelve… No puedo vivir sin ti, he dejado de comer y de dormir, ya sé que lo que hice está mal, perdóname, cariño, te juro que nunca más volveré a ponerte una mano encima, perdóname, te juro que nunca más… Vuelve, necesito que vuelvas, os quiero mucho al niño y a ti… Os quiero.

Sintió pena. De pronto, se dio cuenta de que se le había acabado la ira hacia él. Ni siquiera le guardaba rencor. Si miraba atrás, ya no veía una fiera, sino un pobre tipo desgraciado, víctima de su propio descontrol. Le había perdonado. Ahora estaba en paz con él. No quedaba nada de la antigua pasión, ni bueno ni malo. Tan sólo un vacío en el que refulgían leves chispas de piedad. Hubiera sido agradable poder llamarle y hablar tranquilamente. Organizar las visitas al niño y contar con su apoyo. Permitir que André tuviera un padre. Pero no iba a contestarle. No se había creído ni una palabra de su discurso lacrimógeno. Disculpas, falsas promesas de amor, llantos mentirosos… Una vez más. No le creería hasta que le hablara serio y tranquilo, hasta que le hiciera propuestas concretas, dinero para mantener al niño, días de visita. Y no estaba segura de que eso fuese a ocurrir. Sabía que le faltaba la fuerza necesaria para librarse de toda aquella porquería que llevaba pegada encima, la violencia y el desprecio hacia las mujeres y el ansia de dominar para demostrar que era alguien. Tenía que mantenerse lejos de él y preservar por encima de todo la seguridad de André. Le envió un mensaje escrito breve y seco: «Estamos bien. No me llames más. No voy a volver contigo. Nunca. Te deseo lo mejor.»

Él estuvo casi tres meses sin dar señales de vida. Hasta que una mañana volvió a dejar un recado en el buzón de voz de São. Esta vez sonaba sereno:

– Hola, soy yo -le decía-. Me gustaría que hablásemos. No te preocupes, no pretendo convencerte de que vuelvas. Estoy con otra mujer, y me siento bien. Pero tenemos que hablar del niño. Quiero verlo y ocuparme de él. Llámame, por favor.

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