Soledad Puértolas - Queda la noche

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Esta novela ha obtenido el Premio Planeta 1989.
Unas fotos sacadas alrededor de una piscina de un hotel de Delhi, los viajes con gente desconocida, los amigos de toda la vida, los aficionados a la ópera, los teléfonos que no funcionan, el calor en medio de la noche, la necesidad de beber whisky, las aventuras con hombres casados, el afecto de los padres, los hijos desvalidos, las damas filantrópicas, las mujeres recluidas, las responsabilidades familiares, el deseo de tirarlo todo por la borda… Con estos elementos y algunos más se va configurando la trama que envuelve a Aurora, una mujer de treinta años que poco a poco empieza a pensar que su vida está siendo organizada desde fuera. Demasiadas coincidencias y repeticiones. Una cadena de casualidades empieza a dar vueltas. El azar se impone. Las interpretaciones se suceden y aún podrían seguir dando más vueltas, infinitas vueltas. El juego ha sido decidido en otra parte, y cuando termina los jugadores no desaparecen de escena, no se cierra el telón. La protagonista sabe que volvería a jugar y a seguir esperando porque siempre queda un resto de todo, de los errores, de los fracasos, de los falsos o verdaderos amores. Queda el refugio, el retiro, la brecha, el ofrecimiento de la noche.

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Al fin, volví a quedarme dormida, tratando inútilmente de volver al sueño del que había salido, a aquella dorada luz de la tarde que se reflejaba en la superficie de un río de color verde, no marrón, y sentir la presión de aquella mano en la mía y saber que un chico cualquiera, uno de tantos, se había convertido, para mí, en la persona más importante del mundo.¿Por qué eso me parecía tan excepcional? La noche deforma los sueños, los produce, los ensalza y a veces los borra. Y, sobre todo, el alba, donde yo me quedé, dejando atrás mis escrúpulos, mis miedos, mi culpabilidad y toda la carga de vagos preceptos morales que la vida, cuando se pone seria, se empeña en que asumamos.

8

El tío Jorge llamó por la mañana y, después de un rato de conversación con mi madre, habló un momento con Félix.

– No te preocupes. Me encuentro bien -dijo Félix-. Dile a Sofía que esté tranquila.

Porque ella no se puso al teléfono. Con seguridad, no estaba tranquila, pero, posiblemente, tampoco se sentía muy preocupada por Félix. Había accedido, según nos comunicó luego mi madre, a recibir al médico.

Cuando Félix salió del cuarto, dijo mi madre en voz baja:

– Todo esto le desborda. Ya le he dicho que no hemos encontrado al chico tan mal. Hubiera podido ocuparse de él perfectamente. Es un chico que no molesta nada.

Cuando llegó el momento de la despedida, dirigió a Félix una mirada de aliento, como si se dirigiera a una empresa difícil y heroica. Esperó en el descansillo, apoyada en el marco de la puerta, a que desapareciésemos por el hueco del ascensor, y en sus ojos se leía que ése era, para ella, un descenso a los infiernos. Félix había despertado sus mejores instintos maternales y compasivos.

Alejandro nos estaba esperando frente al portal. Estrechó la mano de Félix y abrió el maletero, en el que colocó nuestras bolsas de viaje. Félix, sin preguntar nada, se sentó en el asiento trasero del coche.

Mientras nos dirigíamos hacia el Valle del Saúco, y dada la conversación intermitente y cordial que se había establecido entre nosotros, concluí que Félix estaba extrañamente dotado para producir efectos sedantes en las personas que se relacionaban con él. Menos, sin duda, su madre y su padrastro. Su familia. Sonreía suavemente, sin un atisbo de ironía, y decía a todo que sí, menos a la sugerencia de volver a servirse comida en el plato, como pudimos comprobar durante el almuerzo. Parecía únicamente un chico con deseos de agradar. Desde el asiento de atrás, dejaba caer comentarios siempre agradables.

Habían florecido los almendros y su color rosado se divisaba desde lejos, entre las tonalidades verdes del campo. Alejandro tenía un interlocutor nuevo a quien contar la historia de su familia, que yo ya había oído repetidas veces, en mi habitual papel de interlocutora aparentemente atenta, y no desperdició esa oportunidad.

– Ni siquiera sé los años que tiene -dijo, refiriéndose a su tía Carolina-. Hay días en que parece que tiene cuarenta y días en que le echarías más de cien. Es muy habladora, muy ignorante y muy avariciosa. Apenas ha salido de su casa desde que nació. Vive recluida, pero no creo que necesite nada del mundo exterior. En realidad, parece feliz. Es muy dominante. Nadie le ha llevado la contraria en su vida. Le he dicho que acabas de pasar unos exámenes, que has hecho un gran esfuerzo y que necesitas reposo. Ésas son las cosas que ella entiende mejor porque no ha hecho otra cosa en su vida más que eso: reposar. A lo mejor te obliga a tomar muchos vasos de leche y a hacer la siesta. En cuanto a mi madre -añadió-, en ella tendrás a una aliada segura. Le encantan las visitas, todo lo que le aleje un poco de mi tía.

