Patricia consigue entrar, conteniendo una risa floja, en el baño de primera clase. Pasa el pestillo, se mira en el espejo. Está despeinada, siempre está más o menos despeinada, le sienta bien, la boca muy roja, como si en vez de estar riendo se hubiera mordido los labios conteniendo el orgasmo. Los ojos alborotados. La barriga plana pero moviéndose a su aire, todavía agitada por el juego dactilar de Alfredo. Puede verse los muslos, esas piernas delgadas, contorneadas gracias a la hora de maratón diaria y a los paseos en bicicleta hasta Connecticut. Son totalmente visibles las manchas que ha dejado su orgasmo a mil pies de altura. Qué horror limpiarse con ese agua contaminada de los aviones. Descubre toallitas desmaquillantes que sirven también para lo suyo de ahora. Menos mal que en la línea aérea española se han puesto las pilas y hay colonias y perfumes de fabricación española, como Paco Rabanne Clásico, que era el perfume que Alfredo usaba antes de conocerla. Las piernas ya están limpias y se ajusta la falda. Siempre que viajan juntos Patricia opta por llevar falda para facilitar momentos como este, en que Alfredo prefiere los juegos de manos a una película de Sandra Bullock. Saca del bolsillo de la falda una braga nueva pulcramente doblada. Tras las piernas, ahora se limpia el sexo con las mismas toallas desmaquillantes. Escuece un poquito, pero no puede ponerse una braga sin usar en zona usada, se recuerda Patricia. A continuación hace otro agradable descubrimiento: hay crema hidratante de una marca que anuncia una modelo española desde hace décadas inamovible entre las tops nacionales. Cuántas cosas han cambiado en España, reconoce, y escucha otra frase que siempre acompaña a las descripciones que los medios suelen utilizar para presentar a Alfredo: «Uno de los ejemplos de lo mucho que se ha transformado la sociedad española en estos quince años.» Se aplica un poquito de la hidratante en el pubis, zona sensible, Alfredo pareciera haberla remodelado con los nudillos. Se mira en el espejo, empieza a recuperar su aspecto de señorita seria otra vez, de estudiante de primerísimas notas. Le duele el coño pero puede colocar bien la braga nueva, bajar la falda, alisar la frente, atusar el cabello rubio, pasarse los dedos por la cara y darle la forma correcta mientras mete su camiseta bajo la cinturilla de la falda.
Avanza inmaculada tras el orgasmo no tan silente, observando a medida que recorre el pasillo al resto de pasajeros. Lo saben, la escucharon, la acompañaron. Se ven tan ridículos juntos, los Casas sobre todo, el mismo bucle, los mismos labios medio abiertos mientras roncan, la hilerita de dientecitos inferiores. David le confesó que una vez, muy borrachos y con varias rayas, uno de los Casas se había dejado «oralizar» por él, como David llamaba al sexo oral, y que era realmente «súper divino aunque no recordara nada el día siguiente». El repostero Paquito, que también ronca y cuya barriga sube y baja, se ha dejado el libro de su amigo novelista abierto en la página dieciséis, mala publicidad para la intriga. Patricia decide rescatarlo, cerrarlo y colocarlo sobre las piernas del durmiente.
Se vuelve a sentar al lado de Alfredo. Él también ha ido al baño. Sonríe, mucho, la coge con los mismos dedos que han estado dentro de ella, los mismos que ha aspirado al pasárselos por la cara. Saca un trozo de la pastilla de su boca y se lo ofrece. Patricia lo rechaza. No quiere dormir.
– Después de un orgasmo así -afirma-, seguro que el sueño será una continuación de los efectos especiales.
Pero resulta lo contrario.
