– No podemos negar lo evidente, algo malo está pasando allí afuera. Pero estamos aquí reunidos para hablar de un tema muy importante para nuestro país, España. Nuestra cocina es hoy en día la mejor embajadora del país en que nos hemos convertido más allá del tópico de la andaluza, el matador, las piernas de jamón colgando en los bares de nuestras avenidas. Somos los responsables del cambio en la comida en este continente y también en América, que como algunos sabrán descubrimos para el resto del mundo.
Alfredo empezó a reír y a dar golpecitos a Patricia en las costillas, la señal que compartían cuando uno llamaba la atención sobre algo para el otro. Miguel sacaba figuritas típicas del folclore español de una maleta y las colocaba encima de la mesa de oradores. La muñeca de la andaluza vestida con traje de cola y las manos jugando con el aire, el toro con las banderillas puestas, una tortilla de patatas, una foto de Nadal mordiendo la copa de su segundo Wimbledon. La gente se reía, los ingleses se ríen como las risas enlatadas de los programas de humor y el hermano Casas se prestaba a seguir colocando referencias typical spanish en la mesa: castañuelas, una guitarra y un sombrero cordobés, un plato de jamón. Alfredo inició el aplauso que siguieron otros, incluso los policías que habían subido hasta lo alto de la torre.
Los hermanos Casas continuaban colocando figuras, una camiseta del Barça, la foto de un presentador de la televisión besándose con su esposo en un matrimonio gay. «Nos negamos a que nos sigáis viendo como machos ibéricos sin sensibilidad ni capacidad para la tolerancia.» Alfredo ya estaba de nuevo de pie, observando su actuación, en primera fila y cerca de ellos, y entonces Fernando, el más guapo de los hermanos, se le acercó y, con todo lo que ellos sabían que conllevaba, le plantó un sonoro beso en los labios.
Podían ver los helicópteros sobrevolar la zona, suspendidos, al lado, deseando que la manifestación se diluyera con el atardecer. Patricia creyó ver algún soldado señalándolos, los Casas besando a Alfredo, todos divertidos, eufóricos, testosterónicos ante los aplausos y las risas enlatadas del público. Alfredo tomó una foto del póster del evento donde aparecía el Innombrable y la colocó entre la foto de Nadal y la tortilla y el aplauso creció al tiempo que el propio Innombrable entraba en el recinto y los rusos y chinos presentes comenzaban a sacar sus cámaras digitales. Sucedía todo tan deprisa… Las risas, la manifestación, el miedo a que tus ahorros se evaporaran y la aventura londinense fuera de verdad cocinar tortillas en una esquina del Covent Garden. Detrás del Innombrable venía el ministro de Nuevas Tecnologías español, Patricia lo reconoció porque había tenido un cargo en la ONU en Nueva York y generalmente acudía a Screams y Alfredo luego se quejaba de que le apretaba los hombros con esa «fuerza rara de los gays, como si pareciera que fueran a dislocártelos».
