A mi madre no le dije nada. Ella estaba en ese momento cuidando a mi abuela. Había tenido que llevársela a su casa después de que le encontraran un cáncer de mama que terminaría por matarla lentamente. Me quedé en el piso con mi baja médica, metida en la cama, durmiendo o llorando, tratando de recuperar el olor cada vez más desvaído del cuerpo de Pablo en aquellas sábanas que no cambié en semanas y llorando de nuevo cuando creía encontrarlo. A veces me arrastraba esforzadamente hasta la cocina en busca de una manzana o de un vaso de leche con el que tragar las pastillas que me habían recetado, antidepresivos y somníferos que me permitían por lo menos descansar y olvidarme de todo durante algunas horas.
La única persona que supo lo que me ocurría fue Rocío, una de mis compañeras de trabajo y mi mejor amiga en Madrid. Al segundo día de ausencia en el Ministerio, me llamó. Le conté lo que había sucedido. Ella se apiadó de mí. Me acompañó al médico y, dos o tres veces a la semana, venía a visitarme, me hacía la compra y me dejaba preparado algo de comida, que yo terminaba por tirar a la basura. También fue ella quien decidió que necesitaba una asistenta, una persona que limpiase la casa, que abriera las ventanas y vaciase los ceniceros, que me acompañase a dar una vuelta por el barrio para que yo pudiera tomar el aire. Y ella misma se ocupó de buscarla. El día en que Zenaida y São fueron a verme, Rocío estaba también allí. Le hizo algunas preguntas a São, que contestaba en un portugués entremezclado de palabras españolas, las pocas que le había dado tiempo a aprender. Luego me miró para saber si yo estaba de acuerdo y le propuso que empezara al día siguiente. Cuando se iban, las acompañó a la puerta, y oí cómo le explicaba muy despacio y en voz baja que yo estaba enferma, aunque pronto me pondría bien. No debía molestarme demasiado, pero tenía que prepararme comida e insistir en que me la tomara, y también animarme para que me vistiera y saliese a dar un paseo.
La aparición de São en mi vida fue arrolladora, como cuando un rayo de sol alcanza el mar entre las nubes y el mar estalla en reflejos. Los primeros días, apenas salí de mi habitación. Pero la oía moviéndose por el piso, fregando los cacharros y limpiando enérgicamente el baño, sacudiendo los cojines del sofá y ocupándose de alguna cacerola en la que borboteaba la comida que, poco a poco, yo fui volviendo a tomar. Me gustaba sentir que había alguien en mi casa, una mujer alegre que pisaba mi suelo, que tocaba los muebles y abría los grifos y encendía las luces. Un cuerpo humano latiendo y lleno de vida en el espacio de mi agonía.
Una mañana me levanté cuando ella llegó. Me sentía más animada y tenía ganas de hablar un poco, de interesarme por otra persona más allá de mí misma y de mi pena. Preparé café y le propuse que lo tomáramos juntas. Nos sentamos a la mesa de la cocina y charlamos durante un buen rato. Yo le conté una parte de mi historia, y ella a mí una parte de la suya. Supe que estaba sola con su hijo en Madrid, recogida por Zenaida, que seguía manteniéndola en su casa hasta que encontrase otros trabajos y ganase más dinero y pudiera pagarse un piso propio o cuando menos una habitación. Me dijo que del padre de André no sabía nada, y que era mejor así. Cuando se fue, me quedé pensando en ella. Me pregunté cómo se las arreglaba para subsistir. De dónde había sacado las fuerzas para llegar hasta un país desconocido con un niño pequeño a su cargo. Me imaginé a mí misma en su situación. Yo me habría muerto de haber tenido que enfrentarme a algo parecido. Habría temblado y sollozado y padecido palpitaciones. Me habría quedado encerrada en casa, escondida bajo las mantas, aterrada. Ella, sin embargo, sonreía y exhalaba energía, como si estuviese perfectamente adaptada a cualquier cosa que le pudiera suceder, como si fuese uno de esos árboles firmes y flexibles que se muestran tan resistentes y hermosos bajo los vientos y la nieve y los aguaceros y los veranos resecos como en medio del esplendor húmedo y templado de una mañana de primavera.
