Llega a la pared de vidrio y coloca la mano libre en el cristal. Frío, húmedo, como el cuchillo japonés que Alfredo jamás le permite meter en el lavavajillas. Le gusta la manera en que los trozos de cristal están unidos por grandes botones de acero, como una bóveda del renacimiento enteramente de vidrio. Aún no es de noche, en Europa el verano hace que las seis se prolonguen hasta las siete o las ocho. Desde esa altura puede ver la otra cúpula, la de la catedral de San Pablo al principio del enjambre de calles, rascacielos y grandes construcciones que caracterizan la City. El brillo del Támesis dirigiendo su mirada hacia el Puente de Londres y un enjambre de andamios cubriendo alguna nueva torre.
Hay una iglesia al pie de la monumental torre. De piedra, un pequeño jardín al frente y el rosetón proyectando ráfagas de luz sobre la hierba desde el interior. La ubicación de esta iglesia, a los pies del rascacielos, le recuerda a la iglesia Episcopal de Saint Paul, durante años oscurecida por las Torres Gemelas en Manhattan. Siempre le pareció un gesto romántico de la propia ciudad la convivencia de las inmensas torres con un edificio del siglo XVIII cuyo jardín hacía las veces de cementerio. Tras la debacle del año 2001, la iglesia es la única superviviente. Alfredo y ella llegaron a verla cubierta aún por las cenizas del 11 de septiembre. Le asusta la cercanía de las fechas. Han pasado siete años y le crispa mucho más. Los años no pasan, van tejiendo cosas invisibles, protecciones o rampas que crecen encima de nosotros. Como esa bóveda acristalada en la que ahora observa la vibrante City difuminándose en una serie de edificios que mezclan estilos, ciudades, Roma y Hollywood, Nuevo Gótico e Imperio. Catedrales de poder, sobrios templos de codicia. Sorbe otro poco de su champagne, escucha la voz de Alfredo hablando sobre un martini vertido encima de un flan transparente, y empieza a ver a gente arremolinarse debajo del edificio. Crecen, en número, en gestos, en desafío, pueblan una de las calles y terminan rodeando los muros de la iglesia. Gritan algo que la voz de Alfredo le impide escuchar. Parecieran señalarla, por eso se aleja del cristal unos pasos y tropieza con otra mujer, muy cerca de ella, que avanzaba hacia los cristales.
– Son empleados de un banco, creo -dice con un acento muy londinense, siempre observando la calle-. He oído que un banco importante de Nueva York ha cerrado.
– ¿Cerrado? -pregunta Patricia.
– Para siempre, algo muy grave, al parecer.
La multitud ruge y la intervención se interrumpe fulminante. Muchos de los asistentes dejan sus asientos para acercarse a las ventanas. Patricia se gira para localizar a Alfredo, que se entretiene recogiendo su equipo de presentación. Primer estrépito, están lanzando piedras contra las ventanas, no se quebrarán, son de tecnología súper avanzada. Primer ulular de sirenas y sus luces giran dentro de la bóveda, el tornasol en las mangas de la blusa de Patricia adquiere un tono verde sirena de policía.
– ¿Qué está pasando, por qué estás siempre tan cerca del peligro? -Es Alfredo, tomándola del brazo.