Patricia seguía mirando hacia la aglomeración. Se podía escuchar perfectamente cómo les gritaban: «Escapad de vuestra realidad. La fiesta ha terminado. Es el fin del consumo.» Patricia vio una mujer como ella, que la miraba y parecía decirle: «Bajar, bajar con nosotros.» Una princesa marroquí, una súper modelo embutida en un conjunto negro de pies a cabeza y una actriz americana entraban al recinto, ofuscadas tras haberse mezclado con los manifestantes de la calle. La actriz se notaba más afectada que las demás por lo que habría visto y oído, mientras que la princesa abría mucho los ojos como siempre hacía en los retratos que de ella aparecían en las revistas. La Modelo, entretanto, inclinaba la cabeza y buscaba la manera de sentarse. Patricia se acercó para indicarle un asiento vacío. La Modelo lo agradeció con un susurrante thanks dirigido a sus sandalias. Su cara ascendió por su cuerpo y sus ojos se encontraron. «Nice ensemble, you girl», le dijo una voz de niña saturada de nicotina. Patricia la besó en ambas mejillas. «Mi novio -inició Patricia- es el último de la fila de conferenciantes.» La Modelo se apoyó en el antebrazo de Patricia, sus ojos recorrieron la fila de hombres, por encima del ruido, de los flashes, la top distinguió a Alfredo. «Oh, girl, you really have taste», y Patricia echó la cabeza hacia atrás, riendo y mirando hacia Alfredo y brillando de orgullo. La Modelo respondió con una deliciosa cascada de risa, dientes y aire de lavanda. Extrajo un botecito de su inmenso bolso negro, un inhalador, y disparó su contenido transparente directo al fondo de su garganta. Se lo ofreció a Patricia que, divertida, abrió su boca. La Modelo disparó. Patricia sintió como unas perlitas, una gravilla suave y exquisita deslizándosele dentro. Vio a la princesa con los ojos cada vez más abiertos, y a la actriz disparando fotos desde su móvil hacia los manifestantes. El Innombrable se aproximó al micrófono, no sin dejar de señalar el festín expuesto ante sus ojos en la mesa de los conferenciantes. La gente siguió con aquella risa. Todo les daba risa. Y detrás, allí abajo, los gritos de los manifestantes.
– Somos una fiesta en el momento equivocado -habló el Innombrable batallando con su leve pero imprevisible tartamudeo-. ¿Qué más puedo decirles? Que si hoy es el fin del mundo, Londres sea entonces la fiesta. La última fiesta. La vida es una fiesta y fiesta es comer. Incluso en las peores etapas de la humanidad, un plato de comida ha significado paz, esperanza y confianza en la vida.
Como si fuera un vals, Patricia y la Modelo avanzaron dentro del salón de baile siguiendo la melodía de A Woman in Love, de Frankie Laine. «Tus ojos dicen que eres una mujer enamorada», los helicópteros se alejaban. La bóveda parecía más alta, más violeta, sentía que bailaba dentro de un templo. También bailaban en su garganta las partículas de whatever que había en el dispensador de la Modelo. Le crecía en la garganta y ascendía por detrás de sus orejas. La habían drogado. Y escuchaba a la Modelo decírselo. «Me gusta estar con una mujer como tú mientras la droga me sube por la cabeza.»
Patricia abría sus ojos, nunca tanto como la princesa, y dejaba que la canción hablara por ella: «Tus ojos son los ojos de una mujer enamorada, y aun así cómo podría darte la señal de que eres tú de quien estoy enamorado.» Alfredo la observaba, desde atrás, muy atrás, rodeado de los cocineros españoles que también la observaban, sus ojitos demasiados juntos y cejas superpobladas. La envidiaban, la deseaban, les entusiasmaba su despliegue de feminidad al lado de otra mujer y delante del Innombrable, que se frotaba los labios. Era Londres, era el colapso, era lo que quiera que fuera que guardaba la Modelo en su inhalador. La última fiesta. La canción iba terminando y los cocineros, cada vez más en torno a Alfredo, se disponían a aplaudir y ella sentía su ropa más pesada por los hilos de sudor. Estaba causando un escándalo, probablemente humillando a Alfredo. O, secretamente, lubricándole para que él hiciera lo mismo con la princesa en la siguiente canción. La canción jamás terminaba. Daban vueltas, otra vuelta, cada ventanal convirtiéndose en un ojo divino para Patricia. Un ojo divino fotografiándola en esta última cena.
– Estás borracha, me encanta -declaró la Modelo.
– Nos miran. Y mucho -confesó Patricia.
– Porque ninguna de las dos tenemos celulitis.
Entonces se partieron de risa. Patricia miró profundamente en los ojos de su compañera. Pero ¿qué coño había en ese inhalador de la Modelo que podía pensar en tantas cosas a la vez y seguir un ritmo endiablado? Más que cocaína, seguro. A lo mejor había Viagra muy cortada.
– Patricia, quiero presentarte a… -era la voz de Alfredo y ella, Patricia, el cuerpo más ágil, la melena más rubia, continuaba bailando al lado de la Modelo-, Patricia, por favor, para un segundo, hay gente que creo que es importante que conozcamos.
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