Empecé a admirarla en aquel momento. Y mi admiración fue creciendo a medida que nos hacíamos amigas. Cada mañana nos sentábamos a tomar nuestro café y a charlar. Luego comenzamos a dar largos paseos juntas por el barrio. Un día le pedí que trajera al niño para conocerlo. Desde entonces, venía siempre con él. Yo lo llevaba al parque mientras ella limpiaba y me quedaba allí sentada mucho rato, observando con asombro su alegría. Después comíamos, y seguíamos hablando buena parte de la tarde, mientras André dormía la siesta en mi cama. Terminamos por contarnos nuestras vidas. Incluso cosas secretas de las que, yo al menos, nunca había hablado con nadie. Pero São parecía entenderlo todo, como si comprendiese cada una de las debilidades humanas con una rara sabiduría que tal vez había heredado de las piedras y los pájaros. Y yo, al oírla describir lo que había pasado, al escuchar cómo se sobreponía una y otra vez a situaciones que a mí me parecían insuperables, cómo recuperaba siempre el ánimo, sin permitirse dejar de ser una persona esperanzada y bondadosa, llegué a la conclusión de que formaba parte de una raza de gigantes, de un mundo de mujeres poderosas como altas cumbres del que me sentía lastimeramente excluida.
La energía de São debió de contagiárseme. Desde que ella llegó a casa, yo fui encontrándome cada día un poco mejor, y al cabo de dos meses pude volver a trabajar. Sé que muchos dirán que ése fue simplemente el efecto de las pastillas. Y no dudo de que fuera así. Pero había algo más, algo inaprensible, como una vibración que se quedase flotando en el aire que ella había compartido conmigo y que yo aspiraba después de que se marchara, buscando en él los restos de su poder. Quizá fuese tan sólo que su coraje y su fuerza me sirvieron de ejemplo, no lo sé. De cualquier manera, empecé a ver el mundo de otra forma, a comprender que mis grandes tragedias, todas aquellas cosas que desde pequeña me parecían circunstancias terribles, a cuyo dolor sobre mí vivía enganchada como los toxicómanos a la droga, eran minucias si las comparaba con la existencia de infinidad de seres humanos en buena parte del mundo. Mis dramas eran en buena medida risibles al lado de la dura lucha de tanta gente por no morirse, pero había vivido rodeada siempre de tanta blandura, durmiendo en camas tan mullidas, escogiendo cada día la comida que quería comer y la ropa con la que deseaba vestirme, recibiendo tantas caricias de mi madre, de mi abuela y mis hermanos, de Pablo y mis amigos, viviendo en pisos tan confortables y seguros, protegiéndome del frío y el calor, desplazándome en automóviles cómodos como nidos, adquiriendo infinidad de cosas inútiles, contemplando paisajes tan hermosos, humanizados y fértiles, que me había vuelto débil y ciega a lo que no fuesen mis pequeñas carencias. De pronto, todo parecía estar cambiando dentro de mí. Ya no era la Desdichada, la Sufriente de la tierra. De pronto era un ser humano común y corriente, que gozaba de muchos más privilegios que la mayoría. Aún echaba de menos a Pablo, y sabía que probablemente eso sería así hasta el final. Pero ahora entendía que debía acostumbrarme a seguir adelante sin él, y alegrarme por haber disfrutado de nuestro amor durante tanto tiempo. Su existencia ya no era un agujero que no sabía cómo colmar, sino un fulgor que había atravesado mi vida como un inesperado regalo de los dioses. Mi depresión se iba esfumando día tras día, igual que las nubes del verano se desvanecen y flotan hacia el horizonte, dejando a su paso el azul resplandeciente.
Muchas personas no creen en el azar. Viven convencidas de que todo lo que obtienen es resultado de sus méritos, y de sus equivocaciones aquello que pierden. Ven la vida como si fuese una línea ininterrumpida que ellas mismas van trazando, un paisaje perfecto e inteligible, con su perspectiva implacable, con sus praderas y su río que serpentea hacia el mar, y los árboles agitándose en la brisa. Hay zonas sombrías, pero también claros llenos de luz en los que la hierba es dulce y perfumada. Puede que al fondo se levante una prometedora ciudad, cubierta de cúpulas y de torres vertiginosas, y sin duda en algún punto del horizonte se ha formado una tempestad. Y todos esos elementos han sido trazados paso a paso, de manera continua, engendrándose los unos a los otros como en uno de esos esquemas de los libros infantiles en los que el agua se evapora y se convierte en nubes y de las nubes cae lluvia y la lluvia se almacena en la tierra para volver a evaporarse. Todo lógico, comprensible, mensurable.
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