Recurre a los auriculares. Música clásica. No, barroca, con esos laúdes y el piano, ese cuyo nombre nunca recordaba. Sí, clavicordio. Buscó en la pantalla el título del disco: «Monteverdi, La coronaci ó n de Popea. » La recordaba, Música era una de sus materias favoritas en la selecta academia donde estudiaba en Viena, la ciudad en la que nació y en la que vivió hasta los quince años y el motivo por el cual dominaba el español y el alemán como lenguas maternas. El porqué nació y creció en Viena también formaba parte de esas explicaciones que, como lo peor de las pesadillas, aparecen y sobresaltan. No era este el momento de traerlo a su memoria, pero en su casa se veneraban las grandes damas del Imperio Romano. Las Popeas, Octavias y, desde luego, la importada Cleopatra. La abuela Graziella le decía: «Fueron las últimas mujeres a las que no les hicieron falta hombres para ser ellas mismas. ¡Cuánto hemos retrocedido, Patricia!» Se sobresaltó, era como si estuviera sentada detrás de ella en el avión, Grandma Graziella. La música de la ópera de Monteverdi continuaba. Popea fue la emperatriz de Nerón, pero conseguirlo fue todo un esfuerzo: antes de convertirse en la señora de Nerón estuvo casada con Otón, un hombre muy celoso, soldado insigne pero completamente inferior ante Nerón. Y este, a su vez, estaba casado con Octavia. La ópera de Monteverdi, su última obra, por cierto, narraba las intrigas de Popea por ascender hasta lograr el rango de Emperatriz.
«A Patricia siempre le han atraído las artes, todas, es incontrolable. Ve un ballet y lo sabe todo sobre él. Ve un cuadro y averigua cada detalle, ve una colección de ropa y se aprende de memoria todo sobre el diseñador», decía también su abuela, que siempre le regaló prendas, tanto de ropa como de halagos. Sí, era cierto, siempre sabía de más. Tanto como para nunca poder destacar en ninguna de las disciplinas que le apasionaban.
Se fustigaba, siempre pasaba cuando permanecía mucho tiempo en silencio sin hacer nada. No es que hubiera tenido oportunidades, es que era muy buena en todo lo que le llamaba la atención. Diseñó ropa, no concluyó estudios de arquitectura, ambientó locales, inventó bailes y movimientos nocturnos, llegó a ser reconocida como mujer marcatendencias, incluso frecuentó el plató de un conocido programa de humor de medianoche. Fue tantas cosas en Barcelona. Y al final sabía que no era nada si no estaba al lado de ese alguien que de verdad tuviera un talento. Alfredo fue ese alguien. «Pero yo me he enamorado de la mujer de la que todos hablan en Barcelona», le decía, es verdad, al principio. Sin embargo, ella tuvo de nuevo un impulso, como si una mano le ciñera el estómago y le hiciera dar vueltas a su mundo. Organizar esta pareja, los bellos Patricia y Alfredo, iba a ser su mejor negocio, perdón, su mejor logro.
Era como Popea, una mujer inteligente obligada a convertirse en arribista para adquirir más que dinero, independencia, pero siempre a través de un hombre, un amor y su traición. «Sí, Patricia, todo amor viene acompañado de una traición», también le decía Grandma Graziella. Pero no, debería responderle en ese avión de gente dormida. Ella y Alfredo habían conseguido un sueño. Jóvenes, ricos, sin herencia y sin hijos. Ricos y reconocidos por su trabajo. «No te fíes -seguía diciendo la vieja moviendo su dedo índice en círculos-. No te fíes, Patricia querida. Todo amor está perseguido por una traición. Y todo éxito por un abismo.»
Come ti amo, la declaración de Popea a Nerón al final de la ópera, cuando todo ha sido destruido y recolocado, llegaba minutos antes de que empezaran a servir el desayuno y despertar a los durmientes. «Por ti amo y por ti vivo, por ti aventuro y por ti viajo, por ti pongo mi vida y la convierto en tesoro.»
Abrió la ventanilla. Alfredo entornó un ojo y ella le plantó un beso.
– ¿Qué estás escuchando? -preguntó con la voz pastosa.
– Una historia de amor como la nuestra.
– ¿Lassie y Flipper? -dijo. Ella se rió y volvió a colocarse los auriculares. El cielo se despejaba y el verde inglés aparecía como un manto. La campiña se pobló de castillos y autopistas y trenes que se movían a toda velocidad. La música le parecía augurar algo brillante, maravilloso, plácido. Un mundo nuevo dentro de lo anciano y reconocido. Sintió el olor de la ciudad mezclándose con los violines que trepaban por entre las palabras cantadas de Popea. No había dormido, tendría un jet lag terrible, pero se sentía feliz. Alfredo la besó y tomó el auricular derecho y, muy cerca, muy próximo a ella, terminaron de escuchar la declaración de Popea al enamorado Nerón. Patricia pensó que eran ellos los que llegaban a Roma, la Roma moderna, la de la esperanza, la libra esterlina y el Puente de Londres.
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