Ferran Torrent - Sociedad limitada

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Es la disección novelada de una ciudad, Valencia, donde un elenco de personajes ha convertido la traición, la inquina y la intriga pérfida en el modelo de conducta cotidiana. Julia Aleixandre, además de ostentar un importante cargo público, es una experta manipuladora de marionetas humanas de todos los colores y tamaños. Francesc Petit, Secretario General de un partido político sin representación parlamentaria, quiere escapar del ostracismo humillante a cualquier precio. Juan Lloris, otrora exitoso empresario de la construcción, ha caído en desgracia ante las autoridades y mendiga rastreramente una presidencia, una secretaría o al menos una vocalía. Y entre todos ellos y sus respectivas trifulcas, un periodista sin futuro aparente encontrará la manera de purgar sus abundantes culpas, cómo no, a costa de los demás.
Sociedad Limitada es una instantánea irónica y mordaz que se adentra en la corrupción política, la especulación inmobiliaria, la miseria cotidiana de los inmigrantes, la destrucción sistemática del medio ambiente… y, en definitiva, las infames maniobras que ejerce el poder desde la sombra para conseguir perpetuarse.

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– Se quedó en un despacho de Bancam. Y lo de la ejecutiva ya lo tengo ganado. Cinco son míos, tres están a medio camino y los otros tres son del sector de Horaci Guardiola. Una oposición, por cierto, que estará encantada de que pactemos con los socialistas.

– Te exigirán entrar en la candidatura y ganarán poder en el Front.

– De eso nada. Con sólo colocar a uno de los tres indecisos entre los cinco de la candidatura lo habré solucionado.

– Lo has planificado todo.

– ¡Qué remedio! No es, en absoluto, la opción que más me entusiasma. Tú me has obligado a elegirla.

– Intuyo que quieres renegociar al alza.

– Oye, eres tú quien ha pedido la reunión.

– ¿Cómo les explicarás el acuerdo a todos los electores que te han votado por tus propuestas diferenciadas?

– Los problemas que podrían surgir por ese lado ya me los solucionan los votantes socialistas. Los cinco puestos son de salida. Además, una vez en el Parlament formaremos nuestro propio grupo. Los socialistas creen, y a lo mejor tienen razón, que el acuerdo, como mínimo, os impide la mayoría absoluta. Pero, para que no te hagas ilusiones, te advertiré que, aunque tengamos grupo propio, el acuerdo que estamos a punto de firmar incluye, si procede, votar a favor de la investidura de un socialista.

– ¿La concesión del crédito cambiaría la situación?

– Es demasiado tarde.

– No has firmado nada.

– He dado mi palabra.

– Las negociaciones se pueden romper. Tú sabrías cómo hacerlo.

– El acuerdo es política y económicamente positivo. No tenemos ningún gasto electoral.

– Te has vendido, Francesc.

– Te recuerdo que tú me querías comprar.

– ¿Por qué no quisiste llegar a acuerdos conmigo?

– Porque mi gente no vería con buenos ojos un pacto con la derecha, y porque las condiciones de los socialistas son mucho mejores.

– La concesión del crédito a cambio de que no pactéis con los socialistas.

La primera carta de la partida estaba sobre la mesa.

– ¿Para que pactemos con vosotros?

– No, para que no pactéis con ellos.

– Ya te lo he dicho: he dado mi palabra.

– En política, la palabra es una firma.

– Ya sé que en este gremio la palabra de uno tiene un valor muy relativo, pero me gustaría preservar la mía.

– A veces los objetivos políticos tienen un precio. ¿Cuál es el tuyo?

– Un crédito de doscientos millones de pesetas.

Júlia se levantó en el acto, porque Petit acababa de lanzar todas sus cartas también al acto.

– ¡Es indignante! ¡Es inmoral! Es…

– Es lo que vosotros, todos, me habéis enseñado: política. ¿Quieres que hablemos de inmoralidades? Me parece que no te conviene. Necesito una buena justificación para explicar en la ejecutiva el cambio de planes. Reconoce que te equivocaste cuando me denegasteis el crédito. Pensabais que no sería capaz de aliarme con los socialistas. Y no lo hubiera hecho si las circunstancias no me hubieran obligado a hacerlo. Explícale ahora a tu President que los cálculos te han fallado. ¿Por qué no me hiciste esta oferta cuando hacía falta? Preferiste exprimirme a fondo antes que imaginar una solución inteligente. Mira -dijo, enérgico-, retiro la petición de los doscientos millones. Al fin y al cabo sólo me traería problemas políticos.

– No me tomes por idiota, estás montándome el numerito para conseguirlos.

– ¿Eso es lo que crees?

– Estoy convencida.

Petit se levantó:

– Aquí termina la reunión.

– En efecto, aquí termina. Buenos días.

Con paso ligero se dirigió a la puerta del piso. Petit se le adelantó y le abrió la puerta:

– Buenos días, Júlia.