Félix, medio tumbado en el asiento de atrás, sonreía vagamente ante aquella información que no había pedido como si aquellos cuidados que le aguardaban le complacieran. Mi madre, que nunca había disfrutado como anfitriona, se había rendido rápidamente a su encanto y había adoptado frente a él una postura de solicitud. Las mujeres de cierta edad no debían suponer un problema para él. Sus habituales deseos de agradar podían convertirse, frente a ellas, en deseos de ser cuidado. Pero eso eran especulaciones mías. Félix me hacía pensar. Él, a diferencia de mí, había sido un hijo prematuro. Las responsabilidades familiares habían caído sobre mí. Nadie se había responsabilizado de él.

Llegamos a El Saúco a la hora de la siesta. No había nadie por las calles.

– Si quieres venir al pueblo -dijo Alejandro a Félix- tendrás que hacerte amigo del chófer de la tía Carolina. Tiene una Lambretta, pero no le gusta prestarla.

– ¿A qué distancia está la finca? -preguntó Félix.

– A doce kilómetros. Para un paseo, es demasiado largo. Lo ideal es la moto.

Salimos del pueblo y cogimos la desviación hacia la finca. En un poste indicador, unas letras negras sobre un pedazo de madera en forma de flecha decían: "A Nuestro Retiro. Propiedad privada". Sobre el camino de tierra que señalaba la flecha caía el sol de la tarde. A ambos lados del camino el campo se extendía suavemente. Sobre las colinas brillaba el cielo, tan azul como en un día de verano. Una alta tapia de piedra surgió ante nuestros ojos. Por encima de ella se elevaban hacia el cielo azul, recortándose contra él, las copas de los árboles. El camino de tierra bordeó la finca y, después de una vuelta, nos condujo hasta la puerta de la verja que cerraba la finca. Una cadena de hierro oxidado y un enorme candado guardaban ese límite.

Alejandro detuvo el coche y, después de hacernos un gesto con la mano, pidiéndonos paciencia, descendió de él. Llamó al timbre y se quedó mirando la verja. Pasaron un par de minutos antes de que apareciera tras ella un hombre mayor de piel muy curtida y andar encorvado que llevaba una llave de hierro de considerable tamaño. Durante unos segundos la observó, como si no supiera qué hacer con ella. Luego miró a Alejandro y se intercambiaron un saludo. El hombre, al fin, introdujo la llave en el candado y después los dos se aplicaron a la tarea de empujar hacia dentro las hojas de la puerta. Parecían hablar mientras, algo agachados, empujaban.

De nuevo en el coche y traspasado ya el límite de la finca, dijo Alejandro a Félix mientras agitaba su mano en un gesto de adiós:

– Es el padre del chófer, el que puede prestarte la Lambretta.

Estábamos en medio de un bosque. Pinos, cedros, hayas, robles, magnolios y árboles cuyo nombre yo ignoraba nos rodeaban.

– El tío Héctor, el padre de mi tía Carolina, hizo traer árboles de Oriente -nos informó Alejandro-. En El Saúco todos se sienten orgullosos de "Nuestro Retiro" y hablan de la finca como si fuera propiedad del pueblo, aunque la mayoría no la haya visitado nunca. Era el típico indiano que se propuso deslumbrar a sus vecinos. Cuando murió, su mujer se convirtió en una especie de institución. Ocupaba un puesto de honor en los actos oficiales, las fiestas, esas cosas. Pero todos los lazos con el pueblo se cortaron cuando ella murió. A la tía Carolina no le gusta salir de casa. Ahora veréis la casa, en cuanto pasemos la curva.

Era imposible no verla. Era enorme y majestuosa, aunque sus muros estaban desconchados. Tenía a su alrededor profusión de balaustradas, terrazas, escaleras, torreones. Tal y como Alejandro había anunciado, era la típica casa del indiano hecha con el firme propósito de impresionar y deslumbrar.

Salimos del coche y entramos en la casa sin necesidad de llamar a ningún timbre, porque la puerta estaba abierta. El zaguán se correspondía con la fachada de la casa. Había muebles de diferentes estilos, macetas de cerámica chillona, una enorme lámpara de cristal de Venecia y un par de tapices con escenas campestres colgados de las paredes. Y un aire inconfundiblemente indiano en todo: en el mimbre pintado de blanco de los sillones, en las palmeras que surgían de los grandes tiestos de colores, en las esterillas de esparto delante de las puertas. Todo parecía estar concebido para luchar contra el calor que sin duda en El Saúco sería insoportable durante los meses de verano, pero me pregunté qué impresión causaría toda esa decoración en invierno, que debía de ser riguroso en la región. En aquel zaguán se estaba a salvo de un calor abrumador y eterno. Uno sentía que en el exterior los rayos del sol cegaban, aniquilaban.

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