– Un banco de Nueva York ha colapsado -alcanza a decir. Los manifestantes parecen señalarla, hacerle gestos, pedirle que rompa uno de los cristales y ofrecerles, desde su altura, desde su privilegio, algo de ayuda. Se abren las puertas del recinto y aparecen varios policías ingleses y una mujer muy atribulada. Deben desalojar el espacio, los hermanos Casas se quedan delante del micrófono con la boca abierta y sin palabras. La manifestación ha crecido sin control. Llega prácticamente al principio de la City. Un banco americano y su filial inglesa acaban de suspender toda actividad. Escuchan el nombre: Lehman Brothers. Alfredo mira a Patricia. El banco de los inversores, el banco de todo el mundo que conocen o creen conocer. Habían advertido algo grave, complicado, nunca un colapso. Una sucesión de mujeres tan exquisitamente vestidas como Patricia se abalanzan sobre sus bolsos enormes y extraen móviles de todo tipo, algunos adornados con piedras preciosas. Sus uñas larguísimas pulsan teclas y sus labios pintados arrojan rápido mensajes de voz. Alfredo presencia todo con la misma boca abierta que los Casas y Patricia se la cierra. Después, vuelve a concentrarse en la manifestación, están desplegando una inmensa pancarta, letras rojas recién pintadas:
«First Bear Stearns, now the Damned Brothers. The end of the world has just begun». Es cierto, el fin del mundo acaba de empezar. Patricia comprueba su reloj. Es día 15, 15 de septiembre de 2008. En su vida, todas las cosas terribles suceden en septiembre.
– Estoy hablando con los inversores -le dice Alfredo, su móvil en la mano-. Lehman Brothers se acabó. Acumuló tantas pérdidas por los títulos respaldados por las hipotecas que ya no tiene valor en Bolsa. -Patricia lo miraba fijamente. No recordaba que Alfredo tuviera ese léxico tan financiero-. Los inversores dicen que no debemos preocuparnos, han conseguido mover todo el dinero.
– ¿Dónde, dónde puede moverse todo el dinero cuando un banco como ese cierra, Alfredo?
– En Nueva York la calle está igual -responde él, evidentemente sin haberla escuchado. Patricia acepta el despiste, la pregunta en realidad se la ha hecho a sí misma. Cuando un banco cierra, del mismo modo que cuando una dictadura cae, muchas cosas se habrán maquillado, arreglado para que unos cuantos de sus privilegiados no queden completamente en la ruina o expuestos a sacrificios públicos. Ni el dinero ni el poder desaparecen de un día para otro. Cambian de sitio, pero no se evaporan.
– No me estás escuchando -le reclama, Alfredo-. Centenares de brokers sin empleo deambulan por las calles con cajas de cartón llenas con sus ordenadores y los retratos de sus hijos.
– El fin de una era -dice Patricia.
– Y tú y yo lo observamos desde el cielo -subraya Alfredo.
Cuando las Torres se desmoronaron, también en septiembre pero siete años antes, ella estaba en el salón de la que luego sería su casa de Manhattan, escuchaba a gente gritar en las casas vecinas, decían, clamaban que había que ir hasta allí, incluso para presenciar la Historia en directo. Ella no, ella…, ella… pensaba que lo que contemplaba tenía una belleza nueva, apocalíptica e inédita, que nunca podría definir ni mucho menos pronunciar como tal. Imágenes de aquella tragedia quedaron para siempre erradicadas de la Historia. La gente lanzándose al vacío, las cámaras de televisión siguiendo su caída paralela a las exquisitas líneas de la arquitectura de los edificios. Los gritos de quienes observaban el horror. El derrumbe de la primera torre convirtiéndose velozmente en una nube suspendida entre el suelo y el cielo de Nueva York. Era imposible convertir eso en belleza y, sin embargo, en su cerebro la idea iba abriéndose sitio. Un compositor llegó a declararlo públicamente y el ostracismo se cernió sobre él hasta convertir su obituario en un pie de página risible. Por eso jamás se permitió siquiera reconocerse a sí misma que había atisbado un tipo de belleza cruel, devastadora como su propia devastación, en ese instante de muerte, terror, caos. Nunca se permitió visitar la llamada Zona Cero, llegó a referirse públicamente a quienes lo hacían como buitres, y aun así, en el trastero de su memoria, persistía ese momento de soledad delante del televisor que escupía la debacle. Un algo de belleza donde menos lo esperas.
Pero ahora, este 15 de septiembre, recién llegada a Londres, siete años más vieja que en 2001, le parecía sentir esa exacta visita de lo absurdo creando sombras, monstruos delante de sus ojos que, lejos de asustarla, terminaban por fascinarla.
EL VALS
Fernando, el Casas que fuera novio oficial, tomó la palabra ante el micrófono:
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