Júlia esperó al ascensor, de espaldas a Petit. El secretario general cerró la puerta antes de que llegara y se fue al balcón. Cuando Júlia llegó al coche y puso la llave en la cerradura, Petit lo dio todo por perdido. Daba igual, él había jugado sobre seguro. No obstante, creyó que quizá había exagerado en demasía sus exigencias. El coche de Júlia arrancó. Petit fue a sentarse al sofá. Entonces recordó lo que le había dicho Marimon: el dinero del crédito blanquearía gran parte del dinero negro. Júlia dobló la esquina y aparcó a un lado de la calle. No podía reflexionar estando cabreada. Lo intentó con algo más de calma. Había convencido al President de la operación. Era la responsable de todas las maniobras políticas en la sombra. Al President, el acuerdo entre nacionalistas y socialistas le desagradaría profundamente. Ponía en peligro su mayoría absoluta. Pero ¿cómo explicarle que había accedido a concederles un crédito de doscientos millones? ¿Qué dirían, por otra parte, los socialistas presentes en el consejo de administración de Bancam? Sin duda había fórmulas para solucionarlo. Doscientos millones eran casi injustificables, pero quizá ciento cincuenta… Dio la vuelta y volvió a la calle donde vivía Petit.

Petit empezaba a pensar que su tozudez le había impedido conseguir una cantidad que, siendo menor, también serviría para encubrir parte de los cuatrocientos millones. Las negociaciones económicas le resultaban complicadas. Su planteamiento era correcto, pero le había faltado rematarlo. Ciento cincuenta, incluso cien millones, eran una suma extraordinaria si se añadía a la que ya tenían. Ni loco se hubiera imaginado hace un tiempo la cantidad que manejaban ahora. Casi igualaba la de conservadores y socialistas. Lo que ocurre es que la ambición no tiene límites. Como sucede con los jugadores de cartas, cuanto más se gana más se quiere. Ya era suficiente, pensar en tanto dinero le alteraba. Decidió marcharse.

Camino de la puerta oyó el timbre. Abrió tan rápidamente que Júlia creyó que aceptaría cualquier propuesta:

– Francesc, me lo he pensado mejor: un crédito de cien millones.

Si ha venido, es porque de verdad necesita llegar a un acuerdo.

– Dada la situación actual, que nos ofrece cinco puestos de salida, cien millones no nos solucionan nada.

– ¿Insistes en los doscientos?

– Sí.

– Pues dejémoslo.

Petit se dirigió al ascensor. Júlia bajó con él.

– Escucha, en el consejo de administración, como bien sabes, hay representantes socialistas. Los créditos se aprueban allí.

– Tenéis mayoría.

– Mayoría no significa hacer lo que nos de la gana.

– ¿Es un chiste?

Salieron del ascensor. Salieron a la calle. Petit iba hacia su coche. Júlia le seguía.

– Podemos justificar ciento cincuenta.

– Doscientos.

Metió la llave en la cerradura. Abrió la puerta. Se sentó.

– Baja la ventanilla.

Petit la bajó. Le dijo:

– Tanto vosotros como los socialistas sois muy generosos con vuestros créditos. Por una vez, podríais serlo con nosotros. Además, insisto en que el hecho de romper el compromiso tiene un gran coste político.

Júlia reflexionó: no era una mala operación conceder un crédito de doscientos millones a un partido que les quitaba votos a los socialistas. Petit puso el motor en marcha.

– Júlia, tengo una comida de negocios.

– Pasad mañana a firmar el crédito.

– Mañana hay ejecutiva. Tendrá que ser esta tarde.

20

Si no se acostaba tarde, Juan Lloris madrugaba. No era una persona muy dormidora. Como mucho pasaba cinco o seis horas acostado. Desde su adolescencia, cuando empezaba a trabajar en la obra a las siete en punto, tenía el cuerpo ejercitado para un horario concreto. Además, la ansiedad le impedía quedarse en la cama. Apenas despertaba, sentía la necesidad de levantarse. Y se levantaba en estado vigoroso, era el momento del día en que su fuerza física se expresaba con más contundencia. Él mismo se preparaba el desayuno. Solía levantarse hambriento y se hacía un buen almuerzo: una taza de café con leche, cinco tostadas con mantequilla y mermelada, y un zumo de naranja natural, ya que, natural de la Ribera, odiaba el zumo envasado. Aquel día, sin embargo, no tuvo tiempo de acabárselo. Sólo había comido dos tostadas cuando el timbre de la puerta sonó con insistencia. El ruido despertó a María Jesús, que dormía en otra habitación, y también a la asistenta, que, aunque un poco sorda, se sobresaltó. Ambas fueron a la cocina, alarmadas. El empresario les pidió calma, sobre todo a su mujer, que pensaba en una desgracia de su hijo, y fue a abrir.

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