Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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Se arremolina bajo la manta de la aerolínea, del mismo color que el alfombrado, quizás un poco más naranja y con la corona de España entretejida en un ángulo. Nunca lo había notado, la corona tan explícita. Pero no debe pararse en esos detalles, tiene que concentrarse. Debería repasar quiénes son los cocineros que les acompañan: Miguel y Fernando, sí, los hermanos Casas de aquellas fotos del principio. Todo el mundo dice que compiten en belleza con Alfredo, aunque en realidad es el talento de su novio lo que les obliga a marcar músculo desde hace décadas. «Todo lo que toca Alfredo, turns blonde » , decían, haciendo alusión al rubio del pelo de Patricia. Sí, sí, muchas risitas pero en verdad Alfredo y ella no solo convenían en realidad sus sueños, también generaban dinero. Dinero. «Lo hacéis parecer todo tan fácil, vuestro éxito, vuestra belleza, vuestra unión», también le había dicho Manuela.

– ¿De qué te ríes? -quiso saber Alfredo, entrecerrando sus maravillosos ojos, pardos, un fondo verde, como un lago que se alimenta de un sol menor.

– Del Innombrable, que me desprecia -dijo Patricia.

– Sabes que eso no es verdad. Siempre pregunta por ti y por cuándo nos vamos a casar. -Alfredo se entretiene intentando entender el mando del asiento.

– Buena cuestión, y ¿qué le respondes?

– Que no creemos en el matrimonio -dice él abriendo mucho los ojos y llevándola muy dentro de ellos. Patricia no tiene respuesta. Porque es su respuesta, la que siempre ofrece, aun sin cepillarse los dientes, cuando Alfredo insiste en el tema. No van a casarse jamás.

– Creo que sabe que le llamamos el Innombrable -soltó, aguantando una risita-. ¿Se lo has dicho tú?

– No, pero los hermanos Casas leen nuestra mente desde que sales conmigo -respondió Alfredo.

Los hermanos Casas viajan, siempre juntos, unos asientos más adelante. Afortunadamente, tienen fama de dormirse atufados de pastillas por el miedo a volar y, también, fama de cocinar con resaca de otro tipo de pastillas. Explotan al máximo los restos de su juventud díscola. Todo el mundo sabe que Patricia fue medio novia de uno de los Casas, Miguel, y novia bastante oficial de Fernando, el otro hermano. Barcelona es una ciudad pequeña. Manhattan también, Londres, a lo mejor, igual. Todas las ciudades se hacen pequeñas cuando eres Patricia.

Han esquivado la cena. Nunca cenan en la aerolínea donde cocina el Innombrable para evitar opiniones. El mundo de los chefs está lleno de rumores y maledicencias. Alfredo y Patricia cuidan mucho lo que se diga que hayan dicho. Son los bellos Alfredo y Patricia, educados y encantadores hasta el final, cada día, todos los días.

– Todos miran la película de Sandra Bullock -dice él.

– No somos todo el mundo -responde ella, y Alfredo le dirige su espléndida sonrisa; el olor de su colonia subiendo por sus hombros, hacia el cuello. Le abraza. Se abrazan.

– ¿Tienes miedo? -le pregunta.

– ¿Miedo de qué? -responde ella colgada de su cuello, la cabeza apoyada cerca de su nuez, sintiéndola latir.

– De Londres -dice, la voz relajada, profunda.

– Es nuestro sueño, ¿no? ¿Cómo vamos a tener miedo de un sueño? -pregunta Patricia escrutando sus ojos.

