Soledad Puértolas - Queda la noche

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Esta novela ha obtenido el Premio Planeta 1989.
Unas fotos sacadas alrededor de una piscina de un hotel de Delhi, los viajes con gente desconocida, los amigos de toda la vida, los aficionados a la ópera, los teléfonos que no funcionan, el calor en medio de la noche, la necesidad de beber whisky, las aventuras con hombres casados, el afecto de los padres, los hijos desvalidos, las damas filantrópicas, las mujeres recluidas, las responsabilidades familiares, el deseo de tirarlo todo por la borda… Con estos elementos y algunos más se va configurando la trama que envuelve a Aurora, una mujer de treinta años que poco a poco empieza a pensar que su vida está siendo organizada desde fuera. Demasiadas coincidencias y repeticiones. Una cadena de casualidades empieza a dar vueltas. El azar se impone. Las interpretaciones se suceden y aún podrían seguir dando más vueltas, infinitas vueltas. El juego ha sido decidido en otra parte, y cuando termina los jugadores no desaparecen de escena, no se cierra el telón. La protagonista sabe que volvería a jugar y a seguir esperando porque siempre queda un resto de todo, de los errores, de los fracasos, de los falsos o verdaderos amores. Queda el refugio, el retiro, la brecha, el ofrecimiento de la noche.

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La última vez que acepté una invitación de Alberto fue para ir a una recepción oficial, y la acepté porque tenía la seguridad de que Fernando asistiría a ella. Nunca me lo había encontrado en público mientras duró nuestra aventura -¿cómo llamarla o llamarlo? Lío resultaría una palabra más apropiada, pero es demasiado expresiva. No era ningún lío; erasencillo, corto y molesto. Aventura tiene unas connotaciones de excitación, emoción y riesgo que, aunque eran parte esencial de nuestros encuentros, fueron disminuyendo, languideciendo y al final sólo era su recuerdo lo que me sostenía e ilusionaba. Aventura o lío, da lo mismo, hay que llamar a eso de algún modo-, pero ahora que hacía tiempo que la aventura había terminado, me sentía con fuerzas para enfrentarme a él y que él viera que yo seguía existiendo, sin tener ningún plan, ningún proyecto, entre nosotros. No me había hundido. Existía y tenía amigos y tal vez otros líos y aventuras. Yo era una persona solicitada o, al menos, tenía con quien ir a los sitios. Quería, como Alberto respecto ala mujer que dentro de nada iba a salir de su casa con unos papeles en los que se anulaba el nexo que había existido entre ellos, devolver a Fernando la imagen de una persona no vencida.

Entramos, al fin, Alberto y yo en el salón donde se daba la recepción más hermanados de lo que él podía suponer, abrigando parecidas intenciones.

Nada más entrar, vi a Fernando, rodeado de muchas personas, como era de presumir, porque es difícil que un político se quede solo en una recepción. Y en seguida vi a su mujer, en otro grupo, que le dirigía miradas de control. Sin duda, ella estaba al tanto de sus líos y a lo mejor un día se cansaba de desempeñar su papel sufridor, ese ingrato papel de únicamente resistir.

Decidí mantenerme a una distancia relativa de Fernando. Quería saber si vendría a saludarme. En un determinado momento, quedamos frente a frente. Me miró, sorprendido, como si eso, verme, fuera la última cosa que hubiera esperado en el mundo. Reaccionó, apartó de su lado, con ese gesto amable e indiscutible tan propio de los políticos, a la persona que le cerraba el paso hacia mí, y se acercó, con una sonrisa en los labios y la mano extendida. Me retuvo la mía, me miró intensamente. Se interesó mucho por mi vida. Todo muy de prisa. Al despedirse, me dijo, casi al oído:

– Me gustaría verte un día. Pronto. ¿Te llamo o me llamas?

– Te llamaré -le dije.

Fue lo único que se me ocurrió decirle. No iba a decirle: Vete a la mierda. Tampoco era para tanto. Sencillamente, él pensaba que nuestra relación, aventura o lío, no había terminado. A lo mejor ni se había dado cuenta de que se había interrumpido, ocupado como siempre estaba en campañas, reuniones y viajes. Si después de verme en la recepción y desear verme a solas en una de aquellas habitaciones cubiertas de moquetas doradas y verdes de los hoteles a los que me llevaba, se quedaba con la remota esperanza de que yo iba a llamarle y no le llamaba, ésa era mi pequeña venganza. Muy pequeña.

Un poco abatida, pero no demasiado, y más por mi falta de reflejos -una frase ingeniosa, una proposición desconcertante- que por la actitud de Fernando, que sólo me demostraba que era el mismo, inmutable, eterno ser, volví junto a Alberto que me cogió del brazo y me susurró:

– Aquí está Cecilia. Te la voy a presentar.

¿Cómo son las abogadas? Muy parecidas. Los abogados también se parecen. Y unas a otros. Algo más guapa, tal vez, de lo que yo había imaginado, pero el mismo aire de seguridad, de fortaleza, y llevaba la ropa que debía llevar y los zapatos y el peinado y las joyas no auténticas pero de buen gusto con que se adornaba. Me miró desde la cumbre de su profesión, su prestigio y su futura e inmediata separación. A fin de cuentas yo estaba con un hombre del que ella se había hastiado. No compadecí ni sentí por Alberto ninguna solidaridad, porque él la miraba un poco temeroso, cuando, supuestamente, debía de enorgullecerse de mí. ¿No era yo su valedera? Me había visto hablar con Fernando y podía haber captado que no había habido mucha inocencia en aquella breve conversación. En fin, yo era una chica, una mujer, que causaba buena impresión. Pero me traicionó. Frente a Cecilia, sintió temor. La miraba de soslayo, tratando de calibrar su desprecio. Ambos me parecieron lamentables, en sus papeles ancestrales de verdugo y víctima.

– Te llamas Aurora, ¿verdad? -dijo una voz.

Me volví un poco hacia la izquierda y vi a un chico al lado de Cecilia. Lo había visto acercarse hacia nosotros, pero como había concentrado mi atención en Cecilia, ni siquiera lo había saludado. No lo conocía, no lo había visto en mi vida, pero algo en sus ojos, además de lo que acababa de decirme, me hizo mirarlo más.

– No me conoces -dijo-. Pero yo a ti sí. Es una larga historia.

Por la forma en que siguió mirándome y se me acercó más, comprendí que esa larga historia podía empezar en cualquier momento. Hay veces que pasa eso. Un hombre se te acerca y te dice que te conoce, que ha soñado contigo, que tiene una larga historia que contarte y que te incluye a ti. Me pasó una vez. Me estaba pasando. Tal vez era lo más normal del mundo.

A Cecilia no la volví a ver. A Alberto, sólo al final, cuando nos fuimos. Entretanto, estuve escuchando a aquel chico, Alejandro.

– Sé que parece increíble, pero te conozco de unas fotografías. Asómbrate todo lo que quieras, pero voy a contarte cosas de tu vida. Estuviste unos días en Delhi el verano pasado y coincidiste en el hotel con una señora alemana que te sacó unas fotos. La señora Holdein. -Se me quedó mirando, observando mi reacción-. ¿La recuerdas?

"Da la casualidad -siguió, después de mi asentimiento- que la señora Holdein fue la institutriz de mi tía Carolina y estuvo visitándola antes de Navidad. Se dejó una colección de fotografías en un cajón, el mismo cajón que, días después, utilicé yo. La tía Carolina la alojó en el cuarto que yo suelo ocupar cuando voy a visitarlas, a ella y a mi madre. Pasé parte de las navidades en El Saúco. No sé si te lo estoy explicando bien. El caso es que las fotos llamaron mi atención. Estuve mirando mucho rato a todas esas personas en traje de baño, porque había a su alrededor un clima de misterio, puede que fuera por la luz; no se podía determinar si pertenecía a la caída de la tarde o al amanecer, aunque no parecía probable que la gente se bañara en la piscina al amanecer. Hice copias de las fotos y trabajé con ceras y acuarelas. Sobre todo, trabajé con la tuya. Hice toda una serie con ella. ¿Te gustaría verla?

– ¿La serie? -pregunté, mientras trataba de asimilar todo lo que me había dicho.

– Eso es, la tengo en el estudio.

– ¿A qué te dedicas?

– Soy pintor -hizo un gesto vago con la mano-. Ahora he vuelto al collage, a partir de la serie que hice con tu foto. Me gustó mucho.

– Todo esto resulta bastante sorprendente -dije-. La señora Holdein me visitó a su regreso de El Saúco, creo que fue a primeros de diciembre. No la conocía mucho y su llamada me sorprendió. Me había olvidado de sus fotos. Nos conocimos en el hotel de Delhi. En realidad, fue ella quien se acercó a nosotros.

– No conozco a la señora Holdein -dijo Alejandro-, pero puedo asegurar que la visita que hizo a mi tía fue muy oportuna. Dejó tus fotos en el cajón.

– Es raro que tuviera tantas fotos -dije.

– Eso es lo menos raro de todo. Pudo hacer nuevas copias. Ella debía detener los negativos. Y seguro que pensó que había perdido las fotos -dijo Alejandro-. Lo verdaderamente increíble es que yo te haya encontrado. Pero la vida está llena de casualidades.

Anotó mi número de teléfono y dijo que me llamaría. Quería que viera los collages.

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