Patricia se sobresalta, al fin las turbulencias, pero en realidad es el primer dedo de Alfredo acercándose a su vagina por debajo de la manta de la aerolínea. Poco a poco la mueca de niña revoltosa va formándose en sus labios y sus delgadas y suaves piernas aprisionan el largo y bien formado dedo de su amor. Abre los ojos y allí están los suyos, cómplices, muertos de risa y ganas. «Es que Alfredo es demasiado perfecto», siempre le había reprochado su hermana Manuela. Patricia tiene que reconocerlo, por eso lo escogió, por bello pero también por cómo le sentaba todo, la ropa, el pelo, incluso los zapatos equivocados que no lo parecían tanto gracias a su forma de caminar. Y su voz, ronca, no muy grave, escondiendo una coqueta vulnerabilidad. Y la también coqueta timidez cubriendo a su vez el secreto que imaginaba en Alfredo. Por eso le quería, porque adivinaba que si ella escondía un secreto, él igualmente ocultaría otro y mantener vivo ese manto de medias verdades sostenía el equilibrio de su pareja. Y ahora la manera en que introducía sus dedos dentro de ella en primera clase; la película de Sandra Bullock empezando. Va a gritar, Alfredo prácticamente tiene su mano dentro de ella y la mueve como si los dos estuvieran entonando entre susurros una canción con mucha percusión. Se ríe encantada, sus carcajadas amortiguadas como un galope, y Alfredo la secunda. Debe de tener una erección y ella no sabe cómo mover sus manos debajo de su manta para estrecharla. Pasa una azafata mirando al frente y los dos se aquietan, Patricia observa una gota de sudor deslizarse por el cuello de Alfredo. Disfruta de la nuez, que es pronunciada y que ella siempre ha imaginado oscura, oculta semilla del mal bajo su piel blanca. Y arranca de inmediato el tren de pensamiento de alta velocidad: los dedos de Alfredo en su vagina, recorriéndola como si fuera un ascensor lleno de botones. Un tazón de gominolas de todos los colores, una selección de dim sum humeantes. La pasta de uno de sus raviolis rellenos, ese dedo haciendo círculos sobre el montoncito de harina que parecía una teta, una isla-teta. Un beso venía ahora, Alfredo se le acercaba, cubriéndola con su brazo libre y besándola con la misma fuerza con que apretaba sus yemas contra las paredes de su sexo. Ahora al fin, gracias al cambio de postura, podía alcanzar su erección. Se separaba del beso y arrancaba a reír y Alfredo le indicaba que bajara el tono de esa risa, se notaba demasiado que no era ni por la película ni mucho menos por viajar en primera clase. La azafata vuelve a pasar y de nuevo les ofrece más vino. «Sancerre, por favor, no podemos más con el Verdejo», solicita Alfredo impasible, y la azafata le dedica una sonrisa inédita en las costumbres y el carácter de las profesionales de su línea aérea. Para Alfredo nunca hay puertas cerradas. La mano se ha quedado quieta, Patricia tiene lágrimas en los ojos, saca una mano de debajo de la manta y levanta la ventanilla. Solo hay mar oscuro. Sandra Bullock está hablando con un hombre guapo y ojijunto, como todos los actores de las películas de Sandra Bullock y nunca tan guapo como Alfredo. La azafata llega con las bebidas solicitadas, se las sirve y se marcha sonriéndole una vez más a Alfredo como si ella fuera la única mujer capaz de percibir su belleza. Puta, piensa Patricia, que siempre opina lo mismo de ese tipo de mujeres y sus miradas. Pero entonces los dedos de Alfredo vuelven a la carga y toman, como quien quita una uva de su cepa, como quien sostiene un pendiente en el lóbulo, como quien atrapa una nuez entre sus dedos, su clítoris. Tiene que gritar y ahoga su voz y consigue apretar ella también los testículos gordos de su amor y los coloca sobre la parte interior de sus cuatro dedos, el pulgar libre para acariciarlos suavemente. Con un gesto hábil empuja firme el escroto y mira fijamente a Alfredo. Sus dedos están mojados, su entrepierna también, cae agua, crema, helado de vainilla derritiéndose a cucharadas. El líquido continúa cayendo sobre su mano, alrededor de sus muslos, y ella empieza a reír mucho mientras Sandra Bullock hace lo mismo en la pantalla del dvd de su asiento. Alfredo la besa en el oído, le acaricia el pelo por la nuca, deja correr sus dedos por sus muslos mojados y los aprieta en un gesto lleno de cariño y deseo. Comienza a moverlos otra vez con el empuje de un tren que va avanzando y retrocediendo y llegando muy adentro, deteniéndose a la mitad del camino, regresando a la estación y recogiendo algo más de ese líquido que resbala para volver luego a avanzar tras calentar sus máquinas. Hace que se corra y Patricia saborea cada minuto, todo es verde y azul en la cabina, como si los ojos de Alfredo y ella se convirtieran en techo, ventana, alfombra, admirándola y sonriendo, parpadeando y sonriendo, y ella estuviera en mitad del salón bailando con pasitos cortos, acariciándose la melena, mirándole, girando y girando. Alfredo saca su mano de debajo de la manta y se lleva los dedos hacia su cara, lentamente, dejándolos resbalar por debajo de su nariz para aspirar ese olor de ella, un código para su